jueves, 16 de diciembre de 2010

Un renacer muriendo, un hacerse contenido.

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En la plena grandeza espiritual, se accede a lo mítico. Del tiempo anecdótico de lo subjetivo se adentra la obra en la belleza, que es lo estático. Curiosamente, desde lo íntimo, que es lo más dinámico que existe, hasta lo externo; de lo subjetivo a lo objetivo, a lo en sí de la belleza. En ese movimiento sin rastro todo se ejecuta fuera de la razón. Llamémosle misticismo o profanidad del éxtasis.

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Hay páginas muy inteligentes en París-Nueva York-París, de Marc Fumaroli, sobre todo las punzantes reflexiones que ofrecen las páginas dedicadas al Renacimiento y el legado religioso cristiano entrelazados. Esta transición, de lo estrictamente religioso a lo pagano, pocas veces se ha tratado con esta libertad de juicio y de palabra. Siempre he leído libros que han partido de uno u otro extremo, del os que vieron la desaparición del discurso religioso una usurpación y un declive, pasando por los que se situaron, desde entonces, en una contrapuesta postura a todo lo que huela a cristianismo. Fumaroli concilia estas posturas y ofrece el jugo de lo que el arte se ha beneficiado. Propone un camino alterno para la interpretación y sobre todo una lección, hay que seguir indagando en las épocas que más han sufrido del raquitismo crítico.
Poreste motivo, he abandonado el estudio del arte contemporáneo, de este tiempo. Observo en Virgilio toda la plenitud acumulada de un poeta; en Tólstoi la reivindicativa asimilación moral del intelectual; en Cervantes la capacidad técnica más apabullantemente genial; en Dante el inicio, el principio, el Aleph absoluto de un poeta que lo fue todo, incluido estos días: "Hacer ver lo invisible en lo visible", como, por ejemplo, en el cuadro de Caravaggio, La conversión de San Pablo. Del paño que cualga a Courbet...

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Mañana estaré junto a un amigo, J.C.P., hablando de su libro, Bancos de niebla. Cuando eso suceda, por la tarde, en Sanlúcar de Barrameda, intentaré ejecutar el sueño de otro, de otra vida imaginaria. Es una vida escondida en un subterfugio que lucha diariamente por no perder fuerzas para nutrirse de las lecturas y de las imponentes palabras o pensamientos de los demás. Esa vida por de dentro, corriente subacuática, río profundo, que no debe empañarse con el ruido y la contaminación nefastas del trabajo. Eso, a veces, produce dolor físico, porque el tiempo se escapa entre los dedos como dos calandrias solitarias que han muerto de tristeza. Hay veces ese dolor es lágirma por la impericia de no poder dejar de ser humano para entregarme a ese trabajo que me convoca. Nadie me advirtió, ahora lo entiendo, de la religión del arte.

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