lunes, 2 de abril de 2018

Viaje al parnaso con Cervantes; café de ronda con Hemingway

COMO bien indican los editores de Viaje al parnaso y poesías sueltas (Espasa-Círculo de LectoresReal Academia Española, 2016),  José Montero Reguera y Fernando Romo Feito, el Viaje es una miscelánea del gusto cervantino, pues encierra en sus páginas una escritura en verso que lo relaciona con la poesía cuando estamos ante un texto narrativo, salpicado de rasgos autobiográficos, con burlas y sátiras entremezcladas, con el encomio y la ironía a flor de piel, y coronado por una "adjunta" escrita, nada más y nada menos, que en prosa. 
No podemos olvidar que fue escrita en 1614, rayano los setenta años en un hombre ya avejentado de cuerpo pero muy vivo de espíritu. En definitiva, estamos ante un texto en que un yo poemático revoluciona las relaciones entre vida y ficción mediante las continuas reflexiones metaliterarias y biográficas hasta hacer de su vida una memoria de ficción. 
La continua reflexión sobre el ejercicio de escribir conduce a Cervantes a transgredir las convenciones propias de los géneros por aquel entonces. Más aún, esta panoplia de recursos naturales en el autor desde antiguo han provocado la diversidad de acercamientos hacia esta obra que estamos hoy leyendo en esta mañana de primavera. 
Cervantes me lleva a Viaggio di Parnasso de Cesare Caporali. En una muestra más de imitatio creativa y fascinante, Cervantes despliega su verso y su ingenio en cada uno de los pasajes de esta obra. Así, acudo, antes que a otra cosa, a la "Adjunta": papeles encontrados, personajes de ficción que ficcionalizan a Cervantes, pasajes inventados, literatura siempre.  Escribe Cervantes en el capítulo IV:

"La virtud es un manto con que tapa
y cubre su indecencia la estrecheza,
que esenta y libre de la envidia escapa". 

La lectura de los textos cervantinos desembocan en eso que el autor llama el "trastrigo", lo que está más allá del fruto, lo verdadero. Porque late una naturalidad intrínseca en sus textos y, sobre todo, una mezcolanza entre vida y ficción que provoca una turba y una transformación en el lector. El juego es conocido, como sucede con Velázquez, pero no deja uno de quedar nefelibato y pleno con la lectura de nuestro Miguel. 


*** 

Y así recuerdo, con esta luz, algunas tardes de París. La tarde en que llevaba el libro de Hemingway entre abierto mientras buscaba la Rue Mouffetard. Al encuentro de aquel callejeo medineaba uno por los rincones cercanos a esa calle bulliciosa y plural que desemboca en una plaza que lo anuda todo. Allí me senté y pedí café, en esas jarretas de café y de leche que acompañan al viandante en una mesa cualquiera de París. Contemplaba la caída de la luz y comenzaba a leer a Hemingway. El libro lo tenía totalmente anotado (y lo tengo)  pues a todo recurso, a todo giro narrativo escribía uno con la vehemencia del escritor en ciernes. Estaba leyendo "Los asesinos" para aprender aquello de la elipsis narrativa ya que García Márquez había indicado que le fascinaba este relato. 
Al poco tiempo de estar allí entraron dos señores que, a mis ojos, encarnaban a los posible Al y "el otro". Como un animalillo asustado replegué las piernas, cerré el libro, saqué el moleskine y comencé a escribir.