lunes, 22 de diciembre de 2014

¿POR QUÉ este empeño de la música en la poesía y de la poesía con la música? Sencillamente, porque concibo que el origen perdido de la poesía (eso que desean nombrar los poetas verdaderos), en su más estricto sentido de lírica, debe entenderse en comunión con la música. Si de ella nos apartamos, estaremos mermando las posibilidades expresivas del sentido oculto para lo cotidiano que siempre debe emerger en la lectura de un poema. Con la música, con su cercanía en el momento de composición y también de lectura, la poesía supera su mensaje como forma de entender el mundo separada de los riesgos narrativos de la misma, esto es: personajes, acciones, consecuencias, móviles poisitivos, fuerzas antagonistas, final y conclusión.  Así las cosas, puede que el ritmo, la versificación, la rimas, los recovecos sonoros y semánticos de la poesía no sean sino rescoldos, reminiscencias de la música en la palabra. El ritmo en la poesía lamina todas sus posibilidades expresivas, desde los elementos fónicos hasta la armonía significativa. Hay tanto un ritmo de sonidos como un ritmo de pensamiento. 

En este sentido, existe un elemento diferenciador entre las composiciones actuales y las antiguas. Esa diferencia reside en la forma de ver, de entender el mundo y la realidad. Si ahora los poetas resumen su poesía con su mundo más cercano, en el que ellos creen estar tocando mágicamente la realidad que los circunda; la poesía de antaño, no toda obviamente, estaba movida por una manera de entender la realidad hacia lo prístino, primitivo, príncipe y totalizador de la misma. Eso, en ocasiones, lleva a la insuficiencia, al silencio absoluto.  

La música supera esta secuencia como forma de entendimiento y así lo entendían igualmente los filósofos antiguos, para los que el filósofo debía ser aeda al mismo tiempo: para mover los espíritu hay que saber conmover con la palabra en acción. 
Más tarde que pronto, la poesía fue desligándose de la música hasta quedar en ella misma como forma artística independiente y plena. El poeta se centraba en la palabra, pero se despegó de la forma de entendimiento que propone la palabra en confluencia con otras artes. Hasta el Renacimiento (en que incluyo el Barroco)  no se retomó este sentido prístino del verbo empapado en las formas y en las dimensiones de la polifonía a la que nunca llegará. Una nueva propuesta musicial surgió igualmente en estas décadas prodigiosas. Y, con el tiempo, el Romanticismo hizo lo propio en el afán de hacer perdurar lo griego, lo antiguo en el mundo moderno que había quedado a los pies del racionalismo válido para el devenir de la ciencia, pero fallido para la ciencia del espíritu. No es casual que, en este periodo, la música sufriera otro viraje fundamental.

No sé si estas cuestiones forman parte de las reflexiones de mis contemporáneos o si ni siquiera forma parte del entramado actual de poetas y escritores. Tengo para mí que cada vez que leo una entrevista o la escucho en la radio, los poetas hablan demasiado de ellos mismos, de lo que quisieron decir en ese poema, de lo que sucedió para escribirlo, de demostrar que han leído tal o cual libro y de esas palabras, esos versos. No enjuicio, ni mucho menos, nada más lejos de mi intención, y es posible que esté equivocado. Lo único en que no puedo estar de acuerdo es en mantenerme al margen cuando observo que tratan de devorar el cuerpo de poesía los caníbales que solo entienden de vanaglorias.