lunes, 2 de mayo de 2016

El deleite inolvidable de la palabra poética.

CUANDO GEORGE STEINER distingue entre "ingestión" y "consumo" en el mundo de la literatura, lo hace con una claridad asombrosa. Dirime entre los que consumen, sin más, los "productos literarios", es decir, entre los escritores y lectores que toman la literatura como un objeto contemporáneo llamado a la moda o al momento y entre los que, como decía Ben Jonson, "ingestionan" la literatura. En este último proceso, el escritor, como lector, vive lo leído de tal forma que su memoria es la memoria de sus lecturas.  
La creencia griega arcaica  consideraba la memoria como la madre de la Musas, esto es, del principio de creación. No defendían los antiguos que la creación surgiera ex nihilo, antes al contrario, procedía de la conjunción y la armonización de la memoria. Para que esta fuera fructífera y sementera de textos literarios debía poseer el escritor un mundo de lecturas plural y verdadero. 

Dice Steiner, y uno cree en ello a ciegas, que las mejores lecturas del arte son arte. En esas, podríamos decir, revitalizadas realidades, contestaciones a la verdad estética encerrada por otro artista,  se continúa con el acto de comunicación esencial: por ello es indudable la obra artística que posee esa verdad, que la sigue transmitiendo. 

Existe en la literatura un mundo parasitario que se nutre de las lecturas vivamente, en carne viva. Me fascinan esos escritores convertidos en lectores sin ambages: Cervantes, Dante, Borges, por ejemplo, tres casos de escritores-lectores que muestran sus lecturas en sus obras para revertirlas, recrearlas, revivirlas estéticamente. 

El texto se convierte en una caja de resonancias para el lector, en un instrumento sonoro, en una bóveda en que se prodigan las presencias reales del lector.  Leo, por ejemplo, ahora  un poema de Quevedo, "El reloj de arena", del que selecciono los versos finales: 

[...]
Bien sé que soy aliento fugitivo; 
ya sé, ya temo, ya también espero 
que he de ser polvo, como tú, si muero; 
y que soy vidrio, como tú, si vivo.

"Aliento", "polvo", "vidrio" y un pronombre "tú" que funcionan como sustantivos de los cuatro versos más la elipsis del "yo lírico" que enuncia la realidad poética; un mundo de significados en progresión semántica: idea, sinécdoque, metáfora...transposición del sujeto lírico que transforman al lector en su vivencia.   "Soy", "sé", "temo", "espero", "he de ser", "muero", "vivo", verbos que ofrecen las mismas relaciones que cualquier hombre del Barrcoo comprende: la paradoja de la vivía, las contrapuestas certezas, lo especular, el conocimiento y el estado en la vida, el principio y el fin. Así un único adjetivo para, un moralizador de la realidad que funciona a modo de sinécdoque de la realidad toda: "fugitivo". Todo, vida y muerte, conocimiento o estado es, en el hombre, fugitivo. Y, claro está, el apoyo en los adverbios para imprimir en el significado global de los versos la presencia estética del reloj, del tiempo: "ya". Ningún otro adverbio advierte de lo fugitivo como el seleccionado por Quevedo. Todo ello con la construcción sintáctica fundamentada en el paralelismo de verbos que exigen una complementación exigida para que la palabra dicte significado: "Bien lo sé", el resto de versos vienen a configurar el significado de ese pronombre. "bien sé, ya sé, ya temo, ya también y que...". 
De todas estas palabras que selecciono y que anoto en mi cuaderno amarillo, se proyecta la figura de un lector que memoriza, que ingestiona y que responde escribiendo, reviviendo, sin querer nada más que seguir con el deleite inolvidable de la palabra poética, nada más que prolongar el aliento fugitivo de la arena poética.