miércoles, 18 de junio de 2014

SUENA la obertura de Rienzi de Wagner. Tengo en las manos un libro. Leo. Mientras tanto, la trompeta despliega su llamada bélica, su llamada al encuentro con el destino. Releo el libro de Steiner La poesía del pensamiento y, a cada paso, a cada línea, el autor ofrece una lucidez inusual. Palmo a palmo, trato de aprender a no razonar con las palabras, de entender que la música es conocimiento sin sentido unívoco y que la palabra quizás es nota a pie de página, derivación, tangente de la razón, como estas mismas sucesiones y destellos que solo traslucen los marros de un individuo.
   
Platón denunciaba toda palabra, todo intento de someter la memoria a los plazos y los límites del verbo. Sin embargo, Platón reservaba un resquicio a la palabra nutricia, a la semilla inmortal que, de perenne, se hace uno en los otros sucesivamente, más allá de los individuos concretos.

Siento que soy una voz perdida y envilecida que tan solo sabe entonar la música de los otros. Y eso me desnuda y me provoca un estupor y una maravilla. Pues, siempre he deseado, cuando escribo, cuando leo, cuando soy, no ser nada, ser pluralidad, polifonía armonizada. La dulición del yo en el plural es una anhelo que la música puso por delante desde antiguo.


Tan solo me consuela aprender, aprender. Sin más ni más. Para tal fin, debe uno tener a las claras sus insuficiencias. Como Sócrates ante la muerte, aprender a tocar la flauta. ¿Para qué? No existe esa cuestión en el conocimiento humano, no hay para qué válido. Plantear sería errar en el comienzo de la búsqueda. Sócrates quiso, a lo mejor, aprender la difícil melodía de flauta en la noche para ir encontrándose con el lenguaje más allá del lenguaje. Termina Rienzi  y comienza Beethoven. El clarinete invade los ecos del sótano con los dedos rozando su cuerpo de ébano.