viernes, 31 de diciembre de 2010

Todavía hay quien se atreve a decir que cuando escribe un diario o intenta escribirlo está, únicamente, practicando para algo mayor, de más aliento, como una novela o un libro de estampas cotidianas o alguna brevería que quién sabe qué contendrá. Cuando sucede eso, es decir, cuando uno piensa que está ensayando, calentando la muñeca -como suele decirse-, siempre voy a leer lo que considera de mayor entidad. Cuando lo hago ocurre lo de siempre, su obra de entrega total es absolutamente inferior a sus anotaciones de diario. Y no escribo esto pensando en J. Renard o Sándor Márai o Cheever (así lo considero, desde luego), sino incluso en algunos escritores que lo hacen en la prensa actual y que defienden que escriben ahí por necesidad económica. Algunos s´lo son escritores en esos momentos que ellos creen de poca entidad.
A estos escritores habría que advertirles que la voluntad de la escritura no entiende de prejuicios ni de géneros ni de extensiones en páginas. Habría que decirles que a lo mejor es el diario donde su prosa y su talento encuentra mejor acomodo y que su obras mayores y de envergadura quedan tan mermadas ante estas que mejor sería guardar silencio.
Estoy tan seguro de esta teoría que siempre he defendido que la obra genial de Cervantes aún está resguardada entre sus anotaciones personales, en esos papeles junto a cereales, trigo o aceites. Tólstoi no encontró jamás su tono confidencial y absoluto como en sus diarios, así como en la obra de Herman Broch cuando escribió una biografía novelada con una prosa febril y excelsa en La Muerte de Virgilio.
De todas estas manifestaciones extraigo lo valiosos de la transmutación y de la confidencia. La transmutación es el proceso por el que vida y literatura se combinan hasta diluir sus diferencias y distancias, porque la vida, cuando es anotada, es entregada a lo literario. Y es eso, precisamente, lo que vengo haciendo cada día, irrenunciablemente, entregar los dones de la vida a la literatura para poder adquirir el prisma de lo objetivo ante mí mismo. Con esa panorámica podré descifrarme como un hombre ajeno, como una otredad que me habita y nutre. Sólo así he podido renunciar a otros hábitos que pensaba beneficiosos, sólo así he vuelto a notar que la cultura europea necesita de una vuelta a lo sagrado, a la fe sin credenciales institucionales. Sólo así he vuelto a rehacerme, a convocar en mí mismo una proliferación de escritores, lectores, pintores, músicos que han tañido, todos, lo que de literario tengan estas páginas que cierran el año de 2010.

jueves, 30 de diciembre de 2010

La tarde va declinándose como esos morfemas inefables que sólo podemos observar mas no describir. Pienso que la observación es una cualidad muda, taciturna de la naturaleza, que va descubriendo la geografía interna de uno mismo. Así, en esas escaladas en solitario, va pergeñándose un espíritu individual que necesita de la transformación. Somos un símbolo y, como tal, necesitamos del enguaje suprasensibe para reafirmarnos en lo sensible.
Para la transformación es posible que el ser humano tienda, desde su inteligencia, varios cauces. Dos de esos cauces más potente son la religión y el arte. No en vano, ambas condiciones van trenzadas y presentan virtudes muy similares. En cualquier caso, cuanto más se ahonda en esa providencia de la transformación, más va cayendo uno en ciertas clarividencias. La primera es que todo lo inefable es bello. La segunda, -no tan clara-, la naturaleza de lo bello es inefable.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Cumplen las ciudades con sus ritos más allá de los tiempos y de los ciudadanos. Me he levantado temprano y he dejado a M. en el hotel mientras paseo por los alrededores de la Villa Médici. Es temprano y no hay ningún transeúnte. Paseo con lentitud, arropado por un abrigo negro, larguísimo, que me resguarda de frío. parezco una presencia sonambula en este escenario.
En esta tranquilidad, consigo sentarme en un banco que soporta un rastro del rocío de la mañana. Como ella, lo hago sin permiso, aposentándome en sus maderas antiguas. Hay unas vistas únicas desde aquí arriba, sobre todo cuando son acompañadas por el canto de un puñado de pájaros que juguetean a mi alrededor. El sol muestra su cuerpo cada vez con más consistencia y las colinas de la ciudad, -esos pechos desparramados por la tierra-, van impregnándose de su cadencia.
Al tiempo que la luz baña la silueta de esta ciudad, pienso que no soy más que un holograma de un sueño cualquiera de M. Una presencia vaporosa, que apenas gesticula y que no sabe conducir sus ideas si no es con la ayuda y el beneplácito de lo que amo.
Cuando termino de escribir todo esto en mi moleskine y de reparar un par de versos que andan sueltos por algunas páginas, cierro el cuaderno como quien espera la aurora. Y esa aurora contenida, lentamente vigorosa, está ya dentro de mí mismo, aun sin saberlo. Dentro de mí, como yo estoy dentro del sueño de M. que, dormitando, ha levantado el mundo esta mañana para que yo lo habite.

martes, 28 de diciembre de 2010

Serena latitud de la emoción. Tierno lamento del jilguero sobre la rama verde de este olivo. Instante púrpura, fría estación y atardecer. Nebulosa inquieta en Roma, en esta calle sinuosa de piedras y rosarios perdidos.

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Lo decidimos sin más miramientos. Llegamos a Roma esta mañana. Nos alojamos en el hotel de siempre, tan cerca del Mercado de Adriano que parece que dormitamos dentro del sueño de la plebe.
Al llegar, la piedra arroja el saludo informe de los siglos. Ella es la ciudad más terrenal de todas, la más prostituida a la intemperie de los siglos y de los caprichos. Nuestros pasos por sus calles milenarias, desembocan en el Trastevere, donde resuenan los ecos bohemios de hace un siglo.
Después de un almuerzo copioso, optamos por un café cerca de Giordano Bruno, donde una vez dije amor y se abrieron unos pájaros sus lenguas.

lunes, 27 de diciembre de 2010

Somos una veladura sobre los días que impide verlos con claridad, con la claridad que se asienta en la belleza. Cuando un escritor o un pensador se cerciora de que su existencia es veladura externa, acaso superficie inhabitada, se entrega a su tarea atlántica: dejar rastro del hombre que fue, arañar en las aguas con su ser.


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Toda la mañana pensando en nada. Me ha ocurrido pocas veces, pero hoy lo he sentido con profundidad. Nada. Imposibilidad de escribir. Ágrafo total. Será que ayer, cuando volvíamos a casa, le dije a M.C. que si tuviera que rescatar algo de esta vida, algo que no fuese personal, me llevaría la música.

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El comienzo de Tristán, de Wagner… el mundo se ha hecho ceniza de raíces hundidas.


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Sigo escuchando a Scelsi y después a Palestrina. Media un siglo de evolución en las formas, pero noto la misma sustancia en la música de estos dos creadores. No sucede lo mismo con la literatura, no soporto las obras contemporáneas, ya no puedo sostenerlas, son cirios pesados de miseria moral y desistimientos de la inteligencia.
La magnanimidad de la literatura ha desaparecido. ya no se escribe para responder al espíritu ni al hombre, se hace para celebrar las miserias personales. Es un baile nefasto, patético. Los escritores se han convertido en contadores de historias, en manipuladores de la música en la poesía. Éstamos en la crisis, en la luz de vísperas de una trasnsición cultural que debe comenzar por restablecer los modelos morales perdidos y jamás entendidos desde finales del XX.
Ante los manipuladores y vacuos sentenciadores de la conducta, habría que instigarles a que escriban, creen, indagen y muestren esos resultados. Más allá del bien y del mal, en la aurora de la voluntad, entre los discursos de la motaña, hay que buscar las esencias perdidas que han sido las de siempre para continuar esta construcción del ser que nos habita.
¿Encimamos la luz
oh,
la luz nos encima?

domingo, 26 de diciembre de 2010

Después de todo, me quedo reflexionando sobre la capacidad del símbolo. Y creo que la poesía aspira al símbolo, es decir, que existe una disposición simbólica que la sitúa en la vecindad con lo ignoto, inefable. Sólo el símbolo vincula el mundo inteligible y lo sensible. La música recorre este circuito por naturaleza, de ahí su esplendorosa capacidad de sugerencia. La literatura, y sobre todo, la poesía, necesita realizarlo artificialmente, porque la palabra en sí ya es artificio. Ay, la ansiada naturalidad del símbolo.

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Exacto, la única disciplina que se renovó sin ningún referente clásico en el Renacimiento fue la música. Aun así, se produjo en esta época la mayor revolución musical de su propia historia, una revolcuión que inundó el jazz y que lo hace ahora e esta música de Scelsi que escucho en la mañana.

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He descubierto la música de Giacinto Scelsi. La nascita del verbo me recuerda a Ligetti , pero después de unas horas, escucho deleitado, Uaxuctum, una epopeya mística, un pasaje religioso de cariz trascendental. Toda una apología del sonido y de la trascendencia. Esa polifonía que me ha detonado los instintos más peregrinos, que ha levantado mis pensamientos más insospechados...

sábado, 25 de diciembre de 2010

Como bien advierte el autor, los filósofos han sospechado siempre de sus incapacidades para poder establecer axiomas o sistemas acerca de lanaturaleza de la música o de la música como concepto. La historia del pensamiento ha dejado escasas páginas que hayan abordado la música con férreo razonamiento. Destacan los libros de San Agustín o los de Adorno, pero no tenemos estudios centrados en la música como concepto filosófico o simbólico que supera a las demás artes y a cualquier expresión estética de los hombres.
La música está y es en el origen del hombre. Todavía hoy, como el propio origen del universo, su aparición y su qué son irresolubles. Lemos a Shopenhauer arrodillado ante la música como el único elemento capaz de aunar lo material con lo inmaterial, capaz de vincular lo sensible con lo suprasensibe, capaz de vehicular en la expresión humana la exactitud matemática con la festividad del espíritu.
Así las cosas, cuando uno comienza a leer el nuevo libro de Eugenio Trías, La imaginación sonora, no tiene una respuesta más que la celebración, porque este volumen es, desde el comienzo, un libro como pocos. Ojalá existiera para la literatura escrita en español un crítico o un lector que escribiera con esta lucidez y con esta clarividencia a pesar de la oscuridad natural del asunto.
Como escribe Trías, hay que remontarse al nacimiento de la escritura musical, desatendida por completo, para reconocernos allí, en ese seno insoslayable de la vida. Eso es lo que sucede con la música de Palestrina que ambienta la casa, parece surgida de un origen extraño y propio al mis tiempo.

viernes, 24 de diciembre de 2010

En estas páginas he ido dejando buena parte del lastre que me sobreviene como ser social, que tanto me incomoda y al que renuncio con más fuerza de un tiempo a esta parte. No profeso la asistencia a capillas de ningún pelaje, ni literarias ni religiosas, ni de caza o de carnaval.
Con el paso del tiempo, selecciona uno con más vehemencia los días que corren y las horas de asueto para poder darle trabajo a la mollera con un libro por delante o, lo que es aún más intenso, con una página por delante sin palabras. Por estos motivos, no puedo seguir manteniendo por mucho más mi educación cuando me pronuncio sobre estas fiestas o cualesquiera que tanto unen a los miembros de una comunidad, ya sea esta del trabajo, del vecindario o de la familia.
Es una falacia absoluta, rotunda, nefasta. Enmascara las miserias y nos relega a la más mínima dignidad. Nos anula, nos somete, nos arrastra al adocenamiento. Está en el lado contrario del mensaje que anunica. Así lo creo abiertamente, a pesar de que tenga que justificar (como un acusado) por qué dejo de ir a una comida o a una reunión de amiguetes cada año. El año que viene, en lugar de escribir un villancico, lo que haré será una tarjeta con un poema jocoso excusando porque prefiero el excusado que andarme ahogado entre los vivos.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Ayer, cuando llegaba a casa en medio de una tormenta, me encontré a M.C. reclinada en el sofá con cara de niña leyendo un libro de poemas. Lo sostenía con tal agrado y satisfacción, que pocas veces la recuerdo así, con tanto entusiasmo por la lectura. Lo primero que hizo fue felicitar a los antólogos y al editor del libro, ya que, como filóloga, desarrolló la manía de la lectura lenta. No hay erratas, hay una gran diversidad métrica y temática, a pesar de ser un libro con un sesgo buscado; no sobran poemas y desde el primero (y no tanto hasta el último) el libro es una panoplia preciosista y una celebración de la poesía, me estuvo comentando.
Cuando intenté leer el título del libro, ella no me dejó leerlo, la noté con una actitud pueril que me llamó la atención. Comenzó, sin embargo, a leerme en voz alta algunos poemas de García Baena, de Aquilino Duque, de Antonio Colinas, de José Jiménez Lozano, me gustan todos, repetía insistente. Cuando hubo terminado de recitar el último verso, le dije que ya sabía qué libro estaba leyendo, “es el libro de los niños”, le dije entusiasta. Efectivamente, nunca un libro trajo tanta transparencia a la casa como éste, tanto deleite para dos niños que aún recuerdan, a dos tintas, los días infantes de sus lecturas.



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Hoy el viento azota el árbol que se aposenta delante de la casa. Lo zarandea como si fuera un enjambre al aire. De un lado a otro, sus hojas aguantan el derrumben, la escarcha y los latigazos, tremendos latigazos sobre su copa. Lo observo durante unos minutos, en silencio, sólo invadido por la música de Antonio de Cabezón, otro ciego imposible y fascinante. Con la cadencia de su vihuela, el árbol va pronunciando la fuerza de su tierra, la que lo aguanta y sostiene frente al envite. Me pregunto, ante el ritmo terciario que adquiere la música, ¿qué tierra es esa para los hombres, qué sustento poseemos para que no nos deshojemos tan pronto?

miércoles, 22 de diciembre de 2010

En muchas ocasiones, este diario es un cementerio de poemas muertos, de poemas embrionarios que jamás nacieron por su impotencia verbal y que terminan por configurar un mosaico de prosas sueltas y desvergonzadas. Como las almas del purgatorio, ser sin rumbo, eso es un mal poema.

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Un mal poema puede ser, en ocasiones, la mejor prosa.


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Aprenda a escribir novelas escribiendo. Aprenda a escribir ensayos escribiendo, pero, ¿y la poesía, cómo se aprende?


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La poesía es escribir sobre lo que nunca seremos dueño.
Ningún momento del día como la madrugada para escribir, como la madrugada en los montes sonorosos de la noche. Quiero que la escritura sea la respiración de la noche.
La lluvia cae con la lentitud de lo bello y de lo primero. Son esperanzas los rayos sobre el cielo, la luz que se quiebra en las retinas y se hace incomprensible. Qué belleza en esto para lo que venimos a este mundo en el que hemos nacido con los astros mudos. Aquí la música sólo es convocatoria, acaso azucena, mas puede el hombre intuir su trascendencia. La única unidad que nos queda con lo vivido es la respiración. Como estatuas, nos enfrentamos al mundo, como estatuas vivas. La poesía es la respiración de las estatuas.

martes, 21 de diciembre de 2010

Esta mañana, R. me decía que existen memos que se creen pintores y que se dedican a explicar sus obras sin haberlas creado o, lo que es más grave, habiéndolas creado sin valor en sí. A lo que le respondí que existen quienes se creen poetas que, sin ser conscientes de sus limitaciones, llegan a escribir que el pasado es un espejismo tan agridulce como la salsa de un chino.
Caen los días con la cadencia de una góndola arrumbada en la laguna. Desde la ventana de este palacio véneto, la belleza pronuncia las hechuras de lo posible. Ya es la tarde, la tarde toda y moribunda, porque en Venecia los albores de lo decible es la levedad. Aquí la luz es el dircurso de lo frágil. Allí donde ella reside soy por completo y en esta ciudad, que aúna el mar y la piedra, me deshago de mí mismo hasta ser alga pasajera. Nunca fui tan ajeno a la vida como en Venecia. me ontemplo asomado al palacete en que morí un día.

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Hay días en que uno escribe como si el mundo se fuera a terminar mañana. Y no debería el escritor hacerlo de vez en cuando, intermitentemente. Deberá escribir siempre como si las palabras estuviesen avocadas a la finitud más próxima. No caben concesiones a otras veleidades, sólo el vacío propio, el vertical intento de asirnos por de dentro para extraerse las tripas y ponerlas sobre la mesa.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Los cuerpos disputándose la noche, la aurora como lira tañida por Orfeo, los cantos de la tierra recibiendo la luz, el baño sonrojado de un pubis La lluvia percutiendo sobre el sueño escondido que perfora y asienta la orgía perpetua de un álamo en la ribera.


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Toda la tarde observando la caída enfurecida de las aguas frente al mar. Las aguas turbulentas que se arrojaban sobre la lluvia acechante. Parecía todo una pintura de Turner o un olvido de un demiurgo recién nacido.


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No se escribe poesía para niños como no se escribe diarios para adultos. A pesar de esta creencia, sí he defendido el valor eufónico de la poesía en los niños, la sustancia fónica, la destreza musical, el ritmo embriagado como indiscutibles alimentos para las almas de los infantes.


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Abre los ojos, niño, que quiero ver las encinas.

domingo, 19 de diciembre de 2010

En la infancia anidan unos arquitrabes perennes que retoman su cuerpo al dictado del ánimo. Ellos, aun distantes de uno mismo, sostienen buena parte de lo que somos, a pesar de que neguemos y huyamos de ese tiempo quizás ya redimido. En la infancia, ya lo dijo Cernuda, sucede lo odioso, pero también lo que nos sustancia en buena medida.
Aparecen, en los días, la inteligencia y la capacidad humanas. Comienza a desarrollarse la sensibilidad, la abstracción, las aptitudes espaciales e imaginativas. La experiencia moldea al espíritu informe que nos habitaba hasta darle figuración: su rictus es el eterno que nos atraviesa.
Si uno encuentra la plenitud en su interior, puede llegar a escribir como Dante, algún verso parecido a Virgilio, acaso una reflexión ínfima de Shopenhauer, mas una cosa es la formación y el intelecto y otra, el talento natural. Es, precisamente, ese talento natural, esa acción indomable que desapareció en la pubertad y en la madurez, la que vuelve a convocarse cuando la necesidad se expresa en los renglones de lo eterno.

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¿Qué puede escribir uno sobre el libro IV de Geórgicas, de Virgilio? Otra vez las encinas en un canto sagrado sobre Orfeo, las encinas, de nuevo, presenciando la belleza de Orfeo: “amasando a los tigres y arrastrando con su canto a las encinas”.
Quedo arrastrado como esos árboles por las líneas de Virgilio y por el tremendo episodio en que machacan a Orfeo hasta despedazarlo y arrojarlo por diversos lugares del mundo, que son los de un río. ¿No será un suceso mitológico que explique el sonido del amanecer, el canto audaz de la aurora o la brevedad asonante de la noche?
Después de leer a Borges, anoté en el moleskine lo siguiente: “¿Habrá suerte mejor para un hombre que su mísera vida, que su profunda ceniza en la tierra, de su visión en los ojos ciegos de otras guerras?”. Sin saber qué me llevo a escribir estas palabras, me he detenido a buscarles una explicación, una causa primera.
Después de hacerlo, he encontrado un puñado de motivos. El primero, un diario es una elegía continuada y todo lo elegíaco es lírico, profundamente lírico. Lo segundo, en la vida un hombre caben todas las vidas, y sólo la nuestra es la especular. Tercero, y no por ello último, el escritor utiliza un paño para limpiar el vaho que se acumula cuando aplica la memoria. Ese paño que aclara y confunde, que verosimiliza la realidad, es la ficción.

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Cuando uno se para a contemplar su estado y a ver los pasos por donde ha llegado hasta lo que es; cuando uno se retira de la vida acumulada de ruidos y vacuidades, cuando uno se hace y tiene la consciencia de ello, sucede la plenitud engañosa. Porque la plenitud nunca se deja entender y toda ella es sugerencia, como la buena literatura.
De todas las artes, la música es la referencia sin mundo más absoluta. Y por eso, en el fondo, la literatura, y sobre todo la poesía, tiende a imitarla a pesar de sus burdas ritmicidades y de sus débiles palabrerías.
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Al escribir, he necesitado inventar dos palabras. mal síntoma este d la invenció léxica, porque, si como decía el griego la palabra es la cosa, ¿qué serán estos dos verosímiles ritmos?

sábado, 18 de diciembre de 2010

Por diversas circunstancias hoy escribo en la cocina de mi casa. Nunca lo había hecho antes en esta casa, escribir en esta cocina, nunca antes había urdido un texto para el diario, aquí, en pie, embriagado de olores y sustancias de la tierra. Lo hago cerca de un lebrillo cargado de frutas, porque nos gustan, sobre todo, las manzanas verdes. También hay naranjas, kiwis y limones. Mi abuelo era un adicto al limón, todo lo aliñaba con limón y gracias a él todavía utilizo el limón como un bálsamo infalible.
Sobre las frutas, descansa la maja o machacadera que utilizamos el domingo pasado para elaborar un ajo sanluqueño con la familia junto a un mosto recién comprado. Recuerdo ahora la estampa y sonrío: mi padre ejerciendo de ajero, mi madre estudiando las porciones, el resto entregados a las virtudes del vino.
Hay un aire en esta cocina de escasa voluptuosidad gastronómica, porque nos gustan los alimentos en su porción exacta. Ni siquiera el salchichón ibérico que cuelga de una guita desentona como lo haría un ripio.
Por otro lado, sobresalen las especias, por su colorido, así como los aceites y vinagres. Aquí declaro mi engolada manía de tomar un buen vinagre. Por supuesto, hay una cafetera que anida encima del fuego, perennemente, y este año una pata de jamón que vino hace unas semanas.
Ante las frutas, sólo nos queda imaginar el colorido de su piel como un rastro de su proteica vida. Ante ellas, ante su inmarchita felicidad verde o aterciopelada, me he sentido enjuto y seco, tanto como un higo que se declara a salvo del agua y de los jugos.

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Sólo puedo decir algunos título que leo. El libro de Fumaroli, a Vargas Llosa o a Tólstoi. También la biografia de Wiesenthal, aunque buena parte ya la leí en sus obras anteriores, la poesía de Borges, todos los días durante dos semanas he leído en el tren, a diario, las poesías de Borges. Bancos de niebla, Juan Carlos Palma, que presentamos ayer en Sanlúcar y de la que escribiré con más detenimiento. Y, en los últimos meses, releo la Biblia.
Intercalo páginas de mi admiradísimo Thomas Mann, de Yeats, Eliot, Cervantes. Herman Broch, fue leído durante algunas horas. Dante, siempre, Dante…mas, ¿para qué sirven estas colecciones de páginas huidas, estas menciones como frutas almacenadas en un lebrillo de barro, seco, desapercibido?

jueves, 16 de diciembre de 2010

Hoy, puede decirse, hoy, he descubierto las misas, de Luigi Cherubini.


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Hasta las mismas sombras de la infancia tienen un resplandor de promesas.
Un renacer muriendo, un hacerse contenido.

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En la plena grandeza espiritual, se accede a lo mítico. Del tiempo anecdótico de lo subjetivo se adentra la obra en la belleza, que es lo estático. Curiosamente, desde lo íntimo, que es lo más dinámico que existe, hasta lo externo; de lo subjetivo a lo objetivo, a lo en sí de la belleza. En ese movimiento sin rastro todo se ejecuta fuera de la razón. Llamémosle misticismo o profanidad del éxtasis.

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Hay páginas muy inteligentes en París-Nueva York-París, de Marc Fumaroli, sobre todo las punzantes reflexiones que ofrecen las páginas dedicadas al Renacimiento y el legado religioso cristiano entrelazados. Esta transición, de lo estrictamente religioso a lo pagano, pocas veces se ha tratado con esta libertad de juicio y de palabra. Siempre he leído libros que han partido de uno u otro extremo, del os que vieron la desaparición del discurso religioso una usurpación y un declive, pasando por los que se situaron, desde entonces, en una contrapuesta postura a todo lo que huela a cristianismo. Fumaroli concilia estas posturas y ofrece el jugo de lo que el arte se ha beneficiado. Propone un camino alterno para la interpretación y sobre todo una lección, hay que seguir indagando en las épocas que más han sufrido del raquitismo crítico.
Poreste motivo, he abandonado el estudio del arte contemporáneo, de este tiempo. Observo en Virgilio toda la plenitud acumulada de un poeta; en Tólstoi la reivindicativa asimilación moral del intelectual; en Cervantes la capacidad técnica más apabullantemente genial; en Dante el inicio, el principio, el Aleph absoluto de un poeta que lo fue todo, incluido estos días: "Hacer ver lo invisible en lo visible", como, por ejemplo, en el cuadro de Caravaggio, La conversión de San Pablo. Del paño que cualga a Courbet...

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Mañana estaré junto a un amigo, J.C.P., hablando de su libro, Bancos de niebla. Cuando eso suceda, por la tarde, en Sanlúcar de Barrameda, intentaré ejecutar el sueño de otro, de otra vida imaginaria. Es una vida escondida en un subterfugio que lucha diariamente por no perder fuerzas para nutrirse de las lecturas y de las imponentes palabras o pensamientos de los demás. Esa vida por de dentro, corriente subacuática, río profundo, que no debe empañarse con el ruido y la contaminación nefastas del trabajo. Eso, a veces, produce dolor físico, porque el tiempo se escapa entre los dedos como dos calandrias solitarias que han muerto de tristeza. Hay veces ese dolor es lágirma por la impericia de no poder dejar de ser humano para entregarme a ese trabajo que me convoca. Nadie me advirtió, ahora lo entiendo, de la religión del arte.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Es sueño de oboe y cuerpo de calandria, silueta de azul. A eso aspira un escritor, a lo que dijo Borges que era no la sencillez que no es nada, sino la modesta complejidad.
En estas anotaciones, que testifican un progreso, un umbral, un hacerse desde la reflexión de la palabra y la escritura, he soñado con la encarnadura de algún poema de Virgilio.
Todo sucede como si estuviese detrás de un crsital empañado. Sólo hay que limpiar el vaho.

martes, 14 de diciembre de 2010

Parece que el diario encuentra su fin y su principio al final del año, que con el calendario las páginas del cuaderno también se arriman a la circularidad. He de decir que esta estructura, de salvífica y renovada disposición, es como esa piedra de sol milenaria, como el agua bautismal de los ritos, como el diluvio calcado en las tradiciones ancestrales. Así el acuífero en que reposan estas letras, renovador pero estático, de solemne fisonomía raquítica. Índice de un mismo espíritu.
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¿Es acaso poema meditabundo este diario o umbral de lo anhelado?
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Vivimos y morimos y anhelamos. Esta hora, en la mañana, aún sin contar con el prodigio de la luz solar, se ha convertido en una suerte de anaclusa en la que puedo imaginar, por ejemplo, que hoy terminaré de escribir el poema que menciona los espejos de Borges; el que incluye el verso de Virgilio o la obsesión última con la vida y la moral de Tólstoi. Lo hago todo, escribo, en pie, rodeado de gente que fuma y que parece dormida, transidas sombras en silencio.

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Exactamente como en este momento. Desde el derrumbe y el corifeo de voces perturbadas por las sombras. Son sombras ellos mismos, especulares sueños de rabinos y demiurgos, retruécanos metonímicos de su luz embaucada y robada de la tierra.

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La más pura, la de la tierra, la que prende desde lo oscuro la claridad en sí. La más pura e impertérrita. La verdácea signatura de lo vivido.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Notas para una novela. Pueden hacerse públicas las notas que uno escriba para ir conformando una novela, incluso un poema. Esas notas no son nada, acaso un rastro léxico, alguna huella semántica a priori de la materia literaria resultante.
Como un alfarero, que se vale del barro sobrante y humedecido que fue idea, como un carpintero que apura la última veta de una madera noble, así con las notas para una novela. Todo o nada. Riesgo o sumisión. A no ser que el novelista, como el último premio Nobel, requiera de la investigación, de la indagación histórica para urdir y operar en ellas con la ficción.
En mi caso, a pesar de que todavía no me haya adentrado en el relato de largo aliento, extenso, totalizador de la novela, en la palabra de oxigenación compleja, sólo puedo escribir tentativas más o menos acertadas, más o menos atinadas.
Como ocurrió con Cervantes o con Machado hay que dejar que la literatura termine mostrando su presencia en uno indiscutiblemente, sin tener en cuenta la edad o la condición social, sin tener en cuenta las miserias que rodean a lo literario. Escribe y cree en lo escrito, arroja una fidelidad emboscada sobre tu escritura.
Esa actividad copulativa, esa intransigente posesión que hace la literatura del escritor, hay que macerarla hasta el extremo de su asunción, ponerla en tela de juicio continuamente. No somos más que el lugar de las apariciones de lo literario y debemos ir desnudando los contornos de la palabra auténtica, no disfrazándola, ni engalanándola, sino todo lo contrario, sugiriendo sus contornos.
Lo que sucede, aun sin ser conscientes, es que prefiero, como decía Borges, la sana teoría a la práctica deficiente.

domingo, 12 de diciembre de 2010

A veces, una vida imaginaria. En ocasiones, una vida paralela. Siempre, la vida ajena.

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La silente cadencia de la vida...
Work in progress. La escritura se hace en su presente. La escritura se conforma en su formación. Es roca ígnea en un ciclo ínfimo, calcificación de lo acuático y fluyente. Débil insinuación de la mirada.

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Hace años, encrespado en las ambiciones académicas, pensé en hacer una tesis sobre la obra o algún aspecto de la obra de Vargas Llosa. Como era un aspirante ridículo y verderón a nada, esas ansias se diluyeron entre tanta estulticia y palabra huera del entorno. Es ahora, cuando se confirman algunas de las intuiciones que tuve, cuando me alegro de no haberla hecho, ya que estoy seguro de que no hubiera estado a la altura de todo un Nobel.
Preferí dejar a Vargas Llosa como un maestro de lo literario antes que como un fantasma que me persiguiese hasta que me dejara extenuado. Porque Vargas Llosa es como ese Flaubert que grabó en la cabecera de la cama “leer para vivir” y que leo con tanto gozo en Bouvard y Pecuchet, su obra maestra. Esa es la melancólica circunstancia a a que me incita la figura de Vargas Llosa, a leer y luego a escribir como la condena de un pez en el agua, contra viento y marea, con la travesura del sueño de un corazón en tinieblas.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Este cuaderno, que tengo abierto sobre la mesa, con sus páginas garabateadas, trenzadas por sílabas inconexas, por pensamientos fútiles y por no pocas yoerías. Este cuaderno sin verbo, sin activa oración que lo reanime. Son páginas yermas sin ser leídas, mutaciones informes e insonoras. Sólo el lector produce la encarnadura de lo leído, sólo el lector. Y el autor es siempre el primer lector de sus obras. Escritor y lector, sístole y diástole, alumbramiento y defunción, luz y sombras, umbral fugitivo de las palabras, llama doble, luz de luz.
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Mientras el cuaderno reposa en su blancura, leo El libro de las mutaciones. Cuando lo hago, recuerdo el poema que le dedicó Borges, "Para una versión del I King": ”No hay cosa/ que no sea una letra silenciosa./ […]”Nuestra vida/ es la senda futura y recorrida”.
Una senda futura pero retraída, que se convoca con la memoria de la experiencia. La realidad condensada en la letra, porque la realidad siempre es silenciosa y sublime, porque pronunciarla es verter los sonidos de lo fugitivo en ella, donde no caben las palabras porque ella es palabra.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Leo conmovido que León Tolstoi escribió algunos pasajes de Guerra y paz llorando. A la vez, anota en sus Diarios las sensaciones que persisten mientras escribe la monumental obra: “esta consciencia de poder constituye nuestra felicidad, la felicidad de los escritores. Este año lo he experimentado con singular fuerza”.
La conciencia de la felicidad en los escritores. Este paradigma está reservado a los grandes espíritus que aprehenden una época y la traspasan, a los que mientras crean son conscientes de la profundidad de lo creado. Lejana reflexión de la felicidad, imposible trabajo, enormidad del hombre para este minúsculo ejercicio de asueto. Ser perito en el espíritu, qué grandeza tan inefable.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Ni creer ni crear, sólo la conciencia.


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¿Puede la palabra exceder su memoria?


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Dice Ángel García López: “un verso puede desahuciar al cielo”...
La fe es un pensamiento inacabado.
Sucede en ocasiones que, sin conocer exactamente el motivo, alguna ciudad, algún autor literario, un pintor conocido, cierta música de cámara o alguna obra literaria adquiere una importancia sobresaliente en mi vida hasta el punto de que todo gira a su alrededor durante varios meses, incluidos aquellos previos en que ni siquiera la leo, la observo, la escucho, la atravieso.
Ocurrió con Cervantes, con Dante, con Homero así como con Tiziano, con Rubens o Velázquez. Por supuesto, lo de Brahmns fue una obsesión desmedida, tal que París o Venecia. En estos días, sin embargo, me sucede el síndrome Tólstoi. Estoy merodeando por sus datos biográficos, por los aledaños de sus obras magnas, por las anécdotas en su vida, por las ediciones de sus libros, las traducciones, etc. Es un acercamiento que realizo lentamente, como si alguien, al final de este pasaje, estuviera esperándome para explicármelo todo durante unos meses. Tengo la exacta sensación de estar hurgando en las vidas de otro, por muy plural y pública que esta sea.
He de decir que en algunas ocasiones, estos tanteos han terminado en nada, quiero decir, que no han cuajado en una relación fecunda entre escritor y lector. Por ejemplo, recuerdo las tentativas con Céline. O los intentos frustrados con James Joyce. De todos ellos, de toda esta experiencia de la lectura, voy adquiriendo nuevas perspectivas que amplían en hecho exacto de abrir un libro y comenzar a leerlo sin más. La lectura se ha ido edificando como un son lento para ser humano, como un rito cotidiano que se ha instalado en las bisagras que me sustentan entre este mundo y el que vivo, que me ayuda a bien morir en la sintaxis imparable de los días.

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Lo primero que he comprado ha sido el libro de Mauricio Wiesenthal sobre Tólstoi. Este maravilloso escritor ya había escrito valiosas y hermosas páginas acerca de Tólstoi en otros volúmenes anteriores que he leído con fascinación. Sin embargo, ofrece Wiesenthal un retrato completo y personal de Tólstoi después de décadas de obsesión con el personaje y de haber hablado con la hija del autor de marras.
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esta falta de referentes morales la creo como la mayor de todas.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Escucha el círculo de los astros como si estuviesen quietos. Mantén atentos los ojos en lo invisible. Vuelca tu mano en el vacío de tus células. Armoniza tus palabras como la luz al mundo. En la silenciosa permanencia del mundo se esconde el fulgor poético.


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A veces recurro al diario para volcar en él alguna confesión íntima con la intención de que se trasluzca como si le hubiera ocurrido a otro, para que se acrisole en las trenzas de la ficción y se diluya en la vida de otro que las escribe. Cuando sucede eso, leo el texto al cabo de unos días con la distancia necesaria para obviar que no fue en ningún caso como pensaba por entonces, que las luces de antaño eran claroscuros de ahora.
Esta reflexión me ha llevado esta tarde a pensar qué hay al fin en un diario, qué queda a la postre en las páginas cansinas y monótonas de un diario cualquiera. Porque todos los diarios son literarios, más incluso los que pretenden ser fieles a lo que sucede. Escandir versos es pelar una manzana con suavidad; escribir un diario es hincar el azadón en la tierra cotidiana.
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Me persigue el anhelo de la cultura europea... Sin poseer los registros necesarios, tengo la percepción de que la cultura europea, la que ingenió esto que somos y que vivimos, va diluyéndose poco a poco. Estas ideas hacen que mis lecturas sean, cada vez, más selectivas, y que se dirijan hacia autores como Tólstoi o Dante. En estos autores, la cultura es interminable materia; en la literatura de ahora, raro es el caso que no sea putrefacta palabra.
Falta la admiración por los héroes caídos, la dignidad del fracaso de ser humanos, idealistas que pronuncian imposibles a pesar de su conciencia. Ahora sólo pervive el triunfo de lo inmediato, el triunfo en la vida, que es lo liviano y detestable y una teoría política que quiere hacernos creer que todos somos lo mismos. Por eso rehúyo de las capillas culturales, de los saraos literarios, de las comilonas que se preparan en los trabajos para celebrar la indecencia. No me digan más, que vuelvo al ser; no me digan más, que no hay par en los hombres de ahora.
Quisiera estar ahora en Londres a pesar del frío. Quisiera poder recorrer las calles desde el anonimato y sentarme en St. James´ Park a tomarme un bocadillo mientras voy pergeñando un poema que se aparece de pronto en una lengua ajena, la de la conciencia.
Merodear por Bloomsbury y en sus librerías, que son arterias de la ciudad, proteicas vibraciones para el lector. Luego, dejar mi cuerpo en la barra de una taberna, por ejemplo, en Belgrave donde, entre pintas, llegué a prometerte las encansiones del tiempo.
Desposeerme y abandonarme en las calles que rodean Westminster y rodar por ellas como un eco perdido. Desglosar las ilusiones que en el cielo gris se pronuncian con cada paso de la piedra. Pronunciar la lengua extraña de los vencejos por los parques y dibujar, acaso con la maleable sustancia de mis retinas, la sombra proyectada de este sujeto que escribe y que silabea el dulce son de ser humano. Coger en Victoria Station un tren sin destino y sentarme en ese vagón que sujetas sólo con tu mirada.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Para los que no son escritores, para los que no sienten la escritura como actividad genésica, les es extraña y ajena la facultad de hacerlo. Extraña forma de vida, que dijo Vila-Matas, la que llevan los escritores. Extraña forma de persistir sobre los días: garabateando unas palabras que se amontonan sin saber por qué.
De un tiempo a esta parte, cada vez que en una conversación sacan a relucir esta maldita pregunta, me quedo callado, en silencio, con rictus de roble centenario. No puedo ni quiero justificar más esta forma de vida. El que no la entienda, que aprenda a respetar lo incomprensible. El que la lleve por otros motivos, que vaya tomando conciencia de su tontuna y su estulticia.
Llega uno a cansarse de tanta explicación y de tanta justificación. No hay nada más allá de escribir. Escribir, en sí, es ya una acción que completa una vida y que sustancia la de toda una generación de hombres. Incluso la toda una especie. Incluso la de una divinidad. Leer.Escribir.

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No llego al odio, pero sí a la maledicencia, cuando los demiurgos de turno se creen poseedores de supuestas verdades. Alguien tendría que decirles que son unos patanes y unos mediocres. Que son unos chamarileros de su propio ego. Porque no hay nada más ridículo que un demiurgo y su cochambre y su mugre desprendida en su ignorancia.
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Existen, igualmente, los que toman las ideas como testigo de sus vidas, los que entregan su vida y su inteligencia a los credenciales sociales. No puede uno relegarse a lo que está de moda. Ya está bien de tanta baratija tecnológica, de tantas aspiraciones banales, de tanta palabrería huera. A muchos de esos que se vanaglorian de las tecnologías y del lenguaje administrativo, les daría un libro, un libro para que empezaran a leer como es debido. Porque ahí reside uno de los mayores problemas de la sociedad de este tiempo: se ha perdido la esencia del hombre, que es la del conocimiento en sí, no el exhibicionismo torticero.

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…sólo faltaría pedir permiso para poder escribir o leer delante de un púbico. Creo que el acto de leer es el más revolucionario de la actualidad. Lea y será inevitablemente un revolucionario, aunque sea dentro de sí, aunque sólo las palabras se atrincheren por de dentro. Lea, y se verá. Lea, y comprenderá a la altura moral en la que nos encontramos. Lea, y suicide al hombre moderno que lo posee.

sábado, 4 de diciembre de 2010

El poeta, ¿es sujeto o es objeto de la poesía?


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Quevedo cerró uno de sus prodigiosos sonetos de la siguiente manera: “y no hallé cosa en que poner los ojos/ que no fuese recuerdo de la muerte”. Dice el editor que el último verso es una imitación de otro de Ovidio, pero poco importa la imitación en este tipo de composiciones. ¿Qué es la imitación cuando se produce la transformación léxica de una lengua a otra en toda su plenitud?
Lo deslumbrante de los versos reside en la naturalidad de lo improbable: el recuerdo de la muerte. Cuando un poeta inserta unos versos en una composición sin que esta decaiga por su estridencia racional, ha logrado lo que los poetas persiguen: la palabra plena, toda, en sí. Lo consigue Quevedo en este verso, cuando retoma el recuerdo de lo que nunca verán sus ojos, de lo que nunca sustanciará por descontado sus poemas, de lo que nunca fue memoria aun siéndolo en la escritura.
Creo que Valle-Inclán dejó la teoría de lo que ya escribió Quevedo en este verso.
Me detengo en las líneas y en los trazos de Angelus novus, de Paul Klee, después de leer las Elegías, de Hölderlin. Parece que el ángel está desafiando a la antigüedad que lo detiene en sí mismo y que lo incapacita para poder aprehender lo divino. Estas reflexiones surgen, acaso, de las palabras que el propio Hölderlin urdió en cierta ocasión: “ así, en soledad, no puede poseerse lo divino”. En la soledad no puede poseerse lo divino porque el hombre llega a comprenderse a sí mismo, desde lo lejano, desde la ausencia, desde la otredad. Comprender al hombre es evidenciar la imposibilidad del hombre ante el mundo de entenderlo.
Es lo que le sucede al ángel de Klee, que se encamina en sí mismo, alejándose de la imagen especular que durante tanto tiempo lo retuvo en la misma forma inevitable. Sólo la muerte es el límite contemplativo para la vida del hombre. Lo demás es silencio y claridad. Claridad que puede convertirse en luz. La luz caída del alma.

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La poesía es revelación, es tentativa por abrigar la otredad desde nosotros mismos. No hay categorías que a priori que lo poético pueda aprehender. La poesía es una revelación en la brillantez del presente, un presente continuo que se cierra con la lectura y que sólo se recupera con la memoria del verso. Es levitación sobre el raciocinio, superación imaginada de la naturaleza y a la vez naturaleza toda. La poesía es el estigma de la lengua.

jueves, 2 de diciembre de 2010

La llama de un hacha en un espejo es una de las imágenes que Dante utiliza en el Paraíso para hablar de la fugacidad y de la especular visión humana sobre los conceptos trascendentales. Llegado a las cercanías del Empíreo, el texto se desbroza; las palabras y los conceptos consiguen iluminarse de continuo y, cada vez, el magno texto de Dante se va convirtiendo en un artefacto cristalino, límpido, puro, indefectable.
El texto se precipita hacia una recelosa luz amanecida. Ya en el Canto XXX podemos leer todavía un verso de incalculable valor: “y este mundo/ horizontal reclina ya la sombra”. La horizontalidad del mundo frente a la verticalidad del individuo, humanidad frente a concreción, la categoría encontrada con la anécdota. En esa introspección individual, ocurre la luz primera, la que convoca los astros de nuestro universo interior, la que arroja la realidad incomprensible e indecible, la que pronuncia asilábica las fragancias del ser. La luz entendida y entendiente.

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La misma que recorre los versos de Leopardi: “l´estremo albor della fuggente luce”, cuando Giacomo describe el ocaso de la luna desde sus ojos, el ocaso de la luz de las sombras. Es el momento en que palidece el mundo en las frondosas iluminaciones del ser. Poco después, dirá: “tal si dilegua, e tale/ lascia l´età mortale/ la giovinezza”. Eso es, así se esfuma e igual deja la edad mortal la juventud.

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De la misma naturaleza son los versos de Wen fu en Prosopoema del arte de la escritura. En el poema V, titualdo "Infinitud y medida", escribe al final: “Porque el discurso sólo alcanza/ su fin cuando trasciende”. Y digo ahora, porque el discurso sólo alcanza su plenitud en la tarscendencia que es donde se desdice el mudno.

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Cuando uno emprende la tarea del ser, es decir, reconocer su mortalidad, tiene la sensación de que esta condición es un castigo o un retroceso. Un alejamiento de la luz, que es la plenitud de la belleza y de lo inefable. Así Schiller en Lírica del pensamiento: “Cuando expulsó el creador al hombre/ de su presencia a la mortalidad/ y un tardío retorno hacia la luz/ le ordenó hallar […]”.
El mismo Schiller balancea su razonamiento estético cuando unos versos antes escribía: “Lo que como belleza acá sentimos,/ un día a nuestro encuentro vendrá como verdad”. El camino de la belleza como el cauce hacia la verdad...
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Paul Valéry, en Cahiers, dejó algunas sentencias perladas de ingenio: “Cuando una obra alcanza la Belleza pierde a su autor”. La obra, por tanto, como una lanzadera en búsqueda que se desprende de su autor, de toda individualidad, del lastre de la finitud que es el hombre y que comienza a ser aprehendida por todos los hombres predispuestos. Con esta anulación del individuo se produce la luz y con la luz la Verdad. Verdad y belleza, haz y envés de la misma condición deseante del hombre.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Esta mañana, a las seis y cincuenta y dos minutos, me encontraba en la estación de tren leyendo a Virgilio. Tenía abierto el volumen de Bucólicas y Geórgicas, cuando me asomé al andén que está cercano al campo. Desprendía la reciente humedad una zozobra virgiliana que me apabulló a pesar de que estuviera levantando, a esas hiras, el vuelo de la mente. Durante unos minutos, respiré con profundidad y quise que la respiración se convirtiera en un ejercicio literario, tal que los consejos de Rilke. Respiraba, respiraba, una y otra vez, respiraba. Hasta que memoricé el inicio de Geórgicas: “Qué hace fértiles las tierras, bajo qué constelación conviene alzar los campos y ayuntar las vides a los olmos”.

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Leo, mientras tanto, El legado de Homero, de Alberto Manguel. El autor argentino recupera unos oportunos versos de Heine que quiero trasladar a la respiración de esta mañana, porque lo que penetró desde la humedad fue la lucha entre los sentidos y lo imaginado, entre la ficción y la oxigenación de lo material. Heine, en un intento de conciliar la mitología clásica con la religión cristiana, escribió: “La discusión nunca terminará./ La Verdad siempre disputará con la Belleza./”. Exactamente. Respiración, Belleza, Verdad confundidas.

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Y, con todo, cada día anhelo más la potencia vital y estética de la Divina Comedia, de Dante. Recuerdo enfervorecido que algunos pasajes, rayanos en la plenitud poética, han quedado en la memoria establecidos con tal fuerza y desmembramiento que todavía siento el arranque de principios que supuso. Me imagino leyendo cuando subía por la Via San Ercolano, en Perugia,
la obra de Dante. La calle era una empinada cuesta que se emparentaba con la dificultad de algunos pasajes de la obra. Aunque, sobre todo, recuerdo las sesiones en la Biblioteca Nacional de Florencia acompañado de la Enciclopedia dantesca abierta sobre la mesa. Homero, Virgilio. Dante. Nombres para toda la vida, nombres para la literatura toda.