martes, 23 de octubre de 2012

QUIÉN iba a decirme que pasarían unos años de actividad continuada y de que acumuluaría más de mil quinientos textos en un diario. Ha pasado más de un lustro desde que comencé a expresar -porque crear es otra cuestión- la vida y la literatura en un diario. Ese diario sigue siendo un trópico en que se cruzan la vida y la literatura y en el que, a fuerza de mixturas, todo va entrando en una confusión cíclica y enorme. Pareciera que me acerco a un umbral de piedra.

Cada cierto tiempo me invade la nostalgia de estar callado como si, en esa ciscunstancia, me hallara más pleno y fuera más riguroso con la fidelidad literaria. Aun así, no logro evitar que, tras la lectura de un pasaje verdadero o de un suceso en los días que llegue a turbarme, deba expresarlo por lo menudo en estas páginas recónditas. Porque bien visto y a pesar del mundo tecnológico, la soledad es la misma, la existencia social de estos textos es casi inexistente, aunque crean los vanidosos que tienen  seguidores, lectores, fieles. 
Nada de eso se encuentra en la literatura ni debería esperarse. Tan solo la pulsión profunda e inadvertida, desde su origen, por expresar, porque crear es otra cuestión. 

Sentía la necesidad de escribir unas líneas dedicadas a esto mismo que leo en casa junto a E. Ella se preguntará qué hizo que yo escribiera esos texto y que siguiera escribiéndolos junto a poemas, cada vez menos, y semblanzas o palabras eventuales sobre algunos autores admirados y queridos. Si he aprendido alguna cosa es que la lectura es igualmente un acto de fe, una fidelidad en la misma materia que debe azuzar al escritor. Es un territorio compartido y vivido casi de la misma manera, de forma complementaria y consustancial. 

Ser lector virtuoso, para la mayoría de los allegados al mundo literario, no es ninguna virtud, tan solo una condición necesaria para mostrarse en público o poder acudir a una capilla literaria de autoelogios y autoengaños. En esos cenáculos sí he callado siempre, siempre he estado en silencio casi absoluto. Y de ello me siento satisfecho, pues no volqué la palabra en vanidades ni en prebendas que detonaban falsas ilusiones.
El silencio como axioma de la voz más sonora y expandida. 
Vivir es respirar el mundo, situarse con su cuerpo en el centro junto al alma y, como decía, Séneca, buscar así la mortalidad. Quizás, desde la consciencia demediada de lo mortal, del estado de vigilia del mortal, pudiera uno advertir el eco de sus pasos en la tierra o de sus sílabas en el idioma.