domingo, 29 de junio de 2014

AVENTADAS, las lecturas siempre llegan en una sucesión sin razones.  Leer es una fuerza activa que no subyuga a ninguna estética ni a ningún ideario predeterminado. Si es puro, el acto de leer es una revelación contra el devenir de la realidad, pues la incluye, la devora.  Es una acción sustancial, que lo barre todo, que se convierte en un movimiento tan complejo y diverso como el trazo minúsculo y repetido de las retinas. ¿Han observado a alguien leyendo? Pareciera que queda poseído por una pócima de ensueños, de fierabrás,
de no se sabe qué rarezas del alma. 

Por ejemplo, sin saber cómo, leo el libro de Vasari Las vidas. Escribo esto ya que me encontraba leyendo a Ovidio y acababa de releer Poética musical de Stravinsky al tiempo que sigo urdiendo algunos versos, pasajes, prosas. Estas relaciones secretas en las historias de las lecturas de cada individuo me parecen fascinantes, pues cada una podría establecer una idea de qué es leer. Leer es tan plural y único como cada individuo, pues, en cada uno, se encarna de una forma inamovible pero cambiante. Como una macroestructura sintáctica estas sucesiones de libros, para cada lector, conforman a la postre una imagen del mundo y una imagen de sí mismo. 


A finales del año ocho de nuestra era cristiana, cuando el poeta se encontraba en la isla de Elba,  el emperador Augusto dictó sentencia irrevocable para Ovidio. Quedaba expulsado  de Roma y relegado a la extrañeza bárbara de Tomos, actual Constanza, justamente en la costa rumana de Dobrucha, ribera occidental del Mar Negro. La última noche de Ovidio en Roma, junto a sus seres queridos  y más allegados, forma parte del imaginario colectivo. Sin embargo, las causas del destierro, de esta fulminante sentencia, siguen siendo un misterio para la filología y la historia de la cultura. 
Son muchas las posibles causas por las que esto sucedió; el propio poeta mantiene constantes referencias en Tristes y Pónticas ( "carmen et error") acerca de este origen, de la acción que desencadena todo. Tras leer no pocos aspectos sobre este asunto, llego a la conclusión general de que Ovidio se había convertido, como otros próceres de la cultura en siglos posteriores y anteriores, en un individuo ingobernable para Augusto. El reino de la belleza supone una península inexpugnable para quien no se inserta en el reino finito de lo bello.