martes, 17 de septiembre de 2013

ESCUCHABA por la radio a un escritor. Trataba de explicar qué había querido contar en su novela. Una historia por aquí, algunas anécdotas acullá y extravagancias más propias de dramón que de inventiva. El escritor ponía énfasis cuando argumentaba que su novela desentraña un cuadro de Rembrandt que se identifica con la rebelión y la heterodoxia. Mientras este hablaba y el locutor se limita a proferir preguntas sin sustancia alguna, pensaba en el detrimento de la literatura actual. 

No es un lugar común esto que escribo. Es una evidencia objetiva y demostrable. Poeta a poeta, poema a poema, escritor a escritor, novela a novela, podría uno ir cotejando la degradación de los que se piensan literatos.  

En este sentido, creo que una de las rémoras que ha apisonado la literatura contemporánea es el afán de contar -(sí, el verbo que escribí en cursiva hace unas líneas). Contar historia cada vez más enrevesadas, cada más más fantasiosas, cada vez más allegadas a guiones cinematográficos o a series de televisión. La misma piltrafa que los poetas que lucen sus composiciones que llaman discursivas y narrativas.  
Parece que no se terminan de enterar los escritores y los poetas de ahora que, en la literatura, todo esta dicho y nada está dicho, esto es, sobre los mismos temas, como con las mismas vocales y consonantes, se puede todavía hoy edificar desde la singularidad y la innovación. Para ello, el principio es la lectura y el conocimiento de los rudimentos literarios que tanto escasean en las obras de marras. Precisamente resortes que faltan en todo punto. No hay lectores entre los escritores. 

No quiero terminar esta nota sin declarar algo que tengo por certeza  inexorable. Las historias que presentan los poemas o las obras narrativas me importan muy poco, casi nada. Lo que no consiento es que un escritor no tenga reverencia por la lengua y el idioma. El cómo de la literatura es parte del qué de la literatura.