jueves, 5 de febrero de 2015

DE PROFUNDIS, desde el abismo y el límite. ¿Qué otra opción cabe en este meditar de la palabra? Quizás la brevedad que anticipa un silencio sonoro, la de Séneca, la de Valéry, quizás la de Nietzsche. Es una síntesis que expande sus silencios hacía las palabras para reedificarías, pues cada una de ellas son más de lo que el poeta dice. He ahí la dificultad de lo breve, pues esta estética nace natural. El poeta agarra dos o tres o cuatro términos que, en sus manos, arden y abrasan. Apenas puede establecer su contorno. Cuando el poeta coloca las palmas de sus manos hacia arriba, tan solo tiene marcas, signos, huellas de esa incandescencia misteriosa. 

Ayer hablábamos de lo natural que tan ausente queda en la poesía de estos años. Lo natural asociado a  una verdad en la palabra, una verdad innegable para el lector, a pesar de estar recubierta de impulsos estéticos variados y distintos. Ya lo decía Aristóteles, la verdad puede ser dicha de muchas maneras y todas ellas son válidas si son auténticas.  
La época contemporánea se ha llenado de escritores que no leen y de críticos que quieren serlo ensalzando las obras de los mediáticos. Realmente, ese ecosistema de vanidades es legión. A uno solo le queda contemplar con calma desde lejos, sin inmiscuirse en las algarabías y las capillas literarias. Hay quien escribe pensando en que lo va a leer X y va a decir Y; y otros ni siquiera se plantean eso, pues entregan sus obras al censor para que este pode y quede el trabajo limpio y expurgado de influencias tóxico-literarias. No hay más que abrir los últimos libros que han publicado premios literarios para advertir la decadencia y la estafa, sin más ni más. Pobre del que tenga a estos señores por referencia de creación, bienaventurados los ciegos en la luz.