sábado, 21 de mayo de 2016

El poeta armónico y disarmónico.

EL CAPÍTULO se revuelve en la memoria una y otra vez: el pianista, erguido como un árbol allí apostado, deslizando las manos con la suavidad del jazmín, ocupando lentamente el espacio etéreo, comienza a palpitar con sus dedos en la música misma. Sístole y diástole de su propio cuerpo, suena Chopin en un piano tocado por Zimmerman. 
Al comienzo de la música los objetos, la realidad toda, deja de poseer su propia esencia para ser otra cosa. En ese ejercicio de transformación y permanencia, que tiene uno como fundamento de la creación artística, el propio escuchante (lector) participa de la metamorfosis. Recuerdo una afirmación de Stravinsky que ronda siempre muy presente en mis reflexiones sobre el arte y la vida: "El problema con respecto a la apreciación de la música reside en que las personas que enseñan música les hacen tener demasiado respeto por ella, cuando deberían enseñar a amarla".

Todo poeta que no concibe el Amor es un poeta disarmónico. Amor en término platónicos, con eso es suficiente y basta. Todo poeta que no posee esa condición para el encuentro con la realidad, en todas sus dimensiones, crea obras disarmónicas, que persiguen la desfiguración, que tratan de derruir la armonía, que desesperan ante su imposibilidad de creación. 

En efecto, la fuerza motriz para el creador artístico y el receptor sensible es el Amor. Platón no solo descifró los parámetros y los límites de la condición humana sino de su propia fuerza motriz para la comunicación y la expresión. El arte viene a decirnos desde lo profundo qué somos, qué venimos siendo y ese pálpito se principia en el Amor. La fuerza teleológica de Aristóteles, la tierra abonada de las religiones, el panteísmo que hilvana cada sección, cada movimiento, cada palabra que trenzamos alrededor de la realidad. 

Por todo ello, llega un punto de encuentro con la consciencia permanente, una encrucijada en que determinamos qué deseamos ser a pesar de los impedimentos y los caprichos y las vanidades y la envidia imperante, qué dignidad nos sostiene aunque no sea visible para todos, qué verdad nos inunda y nos afirma ante el mundo como un individuo, al menos, verdadero, coherente y perseguidor, nada más y nada menos, que del Amor. Ese principio unánime en la creación artística, la que desboca la armonía limpia, me lleva, una vez más a tomar prestadas las palabras de Stravinsky: "Me he vuelto un revolucionario a pesar de mi mismo".