martes, 17 de noviembre de 2015

LOS ÁRBOLES, desde el mundo antiguo, han funcionado como una suerte de esencia sagrada de la naturaleza. Por este motivo, contemplar un árbol, arrimarse a sus sombras debe ser un ejercicio de concordia y serenidad, una acción que concite nuestro cuerpo al arrojo de las dimensiones con que interpretamos la naturaleza de la realidad circundante.
Para los druidas el árbol contenía las tres dimensiones de la consciencia, a saber: el mundo de los sueños, el dominio terrenal y el cielo, lo elevado. Estas tres franjas de la consciencia se parangonan con las raíces en lo profundo, el tronco en la intemperie y las ramas dirigidas hacia el cielo. 
Raíz, tronco, ramas...profunda tierra que se eleva hacia el cielo, desde lo profundo y oscuro hacia lo etéreo y luminoso. Incluso los druidas celtas edificaron un calendario con los veintiuun árboles sagrados. 
Ahora que vuelvo a Virgilio, impulsado por estímulos externos que han llegado de repente, caigo en la cuenta de que Virgilio tenía predilección por los olmos. Así, el olmo de los sueños que sacude toda la escena del Libro VI. En el centro del vestíbulo del Aqueronte un olmo vértebra la escena, organiza el paisaje y anuda todas las tradiciones que en el texto se agrupan. Es el olmo de los sueños por el que expanden loa vanas ilusiones. De allí parte el camino hacia el Aqueronte y el olmo está rodeado de hologramas, de lo que la sibila llama "almas sin cuerpo". Esa visión aterroriza a Eneas. Atisban la barca con Caronte sobre ella: el pasaje es tremendo y terriblemente hermoso. En este punto recuerdo una pintura que está en el Museo del Prado y que me fascina desde antiguo, es obra de Patinir. 

Todo comienza a transmutarse en una soberana lección de la vida hábil y liviana en la tierra.