sábado, 18 de febrero de 2012


DIRÍA que la luz y el silencio no son dos motivos para la poesía, sino la sustancia de la poesía; que no son dos requisitos, sino que forman el paisaje interno que edifica la poesía; que estas dos cualidades, tan ajenas ,a veces, a lo humano, lo invaden todo, incluso lo más nimio y desapercibido. Y diría que la ausencia de paisaje natural en la poesía desde hace unos años es síntoma de su podredumbre, como sucede con el desprecio a Góngora y a otros poetas que han revitalizado el idioma y que han legado su aportación para que nosotros, lectores futuros, lo apreciemos. Esa vivificación de la poesía, que orillea en los límites del silencio y de la luz, es la que sucedió desde Grecia, pasó por el Renacimiento y concluyó en el Romanticismo. A partir de ese periodo, todo han sido figuraciones y tentáculos que no terminan de suceder, tentativas hacia lo yermo.  
No hay más que leer a los poetas que han permanecido más allá de sus días, a Virgilio o a Dante, a Rilke o Juan Ramón, Góngora o Lope o fray Luis, Garcilaso o San Juan, Unamuno, Machado, por ejemplo. Ellos son, en su palabra, el paisaje natural de lo humano, el paisaje de raigambre romántica que tanto molesta y perturba a los hombres de este tiempo, pero que sustrae lo sustancial de la poesía, ofrece lo cenital de la palabra. ¿Acaso no hemos leído a Goethe o a Hölderlin, a Novalis o a Leopardi, para darnos cuenta de nuestra miseria actual y para sentirnos parte de la corriente infinita solo cuando los leemos?

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AFIRMABA Schiller, en Erfurt, un 18 de septiembre de 1791: “la naturaleza nos dio sólo existencia; vida nos da el arte y plenitud la sabiduría”.
Existen dos poemas de Schiller, en Lírica de pensamiento, que mixturan la existencia, la vida y la plenitud. Uno se titula "A Goethe" y está compuesto por versos como el que sigue: 

“Tú, quien de la mentida coerción de las reglas/ 
a la verdad nos volviste y a la naturaleza” […]. 

El otro poema que tanto me agrada posee cuatro versos prodigiosos, que nos lleva a eso que el propio poeta llamaba "El favor del momento”:

[…]

“De el devenir originario
de la naturaleza eterna
un pensamiento luminoso
es lo divino en esta tierra”.

[…]  

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CUÁNTO disfruto con los novelistas que se olvidan de que son novelistas y se dedican, únicamente, a escribir. Es lo que sucede con El mago de Viena, de Sergio Pitol. Páginas, páginas repletas de literatura que brota incesantemente y que conducen al lector a un pacto iniciático del que es difícil soltarse. Este tipo de libro sacude al lector desde el primer momento y lo deja ensimismado, pues no hay principio ni fin en sus páginas, no hay tiempo narrado con las cortapisas de lo narrativo. Es literatura en libertad, narración que se dirige a lo sustancial de la palabra, pero que se vale de los recursos más necesarios para adecuarse a su cometido. 
El mago de viena es un prestidigitador literario, espera que el texto le llegue transmutado, límpido, espera que su voz individual alcance el eco coral del universo: “me debato con ese emisario de la realidad que es la forma. Uno, de eso soy consciente, no busca la forma, sino que se abre a ella, la espera, la acepta, la combate. Y entonces, siempre es la forma la que vence. Cuando eso no es así el texto tiene algo de podrido”. Y así lo siente el lector que asiste a este espectáculo de la naturaleza literaria.