martes, 24 de mayo de 2016

Paso y tierra de Poe en Ovidio.

RELEÍA  a Poe, "La carta robada". Más allá del prodigio técnico y de sentido que impuso Poe con este relato, considero que el relato es una metáfora completa de las relaciones humanas. Al releerlo, puede uno atisbar que, en ocasiones, lo más trascendental y necesario está tan cerca, es tan evidente que no lo vemos; más aún, no logramos apreciarlo o, lo que decimos en este diario, contemplarlo. Porque contemplar es derretir la consciencia sobre el objeto y, con ello, ser el objeto mismo. 
El relato de Poe enseña que en ocasiones las trenzas de la realidad no se corresponden con la música oculta del azar, sino más bien con la claridad de lo verdadero, de la transparencia. 
Esto es así quizás porque el mundo actual ha ido minando a los individuos de prejuicios maliciosos, de relaciones casi siempre que terminan entumecidas por la necedad de los que intervienen. No quisiera que me ocurriera esto mismo con mi hija, ni con M.C. que la carta, la realidad de búsqueda que nos une, nos hiciera desvincularnos porque no logramos "ver", "vislumbrar", contemplar lo que tenemos por delante. Y vendrán momentos de ceguera profunda y vendrán las horas de sombras y las sombras practicando su presencia. 
Y, sin saber por qué, el relato de Poe me conduce al pasaje en que Ovidio, con cincuenta y dos años, se dirige a Tomos, una ciudad costera del Ponto. Lo imagino siempre tomando cada pisada en la tierra como el último discurso salvífico; realizando un memorándum de cada uno de los pasajes que lo había llevado a la "deportatio", un castigo, en efecto, demasiado severo en ese tiempo. Pasos que eran ritmo, ritmo que transformaban la realidad a poesía: Quidquid tentabam dicere, versus erat. 
Fabia había sido la mujer que realmente lo había trastocado, la mujer en la que podía volcar la suerte de anhelos que engendraban el destierro. Fabia, como hija y mujer y madre, útero vespertino con el que ensoñar el regreso. 

La carta robada de Poe en las manos de Ovidio, ¿se imaginan? La misma circunstancia que le sucedió al poeta, al orador que era capaz de levantar las almas, que provocara la ira y el desconsuelo entre sus conciudadanos tan solo con las palabras, tan solo con el arte de nombrar el mundo. La carta robada es el fuego de Prometeo, el hilo de Ariadna, el ángel de Rilke, la rosa de J.R.J. el infinito de Leopardi, la certidumbre digna y moral que debe levantarnos a cada paso, a cada visión sobre lo que aparentemente somos.