sábado, 19 de septiembre de 2015

LA MUSCULATURA del cerebro se desarrolla cada día: leyendo, escribiendo, escribiendo las lecturas. Los libros se asoman como fascinantes sujetos dispuestos a dialogar. Los abre uno con cuidado y, a poco que lo hace, la respiración cambia y se combina con la plácida estación de la palabra. 
Todo el mundo cabe en un libro y puede que la forma del mundo, de su realidad intrínseca, tuviera la forma de una biblioteca, como quería Borges. Una biblioteca de pasillos infinitos, combados hacia una forma concéntrica que refleja el eco de nuestros pasos por ella. Cada libro es esencial en esa biblioteca, su importancia es capital y necesaria. Cada libro, cada página, cada párrafo, cada palabra de ese mundo es nuestro mundo. Quizás estamos aquí para hallar la palabra que nos haga seres en la bonhomía.  


El caminante sueña, con cada deambular, someter su cuerpo y su cabeza al olvido de sí. Caminar y leer sostienen muchas similitudes, tantas como vivir; y no en vano muchos literatos han sido excelentes caminantes. Algunos no llegan a la atracción de Robert Walser, pero salir a la calle sin rumbo, tan solo a contemplar y a descifrar la llegada de la noche, es un ejercicio estético de vida.  
Va el cuerpo del caminante acompasado con los pensamientos, una ideas van y otras vienen; aparecen y desaparecen sin una causa concreta más que la del azar aparente.

Comienza uno a leer un libro y lo hace sin esperar nada de él, porque nada debe esperarse. La transformación y la permanencia deben sostener el silbo de la vida.