domingo, 8 de noviembre de 2015

HAY una cualidad epifánica en la primera lectura. Esa lectura no es únicamente el contenido del libro, sino la emoción que produjo el acto de leer. Puede que, en el recuerdo de ese momento, resida una inexplicable necesidad, por parte del lector, de volver a vivir (a revivir puramente) ese pasaje de su memoria. 
Es un descubrimiento y un desvelo de la realidad. Afirma Piglia: "El valor de la lectura no depende del libro en sí mismo, sino de las emociones asociadas al acto de leer". 
En efecto, la realidad contiene la formas del últimos recuerdo que de ella tenemos: una calle, el campo, el olor de un cuerpo, las propiedades del mar o la tersura de la piel, pongo por caso. En ese recuerdo último se actualizan todos los sentidos para volver a aglutinar todos los recuerdos vividos; se condensan hasta configurar una nueva realidad inventada. 
La literatura engendra literatura. La lectura de un libro principia una "vivencia lectora", un nuevo estado de vida que se asocia a la lectura de un volumen. Esa realidad jamás volverá a poseer su morfología primera, pues trataremos de ensoñarla, de recordarla con los últimos vestigios del último recuerdo, de la imagen última en nuestro entendimiento. Quizás por ese motivo Platón nos figuró como sombras pasajeras, como hologramas que tan solo perciben una realidad remediada: la que creen haber vivido.