miércoles, 27 de diciembre de 2017

Novela y poesía I

QUIZÁS comenzar a escribir una novela es la manifestación más diáfana de la voluntad de un individuo pues a diferencia de un poema o de cualquier otra manifestación literaria, la novela consiente el esfuerzo, el repaso, la variación, la usurpación a lo vivido y lo soñado e inventado en una misma cosa o quizás no, y puede que en el comienzo el ímpetu prístino de una narración anide en una afán de pervivencia en la ficción, es decir, en lo que no ocurrió nunca o pudo haber sido, en lo que convive con lo que es verdadero o lo parece. Puede que narrar, contar sucesos inventados, o no inventados del todo, demediados entre lo real y verosímil, confiera al lector la naturaleza más verdadera de su vida, la condición de ser en un estado que nunca antes había sido posible hasta el encuentro con el relato; de ser la otredad, la vida imaginada del autor, la ficción misma de lo leído y proceder como un ser sin tiempo finito o inmaculado de toda finitud.
Así, sucesivamente, vas leyendo estas mismas palabras y te vas encontrando significados y sentidos ocultos hasta ahora en tus recuerdos; lees una y otra, tu vida prosigue y evoluciona en ese tiempo, al ritmo y la relación del tiempo de la lectura. El tiempo de la vida del lector, si es que posee consciencia de qué es aquello, se diluye en el tiempo de la ficción hasta perderse, hasta perderte, como en este instante en que ya no vives tu tiempo sino que has usurpado el tiempo de estas palabras hasta difuminar su rastro y su azote, su represión y su sentencia. Es, en ese mismo instante, cuando se produce quizás uno de los más maravillosos actos de un hombre en la tierra gracias a la palabra: deja de ser él para poder ser.   

Detrás de un hombre o hay acciones o hay palabras; y puede que la literatura sea la acción de la palabra que involucra al lector y al creador en una misma unidad: la esencia de la palabra. Sin saber cómo, con qué procedimientos del azar o lo fortuito, lo irrevocable o el destino de cada cual, el texto se va edificando hasta alcanzar una unidad, -si es que la alcanza y habita- aunque sea en destellos y fragmentos.  Una unidad que lo envuelve todo e hilvana e incluso lo presenta como una sucesión continua de hechos y acciones, causas y consecuencias. No es así, sin embargo, como sucede todo y, más todavía, cómo se resguarda en la memoria. Por eso mismo escribir esta historia es una forma de escribirla y hacerlo como si yo hubiera sido el protagonista de la misma no es más que un método para contarla, una perspectiva de la palabra pero no la única; puedes tomarla como el suceso de cualquier hombre, cualquier individuo, pues somos lo mismo al fin y al cabo. El yo que narra no es el yo que recuerda, ni siquiera el mismo yo que trata de trenzar oraciones. Como decía Pessoa, existe una confederación de yoes en la que, eventualmente, hay uno que se sobrepone en torno a los demás y gobierna con tiranía o con deseo y afán de prevalencia.   

I
ME encontraba en el boulevar Jourdan,  en la habitación del Colegio de España en que residía desde hacía unos meses y en la que no en pocas ocasiones había tratado de dar orden a estos pensamientos, de establecer una relación de todas las ideas que me azuzaban. Porque un hombre es invadido por las ideas desde que su palabra posee consciencia y debe convivir con ellas y tratar de entenderlas y relacionarlas ya que, escondido, sucinto, sugerido puede que el sentido de la existencia se reguarde ahí, en esa secreta estación que todos llevamos como un acuífero subterráneo y secreto y que puede no aparecer nunca en nuestra consciencia y que puede morir con nosotros con la melancolía de un parque solitario, de un jardín marchito todo él.