domingo, 27 de mayo de 2012

LA realidad que nombra la poesía no puede ser eventual, aleatoria o pasajera. Hölderlin afirma que la poesía no se limita a nombrar los objetos cotidianos con el fin de convertirlos en algo más de lo que nunca serán, la poesía nombra al mundo mismo. 
Ya escribí, hace unos días, unas líneas en las que intentaba encontrar una razón para comprender que la realidad, en sí misma, no es nada, y que toda la carga conceptual reside en la palabras con las que se nombra. Así, puede escribirse un poema épico sobre el fútbol, pero jamás el fútbol contendrá lo épico en sí mismo ni lo transmitirá al resto de lectores. Puede escribirse un poema elegíaco sobre lavadoras y detergentes, pero jamás los detergentes ni las lavadoras serán trascendentales ni necesarios para encontrar lo ancestral, si es que alguna vez lo advertimos; antes al contrario, pasados los años, lo que fue un deslumbramiento para muchos, será una risotada para tantos otros. ¿Qué nos resultan, ahora, los poemas a los trenes, a las máquinas de escribir, a los primeros inventos? Meros juegos retóricos en los que el poeta deja ver su destreza, nada más.  

La propia tradición milenaria es el mejor ejemplo para cerciorarnos de la permanencia de los objetos nombrados y es que creo, con convicción y con los griegos, que en lo nombrado, en el objeto, reside parte de lo que se nombra. Con estos presupuestos, considero que el poeta debe realizar, antes que nada, una selección y un filtro de los temas que pretende acordar y armonizar en su voz, pues en ello, se va buena parte de la suerte última de lo poético. Lo poético posee parte de la materia que desconocemos y que permanecerá velada a los ojos para siempre. La poesía, como un misterio, debe referirse a realidades intuidas, de la que albergamos la consciencia iniciática de su infinitud. Como Leopardi, debemos asombrarnos de nuestra incapacidad para entender lo infinito y tenemos que reaccionar con acciones y palabras en la poético. las acciones y las palabras son la soledad y el silencio. Hoy, siglos después, los poemas que siguen persistiendo con su influencia son aquellos que anidan en los temas de lo humano, no en lo cotidiano que cada etapa el hombre ha vivido. 
   
Por tanto, si hay un verbo que testimonia la ejecución de la poesía es "fundar". La poesía es fundación de lo nuevo y permanente. Por este motivo se produce lo que Pound llamaba el voltaje, que no es más que la asistencia al nacimiento de una nueva realidad que acaba de ser nombrada para siempre. Para los griegos aletheía. Ese fenómeno del espíritu provoca una perplejidad en el poeta y en el lector avisado; provoca una comunión en lo que son; es la manera de comunicar a la especie lo que somos, no con un producto frugal, sino con un fruto perenne.  No es casual que, en su étimo, "fundar" contenga reminiscencias semánticas del mundo agrícolas relacionadas con la tierra, con el lugar en que uno se asienta. Así la poesía crea el fundamento de lo poético en cada voz que se atreve condescendiente a nombrar lo hondo (derivado de fundus) para siempre. Son versos prístinos para los que lo leen y los escriben, no meros sucedáneos de realidades efímeras e innecesarias para encontrar la consolación de la vida en la palabra.