domingo, 6 de octubre de 2013

HEMOS acompasado, los tres, nuestros contagios y lo peor de todo es que uno se ve incapaz absoluto. Desde hace unos días, E. comenzó con malestares que se han ido expandiendo en ella misma y en nosotros. Ha sido una caída conjunta, una caja de música que suena impenitente con la misma melodía. 

La bailarina más pequeña es la que más nos preocupa. Nos miramos recelosos, con la sensación de no estar seguros y convencidos de que estamos respondiendo a las situaciones que se presentan.

Una gran turbación que se suma a la molicie que la fiebre y el virus provocó en uno desde hace unos días. Un derrumbe total, como no recuerdo nunca, me fulminó. En horizontal, traté de leer alguna página. Al hacerlo y, sobre todo, al desarrollarse todo tan confusamente entorné el rostro hacia un cuaderno que descansa en la mesa, junto a la cama, y escribí un adverbio.

Hoy he leído ese vocablo escrito con caligrafía de tembleque, acaso de senectud anticipada. Recordé todos esos libros que tanto me fascinan sobre lectores empedernidos y la atinada palabra que usó Boswell para declarar cómo leía el doctor Samuel Johnson. Con todo esto en la mollera y la mirada estacionada de turbio en turbio buscando el claro en el claro, estipulé la categoría leer febrículamente.  

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Porque los textos literarios que anidan en otros textos literarios me parecen una fascinación. En primer lugar, porque observo qué leen los autores predilectos; en segundo lugar, para aprender cómo dialogar con ellos, cómo establecer la polifonía textual negro sobre blanco.
Cervantes fue el escritor, en nuestra literatura,  que más abiertamente colocó las tripas de lo leído en los ojos de los lectores. Todo ello, obviando las antiquísimas tradiciones orientales e indias y el concepto de gran arraigo en occidente de imitatio. Creo que esa es una de las enajenaciones que sufre el lector de El Quijote, las capas de textos y de literatura a la que se enfrenta y que llegan a confundirlo con su mundo de referencia.
Así leo, así escribo. El posterior anhelo de encontrar en todo ello la voz propia (a sabiendas de que en este rasero en donde se encuentran los que perduran), lo que se llama, en ocasiones, el estilo, puede o no darse nunca. Pero no debe importar eso, no debe ejercer ninguna interferencia si lo que se ejecuta es noble y verdadero, pero sobre todo, fiel a la literatura y a la vida.
Siempre las glosas, las visitas a otros textos y, sobre todo, el ejercicio de la buena lectura, han alimentado a los autores de culto. Desde la antigua Grecia, Platón irradió una sentencia que luego recuperó el autor de marras. El lema que presentaba la torre en la que se recluyó mi admirado Montaigne presentaba la siguiente sentencia: "Que sais-je?".