lunes, 19 de septiembre de 2011


DESPUÉS de la charla de hoy con unos compañeros que realizan su trabajo en un estatus de relumbrón, en ciudades de ensueño y con todas las comodidades que alguien quiera tener para sí me siento a escribir como un desheredado de todo, lo primero de mi vida. Después de escuchar los grandes proyectos que tienen en cartera, me pregunto qué valen todas estas palabras al lado de tanta exuberancia, qué valen estas migajas, estas minucias de mesa-camilla. 
Se queda uno pintiparado y con la conciencia desvencijada, pues junto a los logros de los demás se siente uno minúsculo y no porque ansíe o desee lo ajeno, sino porque lo suyo parece que no apunta a esa notable realización individual. Qué importa que uno escriba poemas o complete un diario, a dónde conduce tanta palabra, dónde se sitúa el centro de todas las reflexiones, qué las imanta y qué las condena a no poder ser de otra forma y no dejar de brotar como lo hacen ahora, asustadas, acorraladas, aminoradas a huellas de gaviota pasajera. Hoy he sido más yo que nunca entre tanta dictadura de ególatras, pero lo he sido despojado, limpio, sin ser notado, transparente. 

***
ANDALUCÍA es la tierra en que las alegrías se cantan por soleares. Por este motivo, cuando termino de escuchar el cante de un jerezano, de Juan Moneo, “El Torta”, me quedo prendado por uno de los versos que ha esculpido en el aire el cantaor: “La noche es más larga que la muerte”. Este acordeón semántico, unido a la excepcional voz del cantaor, me ha dirigido hacia donde nunca antes lo había hecho otro flamenco. Al cabo de unos minutos, escucho con atención una entrevista al susodicho y vuelvo a quedarme anonadado por las declaraciones: “Yo no sé cantar, esa es la única certeza que tengo”. Esta lección repentina me ha calado lo suficiente como para comprobar que el arte, en ocasiones, necesita del oxígeno de la naturalidad, necesita sacudirse el ropaje que, por cierto, JRJ creía que iba envejeciendo la obra artística. ha sido todo como en esa ocasión en que comencé a leer los cancioneros y vislumbré, en no pocos versos, como la sensibilidad  popular se había infiltrado en la cosmovisión de los cortesanos y posteriormente, en grandes composiciones como las de Garcilaso o mi admirado San Juan.