miércoles, 15 de junio de 2011

Debería existir un juicio ético que operara en lo interno del hombre sobre lo indigno. Un juicio que lo inhabilitara por siempre para aquello en lo que uno ha caído en falta; que lo inhabilitara aun sin saber las razones ni el origen de esa incapacidad. Y debería ser esa tortura, esa conciencia de no saber qué hacer con lo que no se sabe, un pájaro que viniera a comernos a diario el hígado.

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Una de las escasas diferencias que existe entre escribir en un ordenador y en un cuaderno (el cuaderno siempre) es la tachadura, el borrón, la corrección que en uno existe de continuo y en otro no se deja notar. En ese sentido, un cuaderno es más favorable para escribir un diario, pues que son estas palabras si no tachaduras y borrones, vueltas a lo pronunciado, párrafos que terminan por desboronarse en el discurso de la vida. Por este motivo, en más de una ocasión, he querido escribir en este diario algunos borrones, algunas líneas que surgieron demasiado inexactas. Pero me es imposible, porque la blancura que se palpa en el cuaderno en papel permite desvirgar y pronunciarse sobre las erratas. Aquí solo cabe presentarse como un hacedor desbocado que parece certero cuando es errante.


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Me pasó con el poeta L.R. y también con el poeta A.C. Leí sus primeros versos y los últimos: la poesía en un crisol. No hay más que abrir un libro, cualquiera, de L.R. y leer el primer verso; y continuar leyendo solo los primeros y los últimos versos de todos los poemas. O quizás ir al índice de la poesía completa de A.C. y leerlo todo de continuo, porque es continua la estancia de la poesía en estos autores. Jamás la abandonaron ni arrojaron sus dones a famas ni prebendas de suicidas.

Con uno, se puede penetrar en Garcilaso, Diego de Silva o Unamuno como nunca antes se había producido; con otro, hasta Bach, la noche y los pájaros vuelan alrededor del silencio. Es un mundo contemplativo en lo dinámico, estática mudez de lo vivido.


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Las más de las veces la virtud está en la renuncia.


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...los girasoles en los montes, esa era la imagen, esa luz vespertina que arraiga entre los trigales de las lomas. La música, los ensoñados paseos por el parque. A pesar de ese recuerdo, noté su presencia. Escuché cómo escribía sobre el cuaderno abierto, sin errores inoportunos, siempre un cuaderno abierto sobre la mesa. Me había visitado en mi memoria sola, los dos; escribía con meditada pausa, mas no pude contemplar su rostro. Ahora tengo una línea, un mensaje ilegible, un principio hacia no sé qué abismo de mí que prenderá todo lo que soy.

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