sábado, 30 de marzo de 2013

TIENE razón T.S. Eliot cuando afirma que en la lectura de poetas que escriben en otras lenguas puede uno llegar a comprender pequeñas virtudes de capital importancia. Es cierto que existe, en esta posmodernidad recalcitrante y de tan poca entidad intelectual, el afán de que los escritores deban manejar múltiples idiomas, ser guionistas de cine y televisión, fotógrafos, eruditos de realidades insignificantes, ser traductores y haber leído al último autor perdido de la República de Nomacanga; todo ello dejando a un lado a Virgilio, -por antiguo-, o al mismo Dante, -que ya ha sido leído, como suelen decir estos eruditos- o a Platón -que dicen superado-. Falta literatura en la literatura actual y, sobre todo, la consciencia de que en Occidente todavía están por leer los grandes autores de todas las disciplinas. Hay que leer, leer, ahora más que nunca, descabelladamente, contra la estulcticia y el vacío de las sociedades adocenadas.

La supremacía de la tecnología sobre la lectura silenciosa y el diálogo de café ha tenido unas consecuencias muy graves en la literatura naciente. En primer lugar, la falta de diálogo es la señal indiscutible de la falta de humildad. Quien no dialoga está sumido en un volcán de vanidades que no puede controlar. El diálogo es la entrega con la palabra al otro. Le ofrecemos lo que somos en las palabras dialogantes, en las que supuran necesidad de aprendizaje. Sucede, por contra, el silencio y los ensimismamientos, tan tristes e innecesarios para la literatura.   

Por otro lado, he visto cómo me decían a la cara que la poesía no era Dante, que la poesía no era J.R.J. o Rilke, sino los autores de la experiencia. Hasta escribirlo me provoca pudor. Incluso afirmaban que la poesía era metro, era medida y que los versos sin medida eran aguachirle. Me lo decían universitarios que se pensaban preparados para asentar, en las mentes plebeyas, qué es la literatura. Algunos de esos jóvenes siguen escribiendo y ganando premios literarios y expresando en el ámbito público su opinión. Los propios profesores de universidad pretenden enseñar poesía sin haber leído a Baudelaire o a Petrarca o tratan de explicar qué es la novela sin haber pasado sus retinas por Tolstói, por ejemplo. Escribo siempre a favor de la literaura, en defensa de la cultura ancestral de la palabra, no contra nadie ni nunga idea.

Por último, dejo para otra ocasión una reflexión somera sobre las relaciones entre literatura y otras disciplinas que tanto auge tienen actualmente. Creo, abiertamente, que el cine y las artes audiovisuales han empobrecido a los escritores, los ha reducido a meros aplicadores de técnicas superficiales, impersonales, dejadas al poderío de la técnica. Eso se nota en la falta de emoción y de misterio en las obras narrativas y poéticas, en la ausencia de la personalidad creadora. No basta con saber contar una historia o saber captar un instante a la manera del cine o de la fotografía, sino hacer nacer la emoción del arte. Hoy más que nunca hay que pronunciar ese término para resemantizarlo: la literatura es un arte. Nadie es artista de buenas a primeras, por mucha técnica o por mucho oficio que se posea. 
Todo es tan aséptico, todo está tan sometido a los ajustes de la técnica, que el escritor joven piensa que eso mismo es la creación literaria. No olvidemos que para saber qué somos y quiénes somos necesitamos ser otros, aprender de los otros para dejarnos a un lado y poder contarnos o convertirnos en poesía.         

Decía que Eliot nos abre un camino imprescindible: el del diálogo en silenco con otros autores. Esto supone el envés de todas estas modernas y pasajeras tendencias. Estos pasajes de entrega y entendimiento me resultan fundamentales en estas décadas en que cada uno se encierra con sus pretensiones sin admitir sus carencias, sin admitir magisterios de ningún pelaje. Me pronuncio ahora contra todo eso, contra la invasión de la egolatría y la vanidad en la literatura y reclamo la apertura al magisterio de los maestros antiguos, la lectura y relectura de los textos que han formado lo que somos, tanto en lo individual como en lo social e histróico.