sábado, 9 de mayo de 2015

LLEVO toda la mañana recordando y reflexionando la frase de David Hume en el Tratado de la naturaleza humana cuando diserta sobre los diálogos filosóficos y entiendo, grosso modo, cuando se produce un diálogo en busca de la verdad: "No es la razón la que gana, sino la elocuencia". 
Estas palabras pueden aplicarse al campo de las artes, no son las ideas las que ganan, sino el ars bene dicendi, esto es, el arte de escribirlas. Por este motivo, cuando un libro presenta tan solo la propuesta razonada de sus ideas, queda recluido en sí mismo. Es la obra magna, el clásico, el que consigue exonerar de esa razón plana a la palabra que bate sus alas en el lector, dentro ya del lector.

Las palabras escogidas van encriptando las ideas y cuando no existe el talento y la mesura en la creación termina todo por ser una mera palabrería, por muy buenas ideas que estén latentes detrás de esas formas. No traslucen nada, no simbolizan nada, son nada al fin y al cabo.

Existe un afán interno del hombre en conocer, en escudriñar las causas comunes que nos hacen estar aquí de esta forma. Tal que la obra artística, el individuo, como el artista, desea conocer su origen y formación. Escribió Séneca: "La naturaleza nos dio una curiosidad innata y consciente de su propio arte y belleza, nos creó para que fuéramos la audiencia del maravilloso espectáculo del mundo; porque  se habría esforzado en vano si cosas tan grandiosas, tan brillantes, de rasgos tan delicados, tan espléndidas y tan diversamente hermosas se hubieran exhibido en una sala vacía". 
Puede que el arte, la literatura en este caso, responda a esa experiencia en la sala armónica de naturaleza. Y en esas bóvedas, cuando encuentra su forma primitiva y natural, comienza a sonar en el cuerpo de todos lo que desean dejarse ir en la feliz andanza de la muerte.