martes, 6 de enero de 2015


LAS DIJO Sócrates estas palabras «El alfabeto generará olvido en las almas de quienes lo aprendan; éstos dejarán de ejercitar la memoria puesto que fijándose en el texto traerán las cosas a la mente no  más del interior de ellos mismos, sino de fuera, a través de signos  extraños: lo que tú has encontrado no es una receta para la memoria sino para reclamar a la mente». 

Existiera o no Sócrates, fuera ficción o realidad este aserto, el texto apuntala la cuestión palpitante de la palabra y la memoria. Es el principio capital de todo entendimiento del mundo. ¿Recordamos la cosa en sí o lo que decimos de ella? ¿Creamos definiendo esencia o lo que percibimos de ella? ¿Hasta qué grado de apariencia podemos aceptar cómo parte de verdad? Muchas de estas cuestiones van haciéndose cada vez más anchas, como el cauce de un río total que no puedo contener y que me arrastra y que silencia con el runrún del agua sobre mis ojos.  


Escribimos porque hemos leído y todo lo que lleguemos a firmar de la escritura es consecuencia de la lectura; es más, todo lo que alcancemos a decir con la palabra es consecuencia de la palabra. Por tanto, en las consideraciones de Sócrates el hombre se encuentra en un estado superficial, externo, poco propicio para entrar en la vulva de lo que creemos que existe más allá de las palabras. La lectura y la escritura se convierten, de este modo, en actos de fe poética que anhelan penetrar en otra realidad distinta a la que percibimos tan solo al escuchar el nombre. J.R.J. tanteó esta disyuntiva en un hermoso poema; Hölderlin, Rilke, san Juan de la Cruz hicieron lo propio. Es el territorio en que la poesía supera el mero decir para edificar otro discurso ligado la pensamiento. En este punto, la palabra debe impregnarse de la naturaleza musical para que el discurso abandone los paños y medidas convencionales y traten de desvelar.