sábado, 22 de febrero de 2014

LA acción es parecida. Se arroja uno al papel y comienza a escribir en el diario. Qué lo motiva ni siquiera lo sé, pero sí puedo asegurar que siempre es un afán de verdad y de belleza. Cosa distinta es que eso resulte con el cuerpo y la fragancia de la literatura y que no termine, como es habitual, en adefesio, incluso en una grotesca estampa sin más. Es cierto que la mayoría de las palabras son solo sombras, los ecos proyectados de la figura de quien las escribe. 

Escribir y pensar, pensar y escribir. El autor posee dos consciencias frente a la palabra. La primera consiste en leer el resultado y en confrontarlo con lo que antes había hecho. De esta reflexión casi todos los pensamientos son impuros, están cargados de vanidad y de falsedad. Para los autores que solo se vuelcan en este proceso, es crucial la importancia de un receptor concreto al que, sin quererlo, están escribiendo. La segunda es quizás la escritura verdadera. Es la efímera consciencia del estar escribiendo, estar componiendo, del gerundivo suceso de la creación, sin saber qué. El receptor no importa, lo que no quiere decir que la obra sea subjetividad al extremo, incomprensible,  y nada más. En este cauce la única claridad que percute en la mente del creador es la de la insuficiencia. ¿Insuficiencia de qué? A esta pregunta han tratado de responder las poéticas pero, por encima de ellas, la Filosofía. Qué habita las palabras. Pensar y escribir, escribir y pensar.