lunes, 2 de mayo de 2011

Había pensado dejar el cuaderno abierto sobre la mesa y, cada vez que pasara cerca de él, escribir algo, por ejemplo, esto mismo que lees ahora. Dejarlo como un espejo que fuese conteniendo lo que nuestros actos fueran hilvanando a su alrededor, como un cúmulo de apuntes al natural, vespertinos, inconscientes.

La condición fundamental es no prestarle atención, vivir como si nunca antes uno hubiera escrito nada rescatado de la vida, como si lo sucedido hubiera pertenecido a un sueño, a sabiendas de que los sueños lo igualan todo y de que el presente se estira y reconcilia demasiadas veces con lo anterior y lo futurible. Un cuaderno abierto que especule entre lo que sucedió y lo que sucede, con lo que será venido y con lo que quizás pudo haber acontecido. ¿No es esa, propiamente, la memoria?, me pregunto antes de arrumbarlo entre una montaña de libros y dejarlo confuso, como confusa aparece esta vida que me somete a escribir con yo que ni siquiera reconozco.

Cada vez más va creyendo uno en el misterio de la literatura. Puede un gran conocedor de lo literario utilizar un recurso u otro, puede incluso conocer todas las retóricas publicadas e incluso haber leído decenas o miles de libros, pero, cuando comienza a escribir, puede que nunca escriba lo que la literatura exige. Nunca como un muro insalvable, que lo condena a su ventura verdadera. Porque el misterio es como una presencia connatural, instintiva, que el escritor va modelando con los años y reconduciendo con la fuerza de su inteligencia. Es pasajera, sucedánea, puede que nos habite por unos instantes y nos abandone para siempre.

Hay márgenes de la creación que no se subyugan a ninguna disciplina, que llegan dadas, como el talento, y que llegan con una naturalidad que, si no es vivida, quedan en artificio.

Es eso lo que noto en la mayoría de libros que leo: el misterio está forzado. La literatura es una traicionera sentencia para el escritor, porque ella anuda lo que de misterio y genial posee uno. Pero ese nudo puede ser para la propia horca. Y el lector debe ser inexorable con lo que aspira a ser y no puedo serlo.

Por este motivo, quería dejar a solas las páginas, quería dejar a escondidas el soporte en que cada día sostengo este discurso insomne, pero ya necesario, dejarme a solas a mí mismo, desprenderme del artificio. El yo es un artificio innecesario.

La grafomanía no debe confundirse con la intensidad ya que la intensidad no entiende de cantidades, es una cualidad del alma. Hay poetas que quieren utilizar la originalidad para destacar en el plantel. Otros desean imitar a los poetas más queridos. Ni los unos ni los otros encontrarán su ser. El misterio es individual, absolutamente solitario, silencioso, en cadencia perpetua y solo él decide por el que se atreve a comenzar un poema. Si no sale a nuestro encuentro, es decir, si nosotros mismos no salimos a nuestro encuentro, nada de ellos se producirá.

Es exactamente lo que escribe Ramón Gaya en El silencio del arte: “Un arte desesperado es un contrasentido. […] El arte parece llegar de muy lejos, pasar por el hombre, luego desprenderse, deshacerse del hombre como de una corteza, y seguir. […] Una gran obra de arte no es nunca una conclusión, como se compromete a serlo una obra científica o filosófica, sino un principio que escapa, que huye, que se liberta.[...] El creador no aspira a la palabra, es decir, al arte, a la obra, sino al silencio; claro que a un silencio vivo, a un silencio de vida, no de muerte, ni siquiera mudo, sino comunicante. El arte no es vestir, sino desnudar."

Había dejado el cuaderno abierto, sobre la mesa, pero he decidido cerrarlo, cercenar su blancura para que se hospede en el silencio desnudo y comunicante al que todo artista debiera pertenecer.

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