domingo, 9 de junio de 2013

ESTA mañana, cuando comencé a escribir en el diario, comenzaron las palabras a brotar en forma de poema.Trataba de expresar la confluencia de lo vivido en la razón del hombre. Deseaba con ello explorar el entendimiento del mundo como un todo sucedáneo e inabarcable. Una palabra, otra, ritmo, secuencias que iban surgiendo con la intención implícita no de expresar sino de crear para entender. Obviamente el resultado es nefasto, como de costumbre, pero poco me ha importado hoy esa fatalidad irrevocable. 

He logrado asumir, partiendo de la imposibilidad de alcanzar el ideal, que el poeta, el que lo sea de verdad, mantiene una relación profunda con las palabras. Y las palabras son las que nos hacen mortales; así que mantener un diálogo y una relación con la palabra es mantenerla con tu condición propia.

A veces, esta puja, se resume en la elección de un adjetivo, de un metro, de un encabalgamiento, por ejemplo. No me refiero a estos accidentes, dirijo mis apuntes a otra dimensión de la palabra como esencia. Por este motivo, a pesar de los poemas que no terminan en nada, siempre existe un aprendizaje silencioso y pesonal cuando se emprende la tarea de la creación o, al menos, de la intención de crear. Aun cuando no se consigue, aun cuando el demiurgo se siente ágrafo y estéril, hay en la consciencia una razón que contempla: los ecos y ls destellos de esa razón son suficientes.       

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La imagen muestra a Vladímir Chetkov apoyando el codo izquierdo en una mesa mientras sostiene su cabeza levemente. La mano derecha aparece sobre una pequeña libreta en una esquina de la mesa. Está inclinado hacia su izquierda con delicadeza, pues trata de ver, de leer, en mejor decir, lo que escribe su amigo, Lev Tolstói, con parsimonia, Tolstói está sentado en un sofá y su mano izquierda parece que marca un ritmo para la escritura en los cincos folios que pueden contarse. Pareciera que los dos están contemplando un milagro, en quietud, con solemnidad, una lección de anatomía del ser.