jueves, 14 de agosto de 2014

LA bruma y Cicerón acompañan el paisaje mediterráneo. Estaba releyendo la miniatura de Zweig sobre el excelso orador mientras que, cobijado en la terraza, observaba la penetración de la bruma sobre la silueta de África; más que penetración era un preciosa difuminación de la tierra en el mar, del mar en la tierra. ¿Qué es la amistad?, me pregunto. ¿Será acaso una deriva de la fidelidad? Los personajes que rodeaban a Cicerón terminaron, en su mayoría, respondiendo al ímpetu del egotismo. Sus seguidores más cercanos habían escuchado, casi memorizado sus discursos acerca del bien público, de la justicia, de la belleza de las acciones justas. Estos mismos individuos se habían llegado a emocionar con las palabras vertidas por Cicerón al orbe de lo público. Fueron los mismos que atendieron a sus confidencias, los mismos que evidenciaron la defensa de su vida, -como el propio Octavio-, los que finalmente recurrieron a la dádiva del poder en sus más infames siluetas. Estas traiciones personales se han sucedido a lo largo de la historia de los hombres, tanto en personajes cultos e ilustrados como en analfabetos integrales. La condición humana se sobrepone a las capas de cultura, a las propias lecturas, a la música, a la belleza misma de la tierra cuando el ser se convierte en único individuo, cuando el mortal descentra su esencia y la dirige tan sólo al placer de su propio yo, es decir, de su inexistencia, de su vacío. Todos llevamos un vacío extenso dentro de nosotros, sólo la armonía templada de la belleza, el bien y la justicia nos restituye y aún así, seguimos perpetrando destellos de mortalidad hasta que morimos. 

El individuo se hace débil cuando frecuenta los límites entre la individualidad y la concesión al otro. Si bien es cierto que la amistad es una virtud, mantenerla es todavía una constante concesión de nuestra propia vida. Así entendida, la amistad verdadera, en estos tiempos de extremas costumbres y de vacíos de valores humanos básicos es rayana a la heroicidad. 



Es la luz cambiante de estas aguas la que me conmociona sobremanera, la que deleita mis recuerdos en cada oleaje en Brindisi golpeando la enfrente ida muerte de Virgilio. Junto a Zweig, Dante. El de poeta italiano se ha convertido en una lugar de apariciones como lector. Leo sin orden, saltando de un espacio a otro, de un verso a otro, de una dimensión a otra. Es el libro de la conversión, el que da pasó de la oscuridad a la luz y viceversa. Cada vez que lo leo, hallo en él más reminiscencias cervantinas y

Ahora un barco cruza el mar en calma, es un barco pesquero cuyo ruido es muy familiar para uno. Los motores ya somnolientos de la máquina, las travesías de sus pescadores, la esencia del fruto que tanto admiro.