martes, 6 de diciembre de 2011


El “Cuaderno de Leonardo” va entrando en un tiempo de receso y cadencia. La escritura va tomando un ritmo más lento, con más pausa, amparado, sobre todo, por la revisión del magma primigenio. En ocasiones, vuelve a aparecer esa pulsión original, que retoma las pujanzas anteriores y los poemas se muestran como piedras calizas que pueden sopesarse o ser lanzadas al viento para que desaparezcan y se destruyan.       
Puede ser que esa primera  confabulación de la poesía no termine siendo nada más que humo o puede que haya dejado un puñado de poemas que delimiten una estancia del ser. Pienso que cada libro de poesía es un tramo del individuo que va hurdiéndola y que aspira a encontrar el ritmo interno de la humanidad, la palabra inefable, el estado en que nombra desde lo perenne, desde lo que no le pertenece como mortal.
Cada libro de poemas es un avance,  una escala, pero también puede ocurrir que se convierta en un retroceso que nos lleve a una pérdida del sendero que jamás volveremos a encontrar. Cada libro es un comienzo, un génesis. La transformación del poeta se produce en silencio, dentro de él, sin poder mostrarlo más que en el poema.  

Rilke paseaba por un sendero que bordeaba un acantilado cerca del Castillo de Duino. Cuando estuve recorriendo ese sendero, en Trieste,  pude comprobar que desde él jamás se pierde la vista a la figura en el horizonte del Castillo. Sabía Rilke que, aunque ese sendero lo condujera (como ocurrió tantas veces) a una exploración del ser muy profunda, jamás perdería de su consciencia la luz velada de la poesía. La poesía era ese mismo Castillo figurando, en el horizonte, la permanencia y la transformación.  
Así, interpreto que, aunque las Elegías del Duino nos conduzcan a una realidad nombrada que nunca antes habíamos contemplado en nuestro ser, tenemos la lentitud adquirida, a través de su palabra, de la verdadera estación en el centro indudable. No hay duda de que brota la poesía a pesar de la complejidad inicial de sus poemas. Quiero decir que, la complejidad se vence con la penetración y la armonización que el lector procura con el texto que lee. Algo muy parecido a la cábala, a los textos védicos y sánscritos que utilizaban la palabra como un salmo salvífico en que debemos acoplarnos. La poesía en la voz es una forma musical de respirar, como dice el poeta Antonio Colinas, "lento respira el mundo en mi respiración".      

El poema es un ente orgánico y en él ninguna de sus partes puede darse por añadidura. Son esenciales todos sus versos, todas sus palabras, todos los elementos verbales que lo configuran, así como el territorio semántico que va construyéndose en el tiempo de la lectura.  Si quitáramos un verso al leer el poema, este debería caer en desarmonía; si eliminamos un adjetivo, el poema debería mostrar su insuficiencia. Porque la poesía es palabra pensada,  procede de un torrente incontrolado, pero es sopesada, medida, para que encaje como lo hacen los adobes en una catedral, para que forme parte de un todo armónico que no puede desprenderse de ninguno de sus elementos, como una partitura que no puede ser, definitivamente, si le vituperamos un tranco armónico. Un Uno en el Todo, un Todo formado que brota de un Uno.  ¿Por qué no en la poesía?       

Paul Valéry dejó escrito en sus Cahiers que la calidad del escritor se mide en la medida en que el escritor mantiene su relación personal con la palabra.  Y la palabra es el ser. Y el ser siempre será un enigma más allá de cualquier verso, de cualquier poema, de cualquier  idea que deberá mantenernos siempre en la búsqueda continua de su discurso más exacto: el claro meditar de las encinas, el discurso bello de la transparencia.