martes, 9 de noviembre de 2010

Esta tarde, al llegar del trabajo, justo en la escalera de la entrada de la casa, me encontré empapado un paquete de correos con varios libros. Era una remesa de libros de poesía. toda vez que hube entrado, pude comprobar que el protector plástico que los envuelve hizo que los libros no terminarán humedecidos.
Después de este episodio, en que M. malhumorada no entendía cómo pueden dejar unos libros así, de esa forma, he comprendido que la palabra es humedad en lo mojado, que es el rastro, en la arena mojada, de los días y que su semblante, su verdadero y tácito semblante es el de la permanencia. No me importó la lluvia, ni la ira repentina por la luvia en el sobre. Hoy, más que nunca, la lluvia era el azote de la claridad.

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Mañana, con el poeta A.G.L. Después de leer los tres tomos de sus obras poéticas completas, creo que puedo, al menos, comentar algunos aspectos de esa experiencia lectora. Lo haré como venido de la palabra, lo haré como un poeta nonato. El verbo, el prodigioso decir del poeta gaditano, es una suerte de proteica alabanza a la palabra. Pocas veces una obra, en su totalidad, me ha dejado un fervor y un beneplácito tan justos y notables. He de anotar, además, en este cuaderno del olvido, que he aprendido con él qué señas poseen las voces nutricias.

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Nada mejor que Wagner para recuperar el espíritu mal avenido de un día aciago. Porque lucho, cuerpo a cuerpo, con la vida, con la intrusa forma y extraña forma de vida que llevo. De esta vida doble, bifurcada, demediada, que me solivianta sólo en lo placentero de lo individual, pero acaso sólo al otro, al otro vacuo y obseoleto de diálogo de sauce.

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