domingo, 8 de mayo de 2011

Que unas páginas en prosa queden zumbando en el recuerdo como una música es lo mejor que le puede ocurrir a una novela, y es eso lo que le sucede al lector de las obras de Javier Marías. Hay una música hipnótica, que llega a alcanzar la habilidad de mantener en vilo al lector en todas sus encrucijadas y renuncios. Sea cual sea el tema o el asunto que aborde el novelista, hay una impronta en su manera de escribir que asimila lo mejor y lo nuevo de cada lengua que conoce. Y esto no es casual en las obras de Marías, como tampoco lo son esas líneas en inglés o francés que trufan Los enamoramientos y que provienen de Balzac y de Shakespeare. Es este uno de los motivos por los que esta obra me ha resultado sobresaliente, porque el autor ha escogido tres presencias que percuten en cada página, que asoman con guiños y reminiscencias, con ecos que identifican páginas universales. Esta novela, además, es la obra de un novelista inteligente, que no ha querido hacer concesiones después de escribir la monumental Tu rostro mañana, antes al contrario, Los enamoramientos prosigue la línea feliz de la trilogía añadiendo algunos aspectos novedosos en su narrativa, circunstancia que extiende sus cualidades hacia otros derroteros antes no explorados, pero salvados aquí con solvencia y magisterio. Hay párrafos memorables, de los que recuerda lo mejor de Corazón tan blanco, Mañana en la batalla piensa en mí o Negra espalda del tiempo o Tu rostro mañana y, sobre todo, páginas que se dedican, por fin, a una introspección metaliteraria que entronca no con lo que escribió hace años, sino con una tradición clásica y ejemplar, la de Cervantes, Blazac o Shakespeare. Incluso diría que más que metaliteraria es metalingüística, pues lo que pone en solfa no es solo la capacidad y los límites de la ficción, sino de la lengua misma como vértebra de la ficción o del tiempo o de la memoria o del olvido

Cuánta música en sus capítulos que arrancan siempre a la manera de Bernhard, convocando al lector a un festín de la sintaxis y, por ende, del discurso narrativo. Las continuas reflexiones, las concesivas que se van sumando sin aglomeración, las disyuntivas y los tiempos subjuntivos manejados como un prestidigitador que ensarta e hilvana los remiendos de lo que la realidad misma no puede poner en un discurso netamente claro. He aquí un novelista admirado, un escritor admirado.

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