martes, 31 de mayo de 2011

Soy una congregación. Un pasaje que ha perdido su obra, que está en busca de una armonía que lo sobrecoja. En tránsito, como estaré siempre. Es la filosofía del límite entre el ser y el estarse. Es la distancia existente entre las ideas y las formas: un simulacro vivo, pero especular. En las fronteras del límite, que es la palabra, asoma lo indeterminado, territorio de lo fértil.


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Si la composición musical debe erigir un templo en el oído, la poética debe ser su habitante.


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Una de las mejores definiciones de poesía que he leído jamás está en las anotaciones sueltas al final de Bouvard y Pècuchet, de Flaubert, obra que va haciéndose, cada vez, más determinante en mi experiencia: “es completamente inútil. Pasada de moda”. Si tenemos en cuenta el contexto literario en que está escrita esta sentencia, el lector no puede más que maravillarse con esta paradoja. Por supuesto, no dejará de reír cuando lea lo que escriben sobre Poeta: “Soñador y lelo”.


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Beauty crowds me till I die

Beauty mercy have one me

But if I expire today

Let it be in sight of thee-

Esta declaración de Emily Dickinson equivale a toda una teoría estética. Consiste en atender a lo fugitivo y a la conciencia de lo efímero. Hay en l efímero una constante que debe extraerse en el periplo de una vida, esto es, en poco tiempo. No cabe renuncias ni tentativas. Se atrapa o se deja para siempre. Huelga decir que quien la traiciona dejará de ser por siempre en el reino de la belleza y su visión será ensueño borroso y malversado. No hay condescendencia en la claridad y si una obra no pertenece a ella el poeta no podrá observarla ni enjuiciarla. Solo la luz provoca la ceguera de la lucidez.


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Clasificación de un día:

Café templado y zumo de naranja.

Poema en la cocina.

Dickinson.

Flaubert (en la mente).

Biblioteca

Eugenio Trías

Flaubert (en el libro)

Cervantes

Luz en la transparencia

Palabras para los amigos

Digresiones y transiciones de nada

Prensa del día

Evidencia de mi ingravidez

El amor

El amor

lunes, 30 de mayo de 2011

El libro sobre Dante se ha convertido en un tríptico que versará sobre Dante, Rilke y J.R.J., con estaciones en san Juan, Garcilaso y T.S.Eliot, por ejemplo.

Hace unos días estuve en Cádiz. Volver a esa ciudad es encresparse en la letanía del levante, haya este saltado o se encuentre rezagado entre la luz insólita de aquella tierra húmeda. Cádiz se ha convertido para mí en un lugar de llegada, y no todas las ciudades se pueden convertir en un enigma de la llegada. Porque cuando uno lega siempre a una ciudad como si fuera la primea vez no puede más que dilucidar que está ante un enigma.

Ahora que reordeno algunas partes de la biblioteca he visto con claridad que su destino es el desorden. Tal como la vida, en un desdén continuo debido a la confusión y a lo azaresco, los libros van terminando donde nunca antes habían pretendido descansar. Como uno. Un libro de Stendhal, por ejemplo, sobre sus viajes a Italia, lo he visto junto a un libro del viejo Tólstoi: esa imagen me ha emocionado. Otros tantos de poesía alemana han saboreado la prosa de Mann o los sones filosóficos de Stravinsky.

Decidí eliminar los tres asteriscos que ejerce de linde entre cada texto. Le he dado descanso a su labor pragmática y comunicativa, porque quería que, estos textos ya antiguos, fueran mostrándose como la música de Satie. Para reflejar esa música, sobre todo de piano, Satie supo que debía recurrir a los griegos. Así fue como su vida encontró la genialidad. Allí, en París, me fotografié junto a la casa en Montmartre en que había vivido por unos años y en donde había fornicado no pocas veces con alguna prostituta de los burdeles cercanos. Allí mismo hay un cementerio hipnótico sobre el que he escrito muchas veces mas sin mencionarlo.

Otro volumen singular asoma como no lo ha hecho nunca. Las tragedias, de Eurípides, Sueños, de Petrarca o Las mil y una noches en la traducción mítica de Cansinos Assens. Todos parecen renovados a pesar de haber convivido con uno durante muchos años y es por eso por lo que creo que, en la vida de uno, hay que rescatar ciertas imágenes enquistadas en la memoria con la intención de darles brillo y canto y así poder observarlas en la cercanía y no con la renuncia y el olvido de los lomos descolocados.

Los escritores de hoy, amigo, los de hoy, aun sin ser escritores, son lábiles presencias como insustanciales son sus obras. No puede trabajar con la palabra sin haber tenido la experiencia continua del yo, de la metamorfosis y la renovación órfica. Ser uno y ser todos. Vivir en las espaldas de quien creemos ser y sostenernos meditabundos sobre los verbos en infinitivos y las palabras en mayúsculas. No hay maestros modernos,solo algún adelantado guía. No puede uno mirar a los que están vivos, porque puede terminar muerto sin darse cuenta. Hay que volver la mirada al mundo antiguo con la savia de lo moderno. No hay escritores antiguos y escritores modernos, solo lectores con talento o lectores, únicamente, lectores, y ya es mucho para algunos.

viernes, 27 de mayo de 2011

Me he visto envuelto de nuevo en una de esas circunstancias que resuelvo sin inteligencia o quizás sin la soltura con la que debiera. Resulta que alguien que ha leído el libro de poemas me pregunta sobre el libro, sobre todo porque quiere tener alguna referencia de mis pretensiones. De qué vertiente me considero afín, qué poeta, qué libros. Gracias a la intrépida participación de R., que actuó como escudero quijotesco disipando la realidad, pude salvar la situación de la forma que considero más ingeniosa: sin contestar.

No lo pienso así porque sea esta la forma más elegante o razonable, sino porque considero que es la única. No puedo contenerme en esas situaciones en la que me enfrento con lo más profundo o con la esencia a la que nunca he querido profanar. Hablar de la poesía es un elemento de envergadura, no cabe respuestas precipitadas o maleables, frutos del momento, intrascendentes respuestas. Se habla de poesía cuando se habla de la vida y de la muerte y no todos pueden decir la muerte entre las sílabas. No puede uno resumir sus lecturas o sus preferencias, -que han llevado años, pensamiento, reflexión- en un par de frases más menos entendibles. No puede uno resumir un libro de poemas apuntando aquí o acullá sin más miramientos que el de hacerse el interesante o simplemente guiado por los caballos de la vanidad.

Me siento menos yo que nunca con esas preguntas y por ese motivo soy incapaz de contestar, por ejemplo, que el yo que las escribió es una creación estética que nada me interesa, pero esa respuestas hubiera querido de otra explicación y de otra añadidura. No hay nada que más me repudie que un poeta que se llama a sí mismo puro, realista o heredero de la vertiente X, porque los poetas verdaderos solo saben sentarse en el centro del bosque a respirar, solos, haciendo de la respiración la lenta presencia del mundo, haciendo de la materia invisible la luz cegadora, provocando la fusión de lo externo en lo interno sin palabras.

El poeta que conoce, medita y pertenece al silencio; el que ha conocido, es el que habla, pero ya es pasajera presencia sin sustancia.


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El poeta es la casa de la presencia. Entendido como una sinécdoque de la poesía, como una acción en que la palabra y la esencia poética se conducen al unísono. El poeta es un estado de acuerdos que no tienen por qué mantenerse fijos durante mucho tiempo, pero que debe dejar testimonio de esa mixtura. No está en busca el poeta de la palabra justa: la palabra justa ya lo habitaba. Solo es un desvelo, una edificación interna que ya existía, como existe el principio aun sin conocerlo. El poema es el lugar de revelación de la poesía, una concreción motivada por una figura intermedia que debe ser y estarse entre estas dos realidades, en la aproximación. El poeta transfiere a la lengua, que es una generalidad, el matiz de la reserva y la usurpación. El poema queda aislado del resto de las palabras, pero también en ellas se revela con una fuerza que nunca antes había poseído. sus límites son inagotables.No se nombra con más plenitud más que cuando se hace en la poesía. En el poema, forma y sustancia se entrelazan y se confunden.

jueves, 26 de mayo de 2011

Siempre están ahí y a veces su olvido se debe a su evidencia. Los presocráticos, fuego de luz, han alumbrado no pocas tardes de iniciación. Veo en la noche un refugio, una alborada. Ahora, que abro la poesía completa de A.C., me hospedo en la noche más allá de la noche. Respiración, imitación del cosmos en las arterias.


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En una vida, las personas con valor y realmente humanas que pueden conocerse son pocas. Seres extraordinarios, casi ninguno. Por este motivo, cuando tengo la certeza de que estoy ante un personaje extraordinario y que, además, cuento con su aprecio, no puedo más que resistir el estupor que crece incandescente. Lo escribo en este diario, en el diario, quizás en el único diario en que jamás escribiré, en el lugar más puro e inocente de mí mismo.


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Contra la estulticia levanto esta palabra, contra el bullicio y el discurso huero. Contra la necedad se edifica la poesía, porque ella es luz misma y distancia del ser, pues ella lo revoca a su esencia. Contra la vida vivo, porque la vida fue raptada.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Hasard objectif. Cuando tomo conciencia del azar objetivo me quedo muy trastocado, podría decirse enmimismado. Hoy ha sucedido, de nuevo, cuando pude dialogar con un amigo sobre libros y delirios, porque si dos terminan señalando el azar objetivo es toda palabra fervor de la poesía. Cuando acabé de conversar, me senté en el sofá y comencé a comprobar si tenía alguna marca en la piel (aparte de la que me acompaña de continuo), alguna extrañeza en la mirada o si el olfato se había trastocado. Alguna vez, después de este ejercicio de sincronicidad, como decía Jung, mi olfato contuvo, por unas horas, unas propiedades extraordinarias. Incluso el oído se agudizó y se despertó en mí la capacidad de escuchar más allá de lo que es audible. Por último, el Tao. Es el único libro que se puede leer con el azar objetivo inoculado. Lo que el individuo desea y lo que el mundo le ofrece.


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Luz angosta. Cielo de ciprés. Aire sobre las ramas. El pájaro entona sus elegías. Yuxtaposición del mundo en la retinas. Todo proviene de un orden, quizás el agua que golpea en los canales. Te tengo ciudad sometida a la razón de la belleza y es eso cúpula y guerra de lo justo.

martes, 24 de mayo de 2011

El domingo fuimos al cine y allí nos encontramos con J.C.P y su señora. Acabábamos de ver todos la última película de Woody Allen, Midnight in Paris, y decidimos salir (o no lo decidimos nunca y el azar brotó y se expandió sin causa aparente) para que un coche nos recogiera a la salida y nos llevara a un cabaret donde tocaba Cole Porter. Después de una noche de idilios literarios, en que no faltaron Hemingway, Fitzgerald o Gertrude Stein y tras tomar no pocas compas de champán, decidimos que lo mejor sería terminar en Polidor, quizás para ser testigos del excelente paladar de los literatos del momento o para comernos un “castillo sangriento”, “un château saignant, como el comensal gordo que inicia 62 modelo para armar, de Cortázar, en la mesa del fondo, de frente al gran espejo que duplicaba precariamente la desteñida desolación de la sala. Por supuesto, con una botella de Sylvaner.

Desde entonces llevo pensando en las claves de la película, que son las mismas que las de aquella noche. La noche es siempre respiración y procedencia. Porque, a pesar de su aparente sencillez y de que recurra su director de nuevo a sus obsesiones (música excelente, fotografía de la ciudad genial, religión, sexo, fidelidad) ha logrado con ella algo que hasta entonces no había percibido. Toda la película está rodada con los efectos de la metáfora, embadurnada en ella como una veladura que se impregna lentamente y que lo pervierte todo incluso lo más razonable, lo más peregrino. Como queda el castillo, sangriento de metáfora.

Eso pensaba cuando, en la sala del cine, un señor se sentó a nuestro lado y dijo llamarse Eliot. Fumaba y sus gafas lo delataban como un ser extraordinariamente sensible. Reía en cada escena y afirmaba con la cabeza a pesar de que la música de Porter parecía importarle más bien poco. Los actores que encarnaban a los escritores hacían guiños y gestos cómplices con los que estábamos visionando la película y se atrevían (sí, lo hicieron, la fábula, la ficción) a corregir el guión y las escenas y el decorado. La misma Gertrude Stein me dio un beso, un beso en la mejilla con una gran potencia mientras yo le leía unos versos de Una aproximación al desconcierto interpretando a un ser furibundo y perplejo. Hoy, después de verla, y en aquel momento al pensarla, también yo fui metáfora. No dejo de recordar escenas y de reflexionar sobre la tentación del hombre de huir de su presente para instalarse en un tiempo fuera del tiempo. Sucede con estas líneas diarias que parecen escritas por sucedáneos de mí mismo y que hoy quisieran haber sido el personaje de una película que, mediante su imaginación y sus deseos, vive y sufre la fantasía más hermosa del mundo. Esta noche volveré a esperar, en las escalinatas de la alameda, el paso de los sueños y las nostalgias que hacen mejor esta cada vez más pobre vida de 2011.

Y la cave de todo, París… que no se acaba nunca. Las avenidas colmadas de la magia de la ciudad en que la luz es piedra y en que el decir del río es sonoroso. De nuevo la ciudad danzante, la ciudad de las plazas con café de amanecida y tristes discursos del ser. La ciudad en la que empezó este sueño de convertirse en escritor y en grafómano, en decir de lo oculto sus propiedades.

domingo, 22 de mayo de 2011

Quizás pertenezco a otro momento y por eso lo que hacen los jóvenes (y se supone que pertenezco a ese grupo o a esa franja tan mencionada) no me interesa. La virtud está solo en los antiguos, como en la literatura, en los antiguos que siempre son modernos.

sábado, 21 de mayo de 2011

Borges no dejó de recordar en diversas páginas las propiedades del verso de Virgilio: “ibant oscuri sola sub nocte per umbram”, como ejemplo de mucho más que una hipálage bien construida. Habla el argentino de la perfección con la que estaba creado el verso, porque era capaz de resumir qué es la literatura y cómo debe estar escrita. Teoría y dicción del fenómeno. Así, este verso es para Borges la litertura en sí, pues en él se dan todas las condiciones de los literario.
Desde que uno leyó la referencia en Borges, no deja de buscar ejemplos de esta índole con el que poder ilustrar, las más de las veces, lo que se piensa. No he encontrado aún el verso o el párrafo, pero sí he dado con un escritor, un humano, que resume lo que debe ser alguien que escribe.

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Demasiado tiempo de asueto me tenía intranquilo. No estoy acostumbrado a descansar sin leer, por ejemplo, o a ir a dar una vuelta sin tener en la mollera dos o tres cuestiones sobre las que pensar. Toda esta extrañeza ha terminado cuando, por casualidad, abrí el librito titulado Montaigne, de Stefan Zweig. Bien avanzado este ensayo, la prosa de Zweig parece que se acopla a la perfección con la materia que trata: Montaigne se creía dividido. Un hombre particular, único, con una esencia singular; mientras su yo se armoniza con el hombre total, al que no le pertenece, pero del que emana como declinación. Estas páginas han levantado todo tipo de pensamientos e, incluso, ha hecho que abra un cuaderno y comience a escribir esto que lees.
“No solo es el yo lo que busca Montaigne, sino también lo humano. Percibe claramente que en cada hombre hay algo que es común a todos y algo que es único”. Borges también lo pensaba y Goethe y Platón, el maestro. Estas palabras inician uno de los mejores párrafos que he leído desde hace años y que concluirá este texto. Zweig conocía de primera mano la esencia de esta escritura y lo que Montaigne quiso hacer con su vida y con sus letras. Actos en palabras.


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“Quien describe su propia vida vive para todos los hombres; quien habla de su época, vive para todas las épocas”. Porque, en última instancia, no hay ninguna intención de moralizar ni de escribir una vida modélica para los otros. Solo cabe la respuesta a la pregunta ¿quién soy yo?, la que estaba grabada en la medalla que portaba el francés. En ese discurrir que nos lleva a la respuesta es la descripción de lo que somos lo único posible, sin imposiciones ni autorías.
El hombre debe contemplarse a sí mismo quizás en la vida de los otros, de los que supieron alejarse y descentrarse por entero para no sucumbir a los dictados del egotismo. En realidad, Montaigne y Zweig nos están diciendo sin palabras que no se puede aleccionar a los hombres, solo mostrarles para que se vean con sus propios ojos.


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Como el verso de Virgilio es para Borges la literatura, para Montaigne: “Cada hombre comporta la forma de la condición humana”. El hombre es para la humanidad, según Montaigne, como un verso para la literatura. A la luz de estas disquisiciones, pienso que el arte es la conciencia de lo que de humano nos habita y el artista el que posee el privilegio de contemplarse lo eterno en su finitud.

viernes, 20 de mayo de 2011

Ayer soñé que convivía con uno de los personajes de Bouvard y Pècuchet, de Flaubert. Llegué a la taberna y dejé en el banco un sombrero, un hongo, de color negro. Uno de los personajes, no sabría decir cuál, pues estaba en un sueño y eso lo vela todo, me guiñó con disimulo. Acepté su envite y accedí a la mesa corrediza para sentarme a su lado. Manejaba la criatura un manual de botánica, pero junto a él había una montaña de libros acerca de los temas más peregrinos. Mis ojos no pudieron detenerse en la lectura de los títulos que se arracimaban en los lomos desgastados por el uso. “Esta imposibilidad es la esencia de la lectura. Su naturaleza es lo que nos convoca.”, dijo susurrando mientras anotaba en una libreta vocablos y palabras procedentes de la botánica, de la ciencia en general, del pensamiento y la literatura. Formaban un redil de sentencias que nada las unía excepto el sujeto que las hilvanaba. Exactamente como este diario, solo ungido por el ser que lo sueña.



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La vida es una impsoibilidad desde su esencia.

jueves, 19 de mayo de 2011

miércoles, 18 de mayo de 2011

Como en un donoso escrutinio, debe uno entenderse como una creación estética. Es por ello por lo que hoy, cuando alguien me ha pedido explicaciones sobre mi comportamiento y mis opiniones, no he podido más que aguantar la sonrisa por de dentro, pues ni recordaba haber escrito tal osadía ni siquiera haberla pensado. No son mías estas páginas por mucho que se empeñen los lectores. Montaigne legó una lección magistral cuando decía que no recordaba las páginas que había escrito y que, probablemente, repitiera, sin consciencia, algunas de ellas de vez en cuando. Personalmente, me fascina escribir en el diario textos ya aparecidos con leves modificaciones, con glosas, con nuevos giros, con los que yo mismo me crea creando de nuevo. ¿No es esa acaso nuestra naturaleza?
Ya dejaron de ser mías esas palabras, dejaron de ser poseídas por alguien, en el momento en que ese ser estaba en construcción, esto es, en efervescencia. Y ya que uno está de continuo en proceso, en elaboración, haciéndose, horadándose, no cabe más que la sonrisa y la gracia de esas palabras que, como los personajes cervantinos, dicen conocer al autor de su propia ficción.

martes, 17 de mayo de 2011

Quedo, con los brazos entregados encima de la mesa, repito las palabras de Borges en Siete noches: “Ya el hecho de que haya una palabra para silencio es una creación estética”.



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Un poema es expresión si cada una de sus partes es expresión; si cada una de sus estrofas es expresión, si cada sílaba contiene y ofrece una expresión. Todo ello va configurando un tono y se encauza en el ritmo. Si es prodigio, se asemeja a la música y a la idea. Si tentativa, se desvanece sin más ni más.


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Después de unos días de relaciones tensas con la sociedad, necesito recluirme. Tensas en un claro sentido: cada vez menos soporto lo social. Parece que he ido perdiendo las destrezas para ser alguien que se incluye en un grupo de hombres que se dedican a la misma actividad y que, por ello, debiera actuar tal y como los otros, entregar sus horas a lo mismo que hacen los demás. En este diario manifiesto que no me agrada en un punto lo que hacen los demás, sobre todo cuando viene dado por la imposición y la no reflexión, cuando el hecho ocurre sin más, porque sí, porque ahora es el momento de hacerlo sea cual sea la estación o la condición del hombre que la ejecuta. Me resisto a esa tabula rasa porque creo en la capacidad del individuo. Ante estas inclemencias de la sociedad, que atosiga sin sentido, a veces levanta uno la voz, aunque sea en un papel, edifica uno su propia condición y defiende el cerco por el que ha decidido estacionar su vida y sus días. Los grandes avances de la humanidad, las grandes obras han sido fruto de un individuo, de uno solo.
Es un hecho que los lectores aspiran a la soledad: es su territorio arcádico. Y quizás, motivado en exceso, añoro la apaciguada estancia que ofrece un libro. Un libro proviene del silencio y descansa en él. Este alejamiento de lo social, -llamémoslo así, de momento-, me angustia de continuo, porque existe en ese entramado unos valores que la jalonan. Por ejemplo, se ha instaurado la soberbia y la vanidad, así como la mediocridad, como índices óptimos de actuación. Ha dejado de existir, en esos círculos, la humildad, la que favorece el aprendizaje que los demás portan en cada palabra, en cada gesto. En su lugar, todos se sienten capaces de todo a pesar de su escasa formación o de su escasa cualidad para ello o de su imposibilidad para esa tarea. No hay evidencias en sus fueros interno, pues saben que lo más importante es saber colocarse en la escala de soberbios y vanidosos. En estos individuos hay un vacío interior que los corroe y que los hace no entender su condición. Piensan que los actos más banales les otorgarán la gloria, la gloria que ellos no poseen en su interior, con su propia voluntad y sensibilidad. Es este uno de los males de la sociedad actual que está minando el arte.

lunes, 16 de mayo de 2011

Montaigne sabía que la memoria es el mecanismo por el que se recupera lo leído y que, en la lectura, -antes, durante y tras el proceso-, se va buena parte del ser, acaso su esencia más profunda. En el proceso de la lectura, como recuerda Bayard, va implícito el proceso del olvido: “un irrefrenable movimiento de olvido” y uno tiene que comprender que sentir el estupor inmediato que deja un buen libro convive con el olvido (parcial) del mismo como sístole y diástole de un mismo proceso, como el haz y el envés de un fenómeno.
En cuanto a las lecturas perdidas en la memoria, de las que ni siquiera puede uno decir nada ni aproximarse en nada pasados los años, cabe pensar en que ya no pueden llevar el membrete de lectura, porque la lectura, los libros leídos, son los libros recordados o al menos los libros de los que tenemos el recuerdo de haberlos leído.
Esta consciencia de la pérdida ha jalonado desde el inicio la escritura de este diario, pues soy consciente de las limitaciones de la memoria y de lo lábil del recuerdo. Por todo esto, hoy he escrito en las guardas del libro que terminé de leer ayer: “Olvidar una lectura es olvidarnos a nosotros mismos”.


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Con Paul Valèry creo que la obra literaria esconde siempre una idea que la vertebra y que está presente en cada una de las creaciones de su autor. No estoy hablando del estilo, de los recursos más o menos empleados: hablo del ser.


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Tener a R.G. como compañero es un lujo. Me provoca sueños en el trabajo y además hace posible que, de vez en cuando, me olvide de dónde estoy trabajando. Todo ello a través del fervor y también del furor, pues los ojillos se le entorvan y la mirada se trasluce en gozo cuando me habla de este u otro libro, aunque nunca lo hayamos leído. Hoy, por ejemplo, me hizo soñar que paseaba por un pasillo con un libro de Muñoz Rojas en las manos y que sonreía, a carcajadas, mientras el poeta había perdido sus gafas. Esa estampa es un prodigio entre tanto óxido.

domingo, 15 de mayo de 2011

La ficción, es indudable, sobrepasa los marcos conceptuales del lector y del escritor. El discurso que se mantiene con la obra leída sigue siendo enteramente verbal. Esto supone que a partir de un discurso se cree otro, ya sea este crítico, pasajero, pedagógico, evocador e incluso literario, de nuevo. La literatura, esto es, la lectura conduce a la escritura o a la palabra oral y a la inversa. La demostración reside en que, como dice, Bayard, “podemos mantener una conversación apasionante a propósito de un libro que no se ha leído, incluso, y quizás de manera especial, con alguien que tampoco lo ha leído”.

Bien distinto es hablar de la música: no se puede hablar ni de la escuchada ni de la no escuchada, pues tanto vale decir no la escuché como la escuché. La audición de una obra no sostiene una respuesta nuevamente musical, externa, de manifestación. Antes al contrario, la música conduce a lo interno y por este motivo, cuando nos apasiona una pieza de Bach rápidamente le decimos a un amigo o conocido, “toma, escucha esto o no has escuchado…”, sabedores de la imposibilidad de reproducir nada del lenguaje musical.

Teniendo en cuenta estas aportaciones, el lector se reconoce en esa condición de deseante y de acumulador. Todo lector posee una biblioteca que sabe que jamás podrá leerla al completo, que jamás podrá dar cuenta de cada una de las líneas y los idiomas que la conforman. Así, Borges, a sabiendas de esta entelequia, entregó este anhelo a la figura del laberinto, salvaguardándose tras de su fracaso consentido. Y no es el único, cuántas veces no nos visitan amigos o conocidos que no son lectores y nos preguntan si nos hemos leídos todos los libros que tenemos o que si hemos sido capaces de leer todos y cada uno de los volúmenes que hemos almacenado. Uno se apoya en frases hechas que vienen más o menos al caso, “algunas son obras de referencia, otras las voy leyendo poco a poco, de algunos libros solo me interesan ciertas partes, etc.”, una sarta de infundios que camuflan la idea central de toda esa patología bibliófila: nunca podrán entenderlo, como no se puede entender la música mediante las palabras.

Puede haber, por tanto, maneras de no leer que sustituyan a las formas de la lectura. Ahora bien, esa experiencia siempre será algo externo, que sirva para hablar delante de un grupo de amigos, alumnos o escuchantes, pero nunca puede sustituir la experiencia interna de la lectura, aquella que va horadando en lo profundo y se manifiesta cuando menos lo esperamos. Pertenece la lectura a una parte misteriosa de nuestro comportamiento y ni siquiera la ciencia, con todos sus avances, ha sido capaz de encontrar respuestas finales a esa costumbre y a sus posteriores repercusiones. La lectura ha sido y sigue siendo el latir de la conciencia. Una persona lectora frente a otra que no lo es, se muestra distinta, con matices, misteriosamente transformada.

A estos casos podríamos sumar tantos como lectores. Algunos amigos han dejado tal o cual novela para más adelante, reservada para otra época en la que, quizás, posean más tiempo o mejores condiciones para que la lectura los embriague con más pujanza. Pero, sinceramente, no creo, a estas alturas, en la reserva de la lectura. Si el lector no está en el momento idóneo para la lectura de un libro, lo comprobará en cuanta lo abra. Puede ocurrirle a uno con muchos autores a los que no ha podido leer, que es otra de las condiciones de la no lectura. No he podido leerlo, bien por su extensión o bien por su dificultad conceptual.
Otra cosa bien distinta son los libros a los que jamás nos acercaremos. En ese caso es mejor utilizar la frase de Bartleby: “Prefereiría no hacerlo”, así utilizaríamos un remiendo literario ante alguien que probablemente no conozca que esas palabras pertenecen a un personaje de ficción, a un libro que nunca ha leído.
Así las cosas, comencé escribiendo hoy sobre la ficción y sus límites y acabo de darme cuenta de que estoy terminando con una voltereta hacia dentro. He afirmado que utilizo una frase de un personaje literario con los que vienen a recomendarme un libro que, en mi opinión, no merece ser leído y que el conocimiento de ese personaje es ajeno al que propone. Pero, ¿ajeno de qué, no es real lo literario, tan real como Bartleby, uno mismo cuando pronuncia preferiría no hacerlo?


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De las sentencias que va desgranando Bayard ,-en este libro tan goloso-, recojo: “la cultura es, en primer lugar, una cuestión de orientación”. El vacío de conocimiento en una persona cultivada no es un obstáculo para que, de pronto, alguien le hable de un pintor, un músico o un literato y ya no pueda decir nada sobre el asunto de marras, no decir nada es solo una tarea de los que no han leído. El lector usual siempre tendrá algo que decir, pues la misma condición de lector implica la de poseedor de una palabra acerca de. El individuo cultivado pondrá en funcionamiento toda una cadena de resortes y referencias y cruces de experiencias que lo conducirán a entender adecuadamente no solo la importancia de lo hablado, sino su propia opinión acerca de lo mismo.

sábado, 14 de mayo de 2011

Todo el día mortal, pero trayendo a la memoria la vida de Montaigne.

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Es costumbre entre literatos contemporáneos arrojarse diatribas y acusaciones personales incluso en obras literarias o que aspiran a ser literarias, sin tener en cuenta que eso, ese ejercicio prescindible, es mejor en un café o en un parque. Así, no me explico cómo un crítico literario, apenas escritor de oficio, puede decir de vez en cuando algunas sentencias que, cuando menos, son muy discutibles. X es el mejor escritor de todas las generaciones o al menos de la suya; o, también, este X es el absoluto dueño del género, pues como él no hay nadie, aunque todos sean superiores. Estas contradicciones de palabra se leen como sospechosos remiendos de no se sabe qué intríngulis. Tendría que escribir alguien un libro sobre falsarios contemporáneos o sobre las miserias y migajas que la historia de la literatura ha ido soltando quizás como lastre o quizás como índice del nivel de literatura. Es decir, sobre aquellos que se dedican a elogiar a unos pocos y a calumniar a otros tantos con asuntos aledaños a lo literario. No me agradan esos ejercicios de enjuiciamiento que no aportan nada y que sí rebajan la figura del escritor.

Incluso para lanzar alguna crítica personal hay que tener inteligencia y elegancia, y ahí quedan las páginas de J.R.J, por ejemplo, o de Quevedo y otros maestros de la injuria. No está al alcance de cualquiera esta manera de escribir. Se lee y se escribe sobre lo que se lee; las envidias y recelos, las trifulcas personales, no valen más unas que otras, por eso es mejor dejarlas apartadas de lo importante si no se tiene conciencia de su limpieza verbal.

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A pesar de que todavía no he terminado de leer Cómo hablar de los libros que se no se han leído, quiero llevar a la práctica uno de los modos de no haber leído un libro: la lectura parcial. La lectura parcial es práctica habitual entre quienes, en momentos de apuros, lo único que hacen es hojear el libro y confirmar o desestimar la idea preconcebida. Este libro de Pierre Bayard ha sido y está siendo una golosina en medio de tanta miseria última en los libros que leo. Su frescura y su novedad han levantado no pocas reflexiones por mi parte. A todo esto se añade que las continuas referencias literarias se realizan sobre obras que son de mi gusto, ya sea estas de Musil o de Shakespeare o de Balzac. Así que, dejaré ahora mismo de escribir sobre un libro que todavía no he leído, para terminar de leerlo. La duda que me asalta es que si cuando termine de leerlo mi opinión se mantendrá tal cual o si habrá alguna modificación. Eso mismo es lo que se extiende en algunas páginas, la capacidad que ha tenido la historia de la lectura de algunos libros de hacer inamovibles su recepción, aun cuando su lectura no fue como se esperaba. Hay libros sobre los que no se puede decir nada negativo, pues arrastran un armazón crítico y de lectores tan afín y tan común que, si uno escribe al contrario, no puede más que aceptar su falta. De los lugares comunes de la literatura.

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Mientras tanto, Montaigne. Mientras tanto, un día mortal. El placer de la búsqueda y no del hallazgo, el deleite de perder la memoria para tener que escribirlo todo. Y el de la glosa y las paráfrasis. Sócrates no dejó nada, ni dogma ni doctrina, solo una búsqueda. Nada está acabado, ni siquiera la lectura de un libro cuando se cierra. Cuánta vanidad en el lector que se piensa poseedor de una sentencia sobre una obra. La aspiración máxima no escribir acciones o pensamientos, sino escribir mi yo, mi esencia, mon essence. Conviértase uno mismo en su metafísica y en su física, en su uno y su universo, en su calma y su movimiento, en su concierto y desconcierto, en su vida y su muerte, en lo individual y lo humano al mismo tiempo.

viernes, 13 de mayo de 2011

He decidido que voy a comenzar el libro sobre Dante.


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Quizás todos estos textos cautivos merezcan otros aires, otra manera de ser prendidos. A veces, me asfixia la idea de que los textos han quedado inacabados, ejecutados burdamente, tristemente vertidos. Y eso solo es culpa nuestra, del amanuense, quiero decir, no del texto que brotaba o que hubiera brotado mejor en otras manos. Pero no existe la creación artística al alimón y, en mejor decir, por eso la composición conjunta siempre está con la sospecha por delante, porque todo el que crea sabe de antemano que la soledad es el condicionante indispensable, el lugar de las apariciones del talento o de lo que singular posea uno cuando se sienta a escribir.
Textos cautivos, al fin y al cabo, rescatados del blanco insatisfactoriamente. Es esa la culpa y la pena del escritor, del que no tiene certeza de qué hubiera sido de esa idea en otra persona o qué hubiera ocurrido si sus ideas hubieran sido trasladadas a otro, mejor preparado, más inteligente y dotado, ¿nos sentiríamos mejor por ello?

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Esos días en que llega un paquete de libros de una isla, porque siempre llegan de una isla los libros a una casa, adquieren un tono distinto. Al llegar a la puerta, estaban allí los volúmenes esperando una mano que los abriera. Después de tomar la copa de vino pertinente tras la comida, comienzo a abrirlo. Por un lado, un libro de poemas que al fin conoce versión definitiva, al menos hasta hoy, Una aproximación al desconcierto, de J.S.M. Por otro, Recuerdos de un torero, de Andrés Luque Gago, Dura seda, de Juan Peña, Lauda, de Pablo Moreno y Para entregar en mano, de José Luis García Martín. El método es bien conocido. Los libros de poemas los leo en cuanto los abro, sobre todo los dos o tres primeros poemas que lo inician. Luego espigo aquí y allí y, si no me ha reconvertido ninguno de los poemas o los versos, jamás vuelvo a leerlos, a no ser que aparezca por casualidad o por necesidad o por otra razón que no sea literaria. Es por ello por lo que cuando voy a leer un libro de poemas lo hago en sosiego y con tranquilidad, porque el veredicto es eterno.
Cosa distinta con la prosa. A la prosa hay que otorgarle otro tiempo de lectura, pues su sustancia así lo requiere. Para entregar en mano, de J.G.M., presenta títulos para cada uno de los textos y eso me sorprende en un diario. Me resulta difícil entender esta manía, pues ¿qué título puede uno ponerle a un día, el uno y lo diverso, que nos acoge y precipita?

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Hoy podría titularse este texto “Textos cautivos” y a lo mejor estaría cumpliendo con lo de menos, pero haciendo de más en la escritura. El cautiverio lo escribió Cervantes hace algunos siglos y acaso Borges dejó a las claras que la poesía debe demasiado al conocimiento onírico y que Virgilio y Dante fueron perseguidos por sus obras hasta desaparecerlos en la ensoñación de sentirse creados.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Hablaba con R. esta mañana sobre esa costumbre social de ir a una cena en grupo o a un almuerzo, si se quiere, por el mero hecho de salir a algún sitio. No hay más pretensión en esos actos que los de querer pertenecer a las costumbres o los hábitos más frecuentes. Parece que esto refuerza la endeble personalidad o que alegra lo vacuo de los que no tienen otra cosa que hacer. Ahora que se celebra la feria en la ciudad en que vivo, me siento muy reconfortado por el hecho de no asistir y de no compartir esas actividades ruidosas, desagradables y soeces.
Sucede algo parecido a lo que trae el verano. Hay quien nota el más mínimo rayo de sol como excusa para lanzar sus carnes a una playa y para avisar al otro, al que coja por delante, en el trabajo o en una reunión de feria, que sí, efectivamente, irá a la playa, como si en eso hubiera algo de hazaña o de relevante. Así que R. se mantenía conmigo en que uno no es extraño o introvertido dado el caso, antes al contrario, mantiene sus credenciales vivas y fervorosas, edifica de continuo sus hábitos, porque sabe que no son agotables, como no lo es contemplar un cuadro de Velázquez o leer un pasaje de Pessoa. Siempre escucho a R. como un púpilo atento, ya que la afinidad es evidente en la manera de entender el mundo.

Es esa una virtud irrenunciable, que el que la conoce y hacina con vehemencia no debería nunca dejar de hacerlo, porque el vulgo y la mansedumbre así lo quieran. Machado desdeñaba la romanza de los tenores huecos y creo que desdeño las hazañas de los que quieren hacerse notar sin más ni más, de los que creen que sus hábitos deben ser mostrados en público sin pudicia ni vergüenza. Leer, estudiar, pintar, escuchar música son de las pocas actividades que alzan la vida a la dignidad, porque la creación artística enseña que la vida puede permanecer más allá de nosotros mismos.
Es por esto por lo que uno valora sobremanera una cena en la que haya sido el diálogo la catedral de encuentro, en la que uno haya querido más bien estar en silencio, callado, invisible y no haber pronunciado lo inservible, porque sabe que las palabras deben ser comedidas y pensadas y construir y edificar. Todo lo contrario a la charlatanería de las reuniones masivas, al ruido verbal y a la huera reflexión sobre cómo esta tirada una cerveza o sobre el color de las aceitunas. Así que he salido del trabajo con cierto entusiasmo y agradeciendo a R., -aunque no se lo haya dicho-, sus palabras, ya que que las conversaciones de la mañana, las esporádicas visitas y vaivenes de cada día, se enfrentan a la rutina inerte y absurda en la que uno se embosca a diario sin querer que haya desgaste.


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Esta luz era una mañana en la mañana. Todas las mañanas del mundo. Su reflejo acontecía con la cadencia de una viola de gamba. Suaves sus contornos, sin ningún desliz en su proyección. Estática viudez.

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A vueltas con la Filología. cuando terminé de escribir estas líneas, pude calibrar la complejidad de estas sentencias que, quizás apresuradamente, dejé en el diario. Porque la filología pretende estudiar y ofrecer en claro la historia de la cultura, pero entendida como cultura escrita. Me detengo a reflexionar sobre la complejidad de esta frase, la cultura entendida como cultura escrita.
Lo primero que hago es recordar un pasaje de Platón, del Fedón, en la memorable estancia de Sócrates en la cárcel. En él se discute sobre la inmortalidad fundamentalmente, pero en un receso que viene a decir que el uso del cuerpo es el espíritu. Que no importa de qué sustancia ni el mismo origen del cuerpo. El bien como principio supremo que explica la acción, la acción de todo lo que razón pretende aprehender incluida ella misma.
Así las cosas, no importa el origen de la escritura ni la respuesta a por qué alguien decide comenzar a escribir y mantenerse escribiendo toda la vida, lo que realmente importa en todo ello es la idea y la fijación con que el escritor acciona su palabra, porque en esa acción o voluntad el escritor estará intentando acercarse al bien que fija el mundo y en ese bien o idea reside el origen.

Cuando eso sucede, cuando hay clarividencia, comienza a brotar la genialidad que es la virtud del que calla cuando ha participado de ella y ya la posea dentro de sí sin más ni más como todas las mañanas del mundo.

martes, 10 de mayo de 2011

Leo ensimismado las páginas que le dedica George Santayana a Dante en Tres poetas filósofos, Lucrecio, Dante Goethe. Con una incisiva presentación, la prosa de Santayana, -traducida por Ferrater Mora-, va presentando con convicción la lectura que hizo el filósofo de la obra dantesca. Son estas páginas de admiración, pero mesuradas y escritas casi sin ambición literaria. Sano me resulta este ejercicio, escrito con limpieza y sinceridad. Acaso como los deseos expresos de su autor en el anexo que se adjunta en la edición y que reivindican la ociosidad bien entendida, como un instrumento de creación lícito.
Es, precisamente, la ociosidad lo que sustancia a un diario. Porque el diario no repara en el método y en el sistemático cumplimiento de tal o cual consigna. Es anárquico o así debería de ser y desarrollarse, como lo hace lo ocioso, que solo atiende al capricho de un hombre. La diferencia, sin embargo, entre lo meramente banal y pasajero y un diario, por ejemplo, está en las palabras. Por eso, prefiere la mayoría descansar con trabajos manuales, con distracciones que solo conllevan un esfuerzo físico a ser posible. Porque lo físico se recupera y desaparece. No así las palabras que deja uno anotadas, quedan marcadas, incisivas, percucientes. Al tiempo, cuando vuelve uno sobre ellas, a leerlas con detenimiento o desazón, siente que hubo una consciencia que le perteneció aunque solo fuera por escasos minutos, aunque solo fuera resultado de lo inefable. Sin embargo, esas palabras anotadas y que provienen de la ociosidad, quedarán después de nosotros y dirán algo de quiénes fuimos y dejarán establecidas las conductas que insinuábamos y las preferencias y las renuncias, la vida, al fin y al cabo. Es esa la diferencia entre un diario que solo quiere alzarse desde lo ocioso y otro que sabe que lo ocioso es solo una estado del ser. No puede haber concesiones a la palabra, porque no volveremos a restituirla nunca más cuando seamos solo recuerdo entre líneas.


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Las tardes van tomando ese aspecto ofensivo del verano. Luz desesperada sobre los muros. Aire entumecido. Respiración sofocante. Sin embargo, el trigo sigue impenitente con su cuerpo de espiga y sus oros bañados. Qué sereno permanece todas las mañanas cuando lo observo, peregrino, dando cuerpo a la luz. El trigo, el fruto silencioso que aposenta sobre las lomas sus aristas. Allí, a pesar del calor y a pesar de los ojos que lo contemplan, renovará su ser cada primavera y cada vez será nuevo y estará pronunciando los salmos del aire. Únicamente yo seré el que abandone la tierra, únicamente. Y será pronto, antes de que el trigo deje de serlo por siempre en los adverbios.



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Ocurre en pocas ocasiones, pero a veces me quedo sorprendido por el hallazgo de unas palabras que nutren inesperadamente la tarde. Estas líneas que voy a traer al diario las he leído en un libro que se titula la biblioteca de Dios y que he comprado obviamente por el título, pues esa idea borgeana me hizo temblar por unos minutos y me llevó a pensar en un dios que posee una biblioteca. Una biblioteca supone una elección y una clasificación. ¿Cuál sería esas dos pautas para Dios? En este libro, decía, hay un prólogo que ahonda sus referencias a la labor de la filología, tan venida a menos en estos tiempos en que los filólogos se conforman con entrar en algunos rifirrafes de poca enjundia o con quedar como antólogos o protoprosistas.
Ofrece el volumen una definición del italiano Gino Funaioli, escrita en 1950, que acaba de ponerme por escrito justo lo que de ocioso pretendía para esta tarde: “La filología es una disciplina que quiere devolver históricamente la unidad espiritual de un pueblo a través de las manifestaciones de su ser". Para desarrollar esta labor tan compleja, el filólogo se ha despegado tanto del ser y del espíritu y de las manifestaciones, que solo le queda lo que de superficial y epidérmico ofrece la palabra.

lunes, 9 de mayo de 2011

Ayer estuve en Córdoba con J.S.M., aunque nunca estuve. Rodeado de poetas, temeraria situación. La carretera parecía una guirnalda y al fin solo nos esperaba el terciopelo de la noche. Quieren los poetas siempre llevar la palabra al extremo, enjugarla en desiderios de puentes de piedra. Estuve en Córdoba, en la memoria de agua, en un canto alargado de muecín. Todo transcurrió como aquella vez, justo debajo de la peña, al lado de la fuente del alcornoque.
Ayer estuve en la palabra y la amistad, porque la palabra edifica el ser. Y con solo nombrar, con solo tantear el asidero de un fonema, puede uno sentirse pronunciado. Con una sola palabra basta, con una sola palabra verdadera.

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Hay demasiados intrusos en la escritura y en ocasiones dudo de que yo no sea uno de ellos. Demasiados intrusos que han olvidado que la palabra se sitúa en el límite. El límite es el territorio natural de la poesía y de la música. Ellas abrazan las cualidades del ser que son limítrofes. Para algunos, las palabras inefables son como cargas que jamás entenderán, como esas constelaciones que sostienen el universo y que calibran la mirada en la noche. Nosotros, noche en la noche, solo un reflejo, aspiramos a conjuntar una armonía que,- a pesar de ser bastarda, porque no nos pertenece-, al menos solivianta nuestra condición efímera.
En la prosa de Zweig, pongo por caso, hay verdaderos prodigios de naturalidad. Su discurso parece un trazado fluyente al que desembocamos como riachuelos ebrios. Leo algunas páginas que dedica a Montaigne. En uno de los pasajes más fascinantes, compruebo que su fijación con el personaje estriba en el alejamiento de la sociedad para encontrar en sí mismo lo más universal. Esa idea me parece exacta. La más ajustada a lo que de verdadero hay en la creación.
Escribe Zweig conmocionado sobre las idas y venidas de Montaigne en su torre y la veneración que tiene por sus libros. Los libros están con los lectores no siempre para ser leídos, sino porque su presencia aseguran un diálogo y una espera: “No se ha instalado en la torre para ser un erudito o un escolástico”. Esta afirmación conduce al lector a una interpretación enjundiosa: los libros ofrecen el silencio necesario; solo dialogan cuando el lector los escoge, solo se pronuncian cuando estamos vacíos. Esta relación va fermentando en la necesidad de dar respuestas a las lecturas: comienza la anotación en los márgenes y el escribir la lectura.
Montaigne pasó del conocimiento intrínseco, de la figuración de sí mismo, a escritor. Para ser escritor tuvo que fijar una imagen estética en sus páginas,esto es, la sustancia de sus libros, como advierte al comienzo. Quería mostrar las propiedades de su ser.

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Releyendo algunos pasajes de El Quijote, acaba uno por revolcarse en esos pasajes que pasaron inadvertidos y silenciosos por las primeras lecturas. En esos años, de enfervorizado estudio filológico, leía uno como del rayo, solo atenido a ciertas peculiaridades estrictamente narrativas o lingüísticas. Se troca esa costumbre con el vivir, pues atiendo en estos días más a lo expresado que a lo expresante, valga el neologismo, aunque nunca se dijo mejor concepto que en mejor forma. Así las cosas, al releer la historia de Grisóstomo y Marcela, caigo en la cuenta de que Grisóstomo decidió que fuese enterrado justo debajo de la peña donde está la fuente de alcornoque en que vio, por vez primera, a Marcela. El difunto había dejado otros encargos para los abades y para Ambrosio, su amigo. Este pasaje, perdido en la memoria, rescatado por la relectura, recupera esa sonrisa de antaño, esa solemne tristura de la letra cervantina que, como nadie, dejó en las letras españolas.

domingo, 8 de mayo de 2011

Que unas páginas en prosa queden zumbando en el recuerdo como una música es lo mejor que le puede ocurrir a una novela, y es eso lo que le sucede al lector de las obras de Javier Marías. Hay una música hipnótica, que llega a alcanzar la habilidad de mantener en vilo al lector en todas sus encrucijadas y renuncios. Sea cual sea el tema o el asunto que aborde el novelista, hay una impronta en su manera de escribir que asimila lo mejor y lo nuevo de cada lengua que conoce. Y esto no es casual en las obras de Marías, como tampoco lo son esas líneas en inglés o francés que trufan Los enamoramientos y que provienen de Balzac y de Shakespeare. Es este uno de los motivos por los que esta obra me ha resultado sobresaliente, porque el autor ha escogido tres presencias que percuten en cada página, que asoman con guiños y reminiscencias, con ecos que identifican páginas universales. Esta novela, además, es la obra de un novelista inteligente, que no ha querido hacer concesiones después de escribir la monumental Tu rostro mañana, antes al contrario, Los enamoramientos prosigue la línea feliz de la trilogía añadiendo algunos aspectos novedosos en su narrativa, circunstancia que extiende sus cualidades hacia otros derroteros antes no explorados, pero salvados aquí con solvencia y magisterio. Hay párrafos memorables, de los que recuerda lo mejor de Corazón tan blanco, Mañana en la batalla piensa en mí o Negra espalda del tiempo o Tu rostro mañana y, sobre todo, páginas que se dedican, por fin, a una introspección metaliteraria que entronca no con lo que escribió hace años, sino con una tradición clásica y ejemplar, la de Cervantes, Blazac o Shakespeare. Incluso diría que más que metaliteraria es metalingüística, pues lo que pone en solfa no es solo la capacidad y los límites de la ficción, sino de la lengua misma como vértebra de la ficción o del tiempo o de la memoria o del olvido

Cuánta música en sus capítulos que arrancan siempre a la manera de Bernhard, convocando al lector a un festín de la sintaxis y, por ende, del discurso narrativo. Las continuas reflexiones, las concesivas que se van sumando sin aglomeración, las disyuntivas y los tiempos subjuntivos manejados como un prestidigitador que ensarta e hilvana los remiendos de lo que la realidad misma no puede poner en un discurso netamente claro. He aquí un novelista admirado, un escritor admirado.

sábado, 7 de mayo de 2011

Siempre he creído que lo que uno hace al comienzo del día determina el resto del tiempo y que, por ese motivo, hay que tener muy claro que no se puede conceder los inicios a cualquier actividad a no ser que esta sea frugal. Al despertar, nos mostramos, casi instintivamente, abiertos, todavía habitando entre los sueños y la rendición a los sentidos. En ese trance, en la duermevela, no pocas veces puede uno llegar a pensar cosas insospechadas o a escribir algunas líneas que luego necesitan el arreglo de la sintaxis, pero que presentan una sustancia fastuosa y venida del límite. Del límite de la noche y el despertar.

Así las cosas, todas las mañanas del sábado, sea cual sea la tarea que tenga uno encomendada, no puedo más que levantarme de la cama, coger un libro y escribir algunas líneas que, como éstas, poco o nada dirán al paso de los años, pero que necesitan estra presentes como un aviso para navegantes.

Debe ser uno un trapero del tiempo, utilizar esos márgenes del día que entregamos a otros menesteres y que debieran ser productivos. Esa es la lucha con la vida, la incansable lucha con la que todas las mañanas arranco de lo más profundo un grito exasperado, insonoro, que desdice al día y lo condena a pesar de que sus garras pesen sobre todos y sobre mí. Solo en la mente podemos vencer este asedio de lo vacuo, porque todo lo mecánico y huero termina en humo, en reminiscencia global de algo que ni siquiera deseamos. Solo hay que escuchar a quien se jubila o a quien ha podido dejar de realizar la tarea diaria del trabajo. No hay anhelo, deseo, nostalgia, más bien voluntad de abandono, aunque la actividad haya sido la única en la vida.

Por el contrario, la dedicación a otras disciplinas, como las artísticas, ofrecen el envés de esa interpretación. Ella misma va suplantando a la vida lentamente hasta confundirla y ensancharla. Lo que parecía que había entrado en un bucle, se hace incomprensible, un abismo justo en nosotros mismos. Y la vejez, ese estado de conciencia máximo, es, sin embargo, el momento en que uno puede llorar por las pocas horas que le queda para seguir levantándose los sábados por la mañana y desafiar al día y desafiar a la sociedad y sentirse vengativo por las calamidades del desasosiego.

viernes, 6 de mayo de 2011

Como en la música, hay escritores de melodía y escritores de orquestación. Los de melodía, como Mozart, desarrollan un canto continuo tenue, pero de poderosa atracción. Sus versos, por ejemplo, son lábiles unidades, pero sostenidas por una cadencia melódica sublime. Por ejemplo, fray Luis. Por otro lado están los que edifican una composición total, de armonías profundas y contradictorias, como Beethoven. Son poetas que en toda su obra dejan ver una aspiración más completa, más eterna, absolutamente establecida por el abismo. He ahí J.R.R o Rilke.

jueves, 5 de mayo de 2011

Ha aparecido casi sin avisos, como del alba. Su amarilláceo cuerpo lo identifica de entre la niebla. Parece un desgarro solemne y taciturno. Pero el trigo, en esta mañana pura de primavera, el trigo, decía, ha venido a empapar los campos de espigas y a celebrar honores a los dioses fértiles. Con su himno danza como sueño quieto, con su himno persisto más allá de los ojos. De todo lo nombrado, lo que nunca se pronunció. Lo que nunca tuvo presencia ni aire, ni fue sueño de oboe. Lo que fue de la tierra callada y desdijo los amaneceres.


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Hoy he dejado de ser y he sido más yo que nunca.


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Variaciones de un tema sin fin, la vida.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Apareció sin anunciarse y ha dejado su regazo de espigas por el campo. Su cuerpo amarilláceo, de intrincada longitud, aborda las lomas que veo desde la carretera. Ha sido un asedio en la noche, porque nunca se intuye lo que de verdadero se procrea. El trigo ha dictado la estancia de la primavera y me he congraciado con los dioses fértiles. Las espigas, que asoman arrumbadas por el viento, muestran a lo lejos, la uniformidad de un poema. De un poema impronunciable del que jamás dejaré huella ni sonido ni insinuación. Es la inclemente incapacidad para dictar, como lo hace el cosmos a lo lejos, como lo hace la luz en lo profundo, la armonía insonora.

Recuerdo que, la primera vez que leí una biografía de Bach, me pregunté por esa cuestión que pasa inadvertida, una biografía. Fue, en ese instante, cuando comprendí que las biografías son anexos o aledaños a lo vivido y que ellas nunca serán depósito ni encierro de nada de lo que se experimentó. Más allá de cualquier teoría filosófica, el cuerpo, desprendido del alma, es lo que somos, porque lo que realmente importa y nos sucede jamás pasa por nuestra vida. Las marcas que vayan quedando son meras pisadas en la arena mojada de nuestro olvido. Estos genios, Bach, Pessoa, Platón, Cervantes o Montaigne no quisieron aparecer en sus obras o mostrar influencias claras o decididas sobre ellas. Lo que debemos entender es que estos genios, así llamados por su misteriosa vida, fueron la literatura misma, la música misma. Pessoa es literatura. Bach es la música. Montaigne es sus ensayos, así lo dejó escrito. Son, estos sujetos, sus predicaciones.

Esa es la virtud de la naturaleza y del ciclo al que no pertenecemos ,pero queremos y deseamos asirnos. Es el de la invisibilidad, el de la pertenencia a lo que va siendo un todo sin dejar de ser nunca. Y esa conciencia sublime, tan inalcanzable, es la aspiración y la renuncia, al mismo tiempo, de la vida. Ser la música como ser el trigo amanecido. Ser la literatura como ser el aire que aparece susurrando sin ser notado.

martes, 3 de mayo de 2011

Es difícil encontrar el sosiego cuando el día ha sido un secarral de emociones o cuando desde la mañana nada ha tenido más peso que el aire o que la rigidez de unas estatuas. Es difícil no entregarse a la mansedumbre y donar la voluntad a la negrura del tiempo. Es difícil, lo sé, no desdecir la desgracia de la vida y no inculpar al desasosiego por esta naturaleza tan contraria a lo que somos. Porque la naturaleza es una circularidad que comienza y acaba en el mismo punto. En ella, la metamorfosis es posible, pues su inicio es su conclusión. No ocurre así con lo que el hombre medita, pues tenemos muy presente que los días descontados no pueden ser de otra manera vividos, solo en la memoria cabe la huida. Y ya sabemos los ángulos de la memoria.

Quizás por ello se atreve uno a edificar unas notas en un papel blanco, tan blanco como la sangre del silencio adormecido. A pesar de esa rémora, se atreve uno a escribir en el diario en busca de no se sabe qué momento, qué abigarrado rumor podrá ser revelado. Porque uno revela la realidad de sus escondrijos hasta dejarla pulida y macilenta. Hasta dejarla como un punto de fuga del que se expanden los días, las horas, el mediodía en el centro de un parque. No sabemos nada de la sílaba primera y aún menos de la última, pero sí reconocemos sus diferencias. Lo que sucede en su meridiano: nosotros mismos.

Nuestra voluntad es finita pues conocemos la coda final. Acaso solo reconociéndonos parte de la circularidad, de la tierra húmeda que pondrá los campos al rocío, seremos más humanos. Demasiado humanos. Abro Biblioteca, de Apolodoro, quizás el primer libro de misceláneas de la historia. Un libro en el que el mayor enigma es la identidad de su autor. Un autor transparente, desdicho de lo que acopió. La lectura puesta en marcha con el cedazo de la imaginación y el retal.

Permanece el cuaderno cerrado y todo es ilusorio. Ni un solo pálpito para abrirlo, pues no reconozco la evidencia ni el ímpetu sin que arda a lo lejos, pero dentro de uno. El cuaderno cerrado como un claustro avejentado por los pájaros que cruzan sus columnas. Solo es eso, el vuelo, solo es eso, el paso de un árbol a una rama, a un lugar de reposo momentáneo en desequilibrio. Solo la armonía pertenece a la creación.

lunes, 2 de mayo de 2011

Había pensado dejar el cuaderno abierto sobre la mesa y, cada vez que pasara cerca de él, escribir algo, por ejemplo, esto mismo que lees ahora. Dejarlo como un espejo que fuese conteniendo lo que nuestros actos fueran hilvanando a su alrededor, como un cúmulo de apuntes al natural, vespertinos, inconscientes.

La condición fundamental es no prestarle atención, vivir como si nunca antes uno hubiera escrito nada rescatado de la vida, como si lo sucedido hubiera pertenecido a un sueño, a sabiendas de que los sueños lo igualan todo y de que el presente se estira y reconcilia demasiadas veces con lo anterior y lo futurible. Un cuaderno abierto que especule entre lo que sucedió y lo que sucede, con lo que será venido y con lo que quizás pudo haber acontecido. ¿No es esa, propiamente, la memoria?, me pregunto antes de arrumbarlo entre una montaña de libros y dejarlo confuso, como confusa aparece esta vida que me somete a escribir con yo que ni siquiera reconozco.

Cada vez más va creyendo uno en el misterio de la literatura. Puede un gran conocedor de lo literario utilizar un recurso u otro, puede incluso conocer todas las retóricas publicadas e incluso haber leído decenas o miles de libros, pero, cuando comienza a escribir, puede que nunca escriba lo que la literatura exige. Nunca como un muro insalvable, que lo condena a su ventura verdadera. Porque el misterio es como una presencia connatural, instintiva, que el escritor va modelando con los años y reconduciendo con la fuerza de su inteligencia. Es pasajera, sucedánea, puede que nos habite por unos instantes y nos abandone para siempre.

Hay márgenes de la creación que no se subyugan a ninguna disciplina, que llegan dadas, como el talento, y que llegan con una naturalidad que, si no es vivida, quedan en artificio.

Es eso lo que noto en la mayoría de libros que leo: el misterio está forzado. La literatura es una traicionera sentencia para el escritor, porque ella anuda lo que de misterio y genial posee uno. Pero ese nudo puede ser para la propia horca. Y el lector debe ser inexorable con lo que aspira a ser y no puedo serlo.

Por este motivo, quería dejar a solas las páginas, quería dejar a escondidas el soporte en que cada día sostengo este discurso insomne, pero ya necesario, dejarme a solas a mí mismo, desprenderme del artificio. El yo es un artificio innecesario.

La grafomanía no debe confundirse con la intensidad ya que la intensidad no entiende de cantidades, es una cualidad del alma. Hay poetas que quieren utilizar la originalidad para destacar en el plantel. Otros desean imitar a los poetas más queridos. Ni los unos ni los otros encontrarán su ser. El misterio es individual, absolutamente solitario, silencioso, en cadencia perpetua y solo él decide por el que se atreve a comenzar un poema. Si no sale a nuestro encuentro, es decir, si nosotros mismos no salimos a nuestro encuentro, nada de ellos se producirá.

Es exactamente lo que escribe Ramón Gaya en El silencio del arte: “Un arte desesperado es un contrasentido. […] El arte parece llegar de muy lejos, pasar por el hombre, luego desprenderse, deshacerse del hombre como de una corteza, y seguir. […] Una gran obra de arte no es nunca una conclusión, como se compromete a serlo una obra científica o filosófica, sino un principio que escapa, que huye, que se liberta.[...] El creador no aspira a la palabra, es decir, al arte, a la obra, sino al silencio; claro que a un silencio vivo, a un silencio de vida, no de muerte, ni siquiera mudo, sino comunicante. El arte no es vestir, sino desnudar."

Había dejado el cuaderno abierto, sobre la mesa, pero he decidido cerrarlo, cercenar su blancura para que se hospede en el silencio desnudo y comunicante al que todo artista debiera pertenecer.

domingo, 1 de mayo de 2011

Pienso, -después de leer el prólogo a la Obra poética completa, de A.C.-, en la condición del poeta.

El poeta es un oráculo de su obra. En el primer momento, anda cegado porque la lengua solo se ofrece en su epidermis y son los factores de la sonoridad, el ritmo, la música los que le hace sucumbir a tan potente universo. Reacciona como homo ludens, ante un juego de sinestesias y aliteraciones que lo embriagan. Coloca una palabra aquí, otra allí, sin más intención que la de reordenar la sintaxis de la vida. Está redescubriendo una nueva forma de nombrar que, en definitiva, es el vicio de la creación. Sus miras van tomando lentamente la luz de la realidad a través de las palabras que van surgiendo.

Luego, cuando el poeta confirma su condición, se convierte en un personaje oracular para la misma, pues él decide qué tono, qué sustancia irán hilvanando sus formas. Es el momento más crítico, pues aquí se decide lo que hizo y lo que será ofrecido. En esto, si el autor logra entender el lugar idóneo en que gravite su creación, es en donde la obra perece o se hace viva para siempre.

Para que esta vaya tomando forma, paso a paso, el demiurgo que urde sus perfiles debe proyectar una imagen futura de su obra para que esta nunca acceda y rebaje a lo sucedáneo, por muy atractivas que sean la gloria y la fama. Debe imaginar y desear con suma voluntad dónde anidarán sus versos y qué realidad será levantada y renovada para siempre. Más allá de él mismo, pues él quedará como una anécdota, como una errata en los márgenes.

De este modo, en la obra poética de este autor, puede uno leer poesía sin concesiones desde el primer verso hasta el último. Incluso si acude al índice de primeros versos, podrá componer algo parecido a un centón, ya que la poesía brota sea cualesquiera la combinación.

La poesía de A.C. será viva para siempre, pues ella es lo que es el hombre. En ella el hombre se reconoce en su condición. Esto es ni más ni menos que un ejemplo vivo de poesía y me siento tan atraído por esta propuesta, tan embelesado y pequeño y diminuto ante esta estos versos que comencé a leerlos en voz alta –con la exquisita edición novísima en las manos- por toda la casa, para que la casa, pensaba, fuese adquiriendo la pausa y la necesidad de estas palabras.

Esta poesía está tan alejada de lo que hacen otros, pero al mismo tiempo, tan cerca del hombre, que acaso sea esto mismo el hombre, su sustancia, su esencias, lo más profundo y lo que no todos pueden percibir. Y son esas palabras las que más se aproximan al concierto que sentí ayer en la lectura de estos poemas: la palabra atravesaba mi condición y me la ofrecía acrisolada.