jueves, 5 de enero de 2012


ZIBALDONE, de Leopardi y Cahiers, de Valéry, poseen la misma sustancia: pensamiento dinámico, diario de una mente. En uno y en otro, el pensamiento es el que dirige el devenir de las palabras y el que va configurando una estación total en movimiento. ¿Tienen, por ello, menos validez artística que una novela? No lo creo así; además sería difícil que una novela pudiera abarcar lo que se escribe en estos libros, como tampoco lo abordaría la poesía, por ejemplo. No existe en nuestra literatura ningún libro a la altura de estos que menciono. [Llaman a la puerta. El cartero. Por fin el libro de ensayos de A.C. Con él, Letras flamencas, de R.L.Gracias.]   
Bien pensado, este tipo de volúmenes quizás se perdió para siempre cuando llegó el siglo XX y se extinguió las voluntades universalista y enciclopedista para las letras. Porque, en cualquier caso, tanto en las palabras de Leopardi como en las de Valéry, lo que existe con evidencia es una pulsión de comprender el mundo vinculándolo a la palabra, como si hubieran sido fotógrafos que saben que la realidad solo permanece en esas hechuras por unos momentos -fugitivos, raudos, ágiles- y ya nunca más se pudieran transmutar y captar con la cámara.   
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CON Leonardo da Vinci el ser humano comprendió que comprender es crear. Comprender es un acto de creación que puede, incluso, estar compuesto con fines estéticos e intencionalidad artística. El ojo que ve no es el ojo que siente, es cierto, pero de la misma manera que comprender continuamente el universo que nos acoge no es distinto a crear. ¿Será un matiz de la creación o la condición indispensable para crear?

O, más bien, pudiéramos decir que, en los grandes autores, no hubo creación sin antes comprensión, pues toda obra artística sobresaliente sintetiza en ella misma una cosmovisión de lo que somos y entendemos. No es meramente el pensamiento trasvasado a la literatura sin más, como se piensa demasiadas veces. Así, cuando el lector se encuentra leyendo este tipo de páginas, halla en ellas una placidez, un cauce en que desplegarse, una armonía amplia y hermosa que lo sobrecoge y por la que discurre sintiéndose vivido.
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HAY peligrosos allegados a la literatura que están interesados por la pequeña reputación que pudiera otorgarle el participar de ella. Ocurre con mucha frecuencia en los últimos años; pequeños demiurgos instigados por su vanidad o su prepotencia o por su ego, comienzan a encender aquí y allí antorchas para beneficiarse de los demás. Sin embargo, qué claridad otorga la literatura en estos aspectos, con qué clarividencia atisba uno que a un señor lo que le importa de la literatura es todo menos ella misma.
A estos ahogados por sus pretensiones alejadas de lo literario, que comienzan a almendrar sus discursos de vacuas sentencias, de porcentajes de ventas, de premios y publicaciones peregrinas, de mediocres mensajes a escritores que creen importantes, de amistades únicamente establecidas por otros fines que no son, en nada, literarios [y que son, como este párrafo que estoy terminando, digresión y complementación redundante] , deberá decirles el Balzac de nuestra época: “gracias por esta comedia humana”.