lunes, 9 de abril de 2012


EL arranque de Vida, de Torres Villarroel, siempre me pareció un antídoto para situarnos a ras de tierra: “Mi vida, ni en su vida ni en su muerte, merece más honras ni más epitafios que el olvido y el silencio”. Esta declaración que principia el inicio de uno de los libros más singulares y olvidados al tiempo de nuestra literatura, siempre, repito, me ha despertado una satisfacción por estar leyendo lo que realmente pienso de la vida corriente y ordinaria. Es más, pensé en que mi epitafio podría estar escrito ya con estas mismas palabras del escritor salmantino. Silencio, olvido, marginalidad, no porque lo que nos rodee no merezca la pena, sino porque nosotros mismos significamos muy poco, casi nada, para el mundo. Eso es el desasosiego.
En efecto, Pessoa es el autor que concilio con Villarroel. Libro de desasosiego fue, hace unos años, un libro capital en la forja de una cosmovisión que todavía perdura para la vida y para la manera de entender la literatura: “la conciencia de la inconsciencia de la vida es el más antiguo impuesto de la inteligencia. Hay inteligencias inconscientes…brillos del espíritu, cadenas del entendimiento, voces y filosofía que tienen el mismo entendimiento que los reflejos corporales […]”. De un tiempo a esta parte, considero que la consciencia es una fuerza teleológica que lo imanta todo hacia el origen de los reflejos. Esos reflejos, en la virtud platónica, no son más que extravíos y desasosiegos continuos, pues a nada conducen y nada son en esencia, sin embargo, en el mundo contemporáneo, han sustituido a la virtud verdadera. Y no son pocos los aduladores y los corifeos de estas manifestaciones. Incluso hay quien, poseyendo la virtud ancestral del poeta, sucumbe estrépito ante estas zarandajas pasajeras.     

Más aún, Villarroel puede ser hermanado con Mario Levrero y su libro El discurso del vacío: “Hay un fluir, un ritmo una forma aparente vacía; el discurso podría tratar cualquier tema, cualquier imagen, cualquier pensamiento. Esa indiferencia es sospechosa; presiento que tras la apariencia de vacío hay muchas, demasiadas cosas.  Lo que me asusta es no poder huir de ese ritmo, de esa forma que fluye sin desvelar sus contenidos”. No es difícil caer en esa espiral, que señala Levrero, del ritmo y de la repetición y de la aparente forma que, sin remiendos, cae en un vacío del vacío, tanto en ética como en la estética. Para un escritor, el vacío es un subterfugio engañoso, pues nada sustancia ni encarna sus formas y, cuando no se tiene la consciencia a la que lama Pessoa, todo es vicio y perversión de lo uno y lo diverso. 

Me recordaron en Barcelona, no con poca sorpresa por mi parte, a Cioran. Del autor rumano me embelesan sus páginas de El libro de las quimeras, pues en ellas exalta la música como el único elemento que realmente no reconcilia con la naturaleza verdadera y originaria que habita en nosotros. No existe para Cioran, -y para mí con él-, otro método de vuelta y capacitación como la música. En Cioran, las musas y el caos se hacen uno: “quien no haya tenido la sensación de la desaparición del mundo, como realidad limitada, objetiva, separada, quien no haya tenido la sensación de absorber el mundo durante sus éxtasis musicales, sus trepidaciones y vibraciones, nunca entenderá el significado de esa vivencia en la que todo se reduce a una universalidad sonora, continua, ascensional, que evoluciona hacia lo alto en un placentero caos”. La música ordenando la materia que somos, la música extrayendo la esencia que portamos con el orden beneplácito de la armonía.

Borges, por último, cree que la palabra poética fue perdiendo su componente mágico, su balbuceo de mundo primitivo en que fondo y forma, como la música, era una misma cosa. Y si bien es cierto que él, en sus prólogos, venía a repetirnos esta idea de continuo, también es cierto que Borges era Borges cuando dejaba de serlo y que su palabra es su vida, su vacío, acaso la figuración ascensional de lo que atisbó a decir en armonía. No solo el argentino sino los grandes poetas de antaño, impregnaron la poesía de un halo épico que, en realidad, escondía las hazañas internas de la humanidad.