lunes, 21 de marzo de 2016

Silabeo y desvelo de la mortalidad.

JACOBO DE LIEJA (Jacobus Leodiensis) fue un lector culto y admirador de Boecio. En este diario no pocas veces he mostrado mi fascinación por Boecio, tanto por su obra poética como por su prosa; antepongo su propuesta ética y su respuesta como autor a todo lo demás. 
La música mundana es la confabulación de todas las cosas del cosmos en su materia en contacto con nosotros. 

La lección es suprema, diáfana, pero estéril e insonora  para este mundo de sombras y posturas yermas ante la antigüedad.  Decía que Jacobo de Lieja leyó la obra de Boecio como el doctor Samuel Jhonson gustaba de afirmar , caninamente. Se interesó por todos los temas de la filosofía medieval, pero sin duda legó al corpus de obras capitales su Speculum Musicae, un magno tratado de música que, si no me equivoco, sigue sin ser traducido, o al menos eso indicaba Godwin. 
Este autor, Jacobo de Lieja,  parte de los tres tipos de música que establecía Boecio, a saber: mundana (de los mundos), humana (del ser humano) e instrumentalis (de los instrumentos incluida la voz). De todas ellas, me interesa para esta mañana, la música mundana. 

No hace mucho, cuando pergeñaba versos y El huerto deseado iba configurándose como una primera estación, -que Boecio me enseñó junto a Dante y Shopenhauer y Heidegger,-  que existe una "música de la palabra", del idioma y, por otro lado, "una música del ser". Así, con esta dicotomía, trataba de establecer los dos parámetros con que considero que un poeta comienza a trabajar toda vez que ha vislumbrado la consciencia (cósmica, celeste, terrenal, indolente). Su lucha de mortal ,que edifica una palabra desde su condición, recorre continuamente ese circuito que se principia desde el idioma adquirido a su condición. Con el tiempo, cae en la cuenta de que debe sumar no su propia experiencia sino la experiencia de su condición; que su discurso debe evitar el lastre de sus condicionantes (que existen, son muchos, continuos, inevitables) pero que ajustician y empobrecen su discurso. En cualquier caso, apartarse de esta dos condiciones mínimas hace emerger el discurso vano, huero, superficial. 
Estamos, en efecto, entre el encuentro entre la lectura (la música del idioma) y de la vida (la música del ser). Dos circunstancias que deben ser trascendidas desde la limpieza y la pulcritud, en la que no caben concesiones, -ni siquiera temporales-,  ni justificantes pasajeros.  Ante ellas, el silencio fortuito es la solución redonda. 
En este sentido, las apreciaciones de Boecio y, por ende, de Jacobo de Lieja, no vienen sino a fortalecer la comprensión de estos hechos: la música mundana no solo es música de las esferas, sino la armonía de la materia propia, de los cuatro elementos y del tiempo. 

El ser humano posee una condición extraordinaria que, cuando se adquiere consciencia de la misma, supera nuestro propio entendimiento. Somos quizás los únicos en este planeta que, como la lengua y su función metalingüística, podemos hablar de nosotros mismos. Es más, es lo único que nos importa, definir nuestra condición, tratar de establecer los parámetros que nos han traído hasta este punto y comprenderlo. En esa tarea inexpugnable para nuestra razón el discurso literario es, en la palabra, con la palabra, el único que nos acerca a la ciencia del espíritu, a la ciencia inexacta que detona una conmoción en los individuos cuando leen qué son en los textos literarios. 
Esa perplejidad explica, en parte, que nos emocionemos con obras en otros idiomas, de otras culturas, de otras etapas. Siguen tratando de decir lo que nos pertenece como universal, como propio, el silabeo y el desvelo de la mortalidad. 

La música humana, como decía Boecio, es la instrumental que revela consonancias musicales sensibles y que unen maravillosamente, en conexión fastuosa, el alma y el cuerpo. En nosotros coexisten las dos condiciones para que esto suceda: el microcosmos de lo corruptible, lo perecedero, con lo incorruptible, lo permanente. Todo discurso allegado a este paradigma y empapado de luz y revelación nos ha mostrado tan solo el comienzo del sendero, del camino al centro del bosque de la mortalidad.