martes, 30 de noviembre de 2010

No quiero esta vida, no quiero presenciar lo que presencio ni dar testimonio de lo que testimonio; no quiero embadurnar mis ojos con las algas de la banalidad y la paradoja de ser vivo, porque sólo verán tus ojos. No quiero ni deseo las propiedades de este hombre que me sobrevive, que escribe, lee, ama, siente como un búfalo; no admiro a los que se sienten plenos, porque son falacias de la materia; no envidio a los que dicen sin ser en sus palabras, porque serán avenidos de la nada. Para los que piensan que la vida discurre entre sus vacuas actividades, deseo la ignonimia; para los que dijeron alguna vez quiero fundirme con lo nunca dicho, aquí tienen su hospedaje, porque nadie nunca entenderá lo que es hasta que no se establezca en la parábola de sí mismo.

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Borges se obsesionó con un verso de Virgilio, Ibant oscuri sola sub nocte per umbram…creyó en él como el más cristalino escrito jamás. Borges, según algunos testimonios, memorizaba los poemas o los versos que formaban parte de él, incluía en su acervo lingüístico los giros sintácticos de otros escritores. Desde hace tiempo memorizo más que leo y siento un gozo incomparable cuando reproduzco, por mi boca muerta, los versos de los grandes espíritus.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Tengo sobre la mesa un libro de Virgilio, Eneida, y otro de Pessoa, es decir, de su heterónimo Alberto Caeiro, Poesías completas. Al hojear el libro, compruebo que, en su momento, escribí unas notas al margen de algunos poemas. Por ejemplo, escribe Caeiro: “Yo no tengo filosofía: tengo sentidos…”. Junto a este verso dejé glosado: “Sin embargo, el hecho de pensar que no debe pensar acerca de la realidad supone un pensamiento, el no pensar como filosofía. Esta sugerente metafísica se restituye en el poema V: “Bastante metafísica hay en no pensar en nada”. A este respecto, escribí: “Poética esencial de A. Caeiro: el primer verso lo condensa todo”. Algunos versos después, en ese mismo poema, escribió Caeiro en manos de Pessoa: “¿El misterio de las cosas?¡Qué sé yo lo que es el misterio!/El único misterio es que haya quien piense en el misterio. “ Claro, como ese verso de Ángel González, “si existo es porque tú me imaginas”.
En el poema VII leemos: “y nos vuelven pobres porque nuestra única riqueza es ver”. A su lado, mi letra menuda, escrita a lápiz: “exaltación de lo sensible, la mirada como creación de la realidad. Existe lo que veo, veo lo que existe. Me veo, diría Pessoa”.
Y, para terminar, una sentencia diluida en unos versos prodigiosos: “los seres existen y nada más,/ y por eso se llaman seres”.
Todos estos rastros de la lectura me han conducido a un estado de añoranza sobre alguien que fui pero que desconozco, sobre alguien que escribió después de una lectura que, ahora, no recuerdo como entonces. Esta será la estación del lector, ser uno en la múltiple pero concreta escritura inconsciente.
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Virgilio, ay, Publio Virgilio Marón. Nos recuerda Borges que Leibniz urdió una parábola en la que se proponía dos bibliotecas: una de cien libros distintos, de distinto valor; otra de cien libros iguales, todos perfectos. En palabras del propio Borges, es significativo que la segunda conste de cien Eneidas.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Propuso Ricardo Menéndez Salmón un debate acerca de la importancia del escritor en la actualidad, ¿cuáles son los límites y cuáles son los compromisos culturales y sociales que debiera asumir? ¿Es una opción individual que no se presupone?
Después de que desarrollara un alegato sobre un tipo de literatura de la que me siento muy afín y de que se desvinculara de la narrativa de crema, me quedé pensando -lo hago desde el jueves- en el artículo que escribió Mauricio Wiesenthal sobre Tólstoi, porque, en definitiva, los dos estaban percutiendo en la misma cuestión.
En principio, no creo en la obligación moral que lleva al escritor a alzarse en intelectual comprometido con su tiempo, con las injusticias y con el rumbo espiritual del mismo. No creo en la obligación de desprender su voz en los medios de alcance social. La obra surge desde la urgencia literaria individual de leer y escribir y es la soledad el estado natural de la creación.
Por otro lado, es cierto que el intelectual debe estudiar la evolución de las culturas para poder aprehender los temas humanos en sus distintas formas, es decir, los temas que nos hacen humanos han tenido materializaciones diferentes en las distintas culturas. Esa transformación de lo eterno y común sí debe ser estudiada y asumida para poder entroncar con el espíritu de tu época. Para esta tarea, el escritor sí debe convertirse en un lector de materias importantes como la filosofía, la antropología, el fenómeno religioso, la ciencia o la historia de las distintas disciplinas. Debe hacerlo para impregnar su obra de lo que nos conmueve como humanos, para diluir en ella la materia de lo humano.
La sociedad actual es el territorio de lo especulativo, es un rancho platónico en que los seres se sienten tentados y persuadidos por las realidades especulares que no les conducen a nada. Esos impulsos se producen en las artes, incluida la literatura. Los escritores se dejan atrapar por la moda, por la propuesta efímera, por la tendencia fugitiva que termina por desaparecer sin habe dejado fruto alguno.
Quizás, esta circunstancia se produce porque desde los estamentos políticos, sobre todo de corte pseudo-izquierdista, han insuflado en la mente de los ciudadanos que todos lo pueden hacer todo, que todos lo pueden conseguir todo, que la educación o la cultura es asumible por cualquiera. Eso es una falacia descomnal. Así, cualquiera piensa que su obra está a la altura de un genio literario y que su obra, por original y por ser escrita por un hombre, merece el mismo respeto que la de otro. No, no es la misma obra la de Kafka que la de otro hombre, no es lo mismo la obra de cervantes que la otro.
En esta incoherencia, ocurre que se ha obviado el proceso y el trabajo que ha llevado a un escritor a convertir su obra en algo humano, en un monumento que conecta con las constantes de la humanidad y, por lo tanto, con la evolución del espíritu de las épocas. Eso sucede muy pocas veces, demasiado pocas. Y visto el panorama, será difícil que con las ilusorias manías de los escritores de hoy, podamos leer, en estas décadas, una obra literaria de este calado. Sólo hay que echar un vistazo a los “proyectos narrativos” que están escribiendo algunos literatos para caer en la cuenta de que la situación está totalmente desustanciada.
Por tanto, la primera tarea de un escritor es leer. La segunda, escribir. La tercera, conectar la lectura con la escritura. La cuarta, si posee el talento y ha desarrollado el trabajo necesario, escribir una obra que descubra, a plena luz, el espíritu de esta época que es la naturaleza sentimental del hombre.

sábado, 27 de noviembre de 2010

Esa arrolladora presencia que nos bordea, asume y que llamamos poesía.

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Queriendo nombrar la oscuridad de las raíces dijo al ser.


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Una palabra, magma especular.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Escribo a escondidas. Dentro de poco llegarán M.J. e I.P.C. con ellos, la amistad, la literatura, el alcohol que destila inteligencia y vida. O lo que es lo mismo, vida y literatura.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Tiene el cielo los dorados pedigüeños de la oración muda, el cielo de este barro que me embate. Tiene el horizonte la amplitud de mi espíritu, el horizonte paramero y en tristura. Tienen las huellas, las huellas que destilan estas letras, la delicuescencia de la ficción. Tiene la luz su ocaso entre los ramajes de mis manos y el cuerpo modelado de lo eterno.

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Cuando comienzo a escribir en mi moleskine negro lo hago con un arranque precipitado. Con efusión redacto algunas líneas que calientan la muñeca y la mollera. Lo hago con un pequeño bolígrafo,-que ya ha aparecido por estos diarios-, que me regaló M. Creo que la tinta está a punto de entrar en la mudez.
Quiero que me suceda esa mudez de los bolígrafos, porque aparecen de repente y por empacho, quiero decir, que deseo la blancura del bolígrafo sin tinta porque, cuando eso suceda, será la señal de que escribo sin conflictos, casi transparente, tan solo marcando la presencia del ser que las vehicula y las obliga. Porque el escritor es un emperador sin reino, un demiurgo acechante y acechado.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Esta mañana, en el tren, coloqué el libro de A.C., Tres tratados de armonía, encima de la bandeja que me acompaña. Cuando lo hube sacado, la señora que iba a mi lado comenzó a mirarlo como si estuviera extrañada por aquel volumen que ni era novela ni nivola ni templario en vinagre. Estaba pensando, mientras ella se colocaba el abrigo sin pliegues debajo de sus posaderas, que era un músico que leía algún tratado de armonía musical. La portada del libr, para colmo, es un músico en un detalle de Presentación en el templo, de vittore Carpaccio.
Fue a partir de ese instante cuando hice de músico y comencé a escribir, en las guardas del libro, unos pentagramas enigmáticos con melodías cargadas de compases ternarios, con blancas y corcheas por registros graves. La señora seguía ensimismada, observando cómo alguien escribía supuestamente unas partituras embrionarias. En esos momentos de alborada, supuse la música de Corelli en aquel papel apócrifo. Sin embargo, cuando pudo comprobar la señora que en el libro no aparecía ningún pentagrama, sino algún poema y breves textos que yo no dejaba de subrayar y de glosar, no puedo contener su indiscreción, “perdone, ¿usted es músico?”, dijo con ademán serio. Sí, le dije, mi nombre es Arcangelo y, sin que ella lo supiese, le pronuncié de memoria un pasaje del libro: “señora, acabamos siendo lo que contemplamos con aceptación, con amor. Acabamos siendo el ámbito de lo que respiramos y en el que hallamos la plenitud del ser: la armonía.”.

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Recordé un fragmento de Pessoa, del Libro del desasosiego, en que dice tener en la mesita de noche un tratado de retórica. Como últimamente imito la letra y la vida de los escritores predilectos, agarro de los estantes todos los tratados de retórica y manuales de métrica con el fin de comenzar a leerlos. De inmediato, caigo en la cuenta de que Manrique utilizó la sinafía y la compensación magistralmente y que Juan de Mena era un virtuoso frígido. Luego reparo en la cadencia de fray Luis, en la ritmicidad (vocablo que habría que inventar) inigualable. Y ahí me quedo, con la música de fray Luis. Cuando esto sucede y repito sus versos en voz alta, en el salón de la casa, M. me pregunta qué sucede, “es de nuevo la armonía”, le contesto, “la armonía”.

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Creo que hoy he leído caninamente, como decía James Boswell que leía Samuel Johnson.

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En el capítulo XIX de la primea parte de El Quijote sucede una de las primeras genialidades: “el sabio a cuyo cargo debe de estar el escribir la historia de mis hazañas”. Esa consciencia temprana en el personaje, emboscada en un tono equilibrado y perfecto para tal cometido. ¿No tendríamos nosotros que invocar esa reflexión para nuestra vida? ¿No tendríamos que estar a la búsqueda de la armonía que nos entrona como humanos, que nos posee como naturaleza?
La poesía es la raíz en la oscuridad que conduce a la luz proclamada. La poesía es la irreverencia del hombre ante la naturaleza dada. La poesía es la magnitud del pensamiento del hombre. La poesía es la verdeante rama desnuda, la fastuosa armonía minúscula del hombre, la historia conseguida de los nombres en la tierra con tierra y polvo finitos.

martes, 23 de noviembre de 2010

Con J.S.M.
Recordando a Platón. Hay una lección poética que pasa inadvertida al final del Fedro, cuando dice Sócrates: "Amigos, los sacerdotes del templo de Zeus en Dodona afirmaban que las primeras palabras proféticas salieron de una encina. A la gente de entonces, [...], les bastaba, en su sencillez, escuchar a una encina o a una piedra con tal de que dijeran verdades".
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Quevedo, avejentado, en el Convento de San Marcos, en León, leyendo desde la mañana a Catulo, Juvenal, Horacio, Homero, con los maitines abigarrados en los muros de su patria mía. Sus incisivos ojos, devocionarios de la palabra, arrastrados por las letras. Un hombre sólo que alcanza la humanidad.
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Ante las conversaciones jugosas, que se establecen límpidas, caídas del azar y de las aguas serenas, sólo puede uno asumir los aprendizajes. Como neurótico, me quedo pensando en las conversaciones como si tuviera que reproducirlas en una escena de cine que estuviese esperando mi actuación. Recuerdo los gestos, incluso las posturas más peregrinas. Los frutos venideroshan sido una alegría inesperada.
Lo que sucede, sin embargo, es que cuando soy consciente de la valía de unas horas en manos de otros que mejoran la vida, que la hacinan con mejor calado, soy un melancólico sembrador de encinas en la noche que sólo vislumbran en la memoria lo indecible.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Quería pronunciarse la luz entre las lomas, mas los pezones del alba lo impedían. Parecía arrancarse de sus raíces para proclamarse en la humedad de la tierra que abarca el campo tempranero. Unos pájaros cruzaban el horizonte como esquirlas del silencio. Prendidos los arenales, el hueco de la vida en la negrura brotaba como desierto del alma, como escondite del olvido. Había una quietud que rezumaba una plegaria inaudita. Quiso la noche retirar sus desvelos y asirse a la luz como enramada, como una buganvilla muda. Por eso al amanecer se amoratan los cielos.

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La estampa era la de la encina. Con su copa entreabierta y politeísta; con su robusta tez de evangelista primitivo. A su sombra, leía unos poemas escritos con lentitud, aunque la lentitud no sea un pronóstico de nada en la literatura. Sin embargo, el noble cuerpo del árbol es una lección poética que ahonda en la silueta indecible que a todos nos persigue.

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Por la mañana, durante mi pasaje en tren al trabajo, leo el libro de A.C. Lo hago con entusiasmo y a pesar de que todo el libro sea uno, el mismo, siempre. Son textos breves, pero cargados de profundidad y de sabiduría. Son textos que, en ocasiones, tienden a arrimarse a lo lírico, incluso a lo estrictamente poético. Y es entonces cuando el escritor se olvida de toda esa luz y esa evanescente claridad de la que predica sus virtudes y se subleva a la palabra, a la palabra como río, como arroyo que choca en las piedras y persigue su destino....y la palabra revoca en el hombre, como un todo, en el hombre que la convoca y la renueva y la devuelve a la cercanía del silencio del que nunca tuvo que haber surgido.

domingo, 21 de noviembre de 2010

¿Debe escribirse sólo una vez al día en el diario? Esta pregunta lleva varias semanas presentándose cada vez que me siento, meditabundo, a escribir después de haber leído un libro, contemplar la naturaleza o haber dedicado el tiempo a la banal insurrección al trabajo. Pienso que escribir no se ejercita en la cantidad de palabras que uno termina escribiendo, escribir es replegarse sobre sí mismo. Es un ejercicio circular, por eso la virtud está en la variación sobre un mismo tema, sentirse un Balzac en miniatura, no levantar la mirada del libro y liarse a dentelladas con la vida.
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...en este mundo de tecnologías, algunos han perdido las pocas cualidades que le quedaban para
ser humanos.
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...y ellos mismos, en limpio.
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Cuanto más profundizo en algunos temas, menos palabras me quedan para advertirlo. Cuanto más anhelo tengo de explicar lo sucedido en la mollera, más diluidos y débiles encuentro los conceptos. Será, acaso, una advertencia para que comience a leer y a pensar en la filosofía oriental como los alemanes del XIX (Schelgel, Fichte, incluido Shopenhauer,etc.), es decir, como una corriente alterna, paralela, cargada de contrapartidas que completan la interpretación occidentalizada de la que partimos. Por ejemplo, el río de Heráclito es un río externo, que se contempla desde fuera, como algo ajeno. Sin embargo, el río, en el Libro de los cambios, es algo interior, natural: el río es el hombre mismo y lo que le rodea.

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Cada vez leo menos novelas y M. me pregunta por qué dejo de leer novelas cuando gran parte de la biblioteca contiene novelas. Le digo que será necesario replantear el concepto de novela que ha quedado hasta hoy, que será necesario configurarnos como lectores; y que a lo mejor la novela, como tal, como género proteico que me satisface por su profundidad y capacidad de amalgamar el concepto y la palabra, pertenece a otras épocas. Con ello, M. me vuelve a reprochar que no es una razón convincente. Y es cierto, le digo, muy cierto, pero cada vez aprecio más la literatura que se camufla en lo no literario, la palabra que brota natural sin escamas, el verbo sumergido, el que produce gozo y no extrañeza, el que se acerca tanto a los absolutos que nos dejan tiritando, sin apenas tener tiempo para definir su género. Ante esta palabrería, M. sigue afirmando que existen novelas fastuosas, que indagan en el espíritu humano en ocasiones mejor que muchos libros de poemas o diarios. Y le vuelo a decir que tiene toda la razón. Ante el callejón sin salida, agarro El Quijote y comienzo a espigar sus páginas, aquí y acullá. M. sonríe y yo con ella.

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Esta mañana, por ejemplo, se muestra con una claridad que desdice cualquier tristura. Lo ha hecho temprano y así puedo confirmarlo, pues he dormido poco y he visto el ocaso de la noche. Cuando hubo salido, lo hizo sin estridencias, sólo murmurando entre las ramas desnudas del invierno. Junto al rocío, ha despertado la humedad de la tierra con sus rayos. Y ha penetrado tan lentamente en la oscuridad de la tierra, que los árboles y las plantas, los pájaros mañaneros han cantado la huida de las sombras y la venida de la luz. Hay lecciones en el contorno que no apreciamos, como no apreciamos que la respiración es una cuestión musical. La respiración de las estatuas, como decía Rilke.
No debemos ser estatuas que se alejan de su fuero interno, tendríamos que explorar y trazar en el río, aunque sea con el furor del siroco, nuestras huellas como hombres.

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Antes de que amanezca, antes de que la luz lo recoja todo en un haz soterrado y circular, abro un libro de poemas. Trato de hacerlo con los dedos amalgamados y sensibles, con lentos movimientos. La poesía de C.R., esos versos nutricios y parejos con el campo, los que iniciaron su poesía pocas veces superada, son don y son ebriedad.
Cuando termino con C.R. me voy a los estantes en que descansa Calderón. Tengo en la mente el inicio de La vida es sueño y no pocas veces he dicho, en alto, en las clases de esta semana, algunos versos de ese comienzo. Calderón ha ido sumergiendo y ganando posiciones con respectos a oros poetas.
Creo que uno corre parejo con el viento y que esa sensación matutina es la que me lleva a escribir, en esta mañana de bendiciones, como si fuera trenzándome con un hipogrifo, como un rayo sin llama, más bien como un bruto sin instinto natural confundido en un laberinto interno, en un río interno, que soy yo mismo despeñado y desbocado.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Escucha el círculo de los astros como si estuviesen quietos. Mantén atentos los ojos en lo invisible. Vuelca tu mano en el vacío de tus células. Armoniza tus palabras como la luz al mundo. En la silenciosa permanencia del mundo se esconde el fulgor poético.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Una tarde de agosto, cuando el sol se declinaba por la desembocadura del Guadalquivir con el desmayo de la calima, escuchaba la música de Corelli. En esos años fue cuando comencé a leer poesía. Recuerdo a Rubén, a Machado, el romancero. Mi padre, que a pesar de no haber estudiado en su vida y de no haber contado con una formación adecuada, siempre ha entendido mi posturas ante la vida. Creo que sintió, desde el comienzo, que mis ojos se desorbitaban cuando me dejaba dinero para comprar algún libro. Mi padre me daba setecientas o mil pesetas para que yo, imberbe, suministrara el capital en libros. En esos inicios, sin concierto ni criterio orgánico, leía a Neruda junto a los que he nombrado. Luego, en el instituto, cuando se convocó el primer premio de relatos, escribí un cuento sobre un músico que escuchaba la música de Corelli cuando llegaba la noche. Era un músico con las características oraculares de Laoconte. El premio consistía en unos libros de Garcilaso, Lope de vega, García Lorca y Unamuno.
Esta tarde, que vuelvo a Corelli, como de la marisma, se ha venido este recuerdo peregrino. Junto a él, la profesora, Manuela, que nos leía los versos de Machado, de los Machado, en mejor decir, ya que con ella fue cuando escuché la música de Manuel Machado, sus razas y sus morerías. Por aquel entonces, la vida era una dilatación continua, una expectativa rotunda, alargada, que se iba cargando de árboles frutales, colmado de semillas en la negra espalda del tiempo. Las he recordado con los compases del Concerto grosso. No. 1, y con el alma en vilo, porque se van avejentando, los recuerdos como las hojas caducas sobre el asfalto.

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La poesía es la unidad inaprensible.
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De estas anotaciones de diario poco quedará, acaso un temblor de sombras acurrucadas. De estas líneas, que fondean en lo ágrafo, que no sostienen armonías ni causas, sólo defectos de un hombre invisible... De estas anotaciones, que vuelven a tañirse sin ellas mismas, que son el hueco sucedido de la nada, la esfera luminosa de nadie, sólo diré que jamás fueron escritas.

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En el volumen que siempre manejo para leer poesía de trovadores, trouvères y minnesinger anoto la gracia y la virtud de los poetas y cantores. Hay versos realmente prodigiosos escritos a mitad del siglo XII, desprendidos de retoricismos y prebendas a la palabra inválida. Escribe, por ejemplo, Peire Vidal de Tolosa: “Ved cómo es el mundo/pues a quien más lo sigue, peor le va”. Peire Vidal fue hijo de un peletero, según las leyendas, y a quien un caballero de San Gil le cortó la lengua por estar engañándolo con su esposa. Algo más tarde Uc dels Bauls lo sanó. Cuando esto hubo sucedido, se embarcó a Ultramar, se casó con una mujer griega de la que decían que era sobrina del emperador de Constantinopla, por lo que el loco músico y poeta creyó que debía heredar el imperio. Por estos motivos, cuando uno lee El Quijote y ha leído estas historietas que trazan la vida de estos ministriles, dudo mucho de que Cervantes no las hubiera tenido en cuenta para forjar su personaje.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Hace años leí el libro de Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano. Estos días lo he vuelto a releer sorprendido por la vigencia que poseen muchos de sus planteamientos. En el tren que me lleva al trabajo, voy leyendo los libros que pienso que mejor se adaptan a las circunstancias del viaje: su duración, su acomodo, la hora en que se produce; y éste de Eiade es perfecto para el asunto. Además, teniendo en cuenta que el viaje a través de los raíles convierte a los usuarios en adocenados seres de costumbres cerradas, los libros que uno elija para tal fin deben servir para romper esas correas de amarre.
Lo sagrado y lo profano. Trato de extrapolarlo a otros fueros, como el literario y es, desde esa perspectiva, cuando subrayo frases como las siguientes: “la incapacidad humana para expresar lo ganz andere: el lenguaje se reduce a sugerir todo lo que rebasa la experiencia natural del hombre con términos tomados de ella”. Estas palabras, que tan hondamente expresan lo que de inefable nos queda como hombres desde la antropología religiosa, me han hecho repasar la cita de un dicho sufí que encabeza Tres tratados de Armonía, de A. Colinas: “¿de qué sirve que las criaturas humanas inventen una narración que explique la existencia cuando las realidades de la naturaleza son, en sí mismas, una lectura lineal de cómo es?”.
Estas reflexiones las hacino en la memoria. Anoto en mi moleskine algunos versos que quieren aparecer a pesar de la inconsciencia; unos párrafos que abordan el problema de la escritura como bien solitario; etcétera. Cuando faltan pocos minutos para que tenga que comenzar a trabajar, esto es, a desvivirme, escribo una pregunta: ¿cuál es la experiencia natural de la armonía?
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La poesía es perenne y subjetiva, nace del individuo para acogerse a lo universal, proviene de una mano para rasgar en las entrañas, combina la perfecta finitud del hombre con sus aspas abiertas a lo eterno.
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Hay veces que el mundo nos indulta.

martes, 16 de noviembre de 2010

Lo lírico es la transmutación, la avería en el raciocinio humano, el caos en la cosmogonía de la palabra. Mientras que lo discursivo, que permea en el poema demasiadas veces, ordena el pensamiento y lo traduce en parámetros espacio-temporales. Evidentemente, en el discurso lírico, esos parámetros quedan sujetos a una radicalización de la lengua a favor de la literatura (véase literatura como sendero, tránsito a...Belleza, Verdad, Luz, Realidad, etc.).

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Le comento a un amigo que he comprado las Obras completas de José Ángel Valente. Cuando termino de explicar que los libros son el gasto más continuo que puedo testimoniar, se queda con el rictus algo desenfadado y peripuesto. Su rostro parecía discutirme la elección de ese poeta, la elección de ese libro. Parecía que me estaba advirtiendo, desde su sapiencia, cómo había podido comprar eso o cómo aprecias la poesía de ese bardo menor o, simplemente, cómo no habías leído, bien leído, digo, a J.A.Valente, cuando yo me sé de memoria algunos poemas. Esa extrañeza del amigo me dejó en una incógnita que quise despejar rápidamente, porque cada vez me voy dando cuenta de que las dudas hay que despejarlas a sabiendas de que son irresolubles. Para ser más exactos, le dije que había terminado de leer Interior con figuras, un libro escrito desde 1973 hasta 1976 y que me parecía fabuloso, tremendamente soberbio.
Mi interlocutor seguía avanzando en sus trece y no dejaba margen para que pudiera decirle de memoria algún verso que acaba a de saborear. Pienso, últimamente, que la poesía hay que aprenderla de memoria, que cuando encontramos un autor que nos desegoice de nosotros mismos, debemos engullirlo en la memoria, tal y como hacía Platón con sus discípulos. Efectivamente, la poesía debe conducir al limo original de lo viviente, debe hablar debajo de los cuerpos, donde el no nombrado amor se engendra siempre.

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La tentativa aparece repetidamente, en demasiadas ocasiones. Todo lo resguardo a nada, porque ningún motivo cognoscible me lleva a leer y a escribir, a amar y a desnudar el roto de los espejos. Ando como el farero de Cernuda, soy más bien materia de lo cóncavo que desespera tras ser su reflejo en lo convexo. Sístole y diástole. Me fusiono en el latido constante de los ventrículos, de ventrílocuos que se convocan en mi palabra y que hablan por mi boca muerta. ¿Existirá algún fragmento sin nombre?
En estos mismos instantes en que lees estas líneas, como en noche silente, sobre campiñas argentadas y aguas, tengo abierto un libro de Leopardi, Cantos, sobre el teclado, abandonada, oscura queda la vida, alzando la mirada; y otro de Lu Ji, Wen fu, justamente al lado, la belleza de las palabras se muestra en la destreza del talento, pero es el pensamiento el artífice que las gobierna. Los estoy leyendo mientras escribo, porque he querido comprobar cómo la lectura es indisociable de los ojos del que mira, -sólo verán tus ojos-, incapaz de ser simultaneada y desvirtuada de su mecánica. Porque, ¿no percibes la cadencia de los versos de Leopardi; no te aproximas con la poesía milenaria de Lu Ji a la más exagerada poesía de la poesía?

lunes, 15 de noviembre de 2010

La plenitud de un poema se alcanza en el vislumbre de su terrena secuencia.



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La extrema luz del rayo fugitivo, la argenteada parábola de la noche, los brotes que cercenan y ensimisman, las presencias distantes y el prodigio de contemplar cada mañana la serena y tácita luz en las campiñas.

domingo, 14 de noviembre de 2010

El mundo en sí es complejo porque cada hombre lo comprende de una manera. Son esas comprensiones las que perfilan las posibilidades del mundo. Si el mundo es unívoco, el hombre debería entenderlo en esa única posibilidad, pero, ¿qué sucede cuando hay diversas formas de ser en él? ¿Implica ello que el mundo en sí sea plural?

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El otro día comentaba con R. que existen temas más importantes que otros. Lo dije convencido de esas palabras porque una mayoría de ciudadanos terminan por conversar sólo de dos o tres temas que se repiten hasta la saciedad. No quiere decir uno que exista gente más audaz o diversa que otra (aunque así lo crea firmemente), con más capacidad para entender la pluralidad del mundo y de sí mismo. Tampoco puede uno decir a las claras que lo común de las conversaciones al uso es el aburrimiento, por repetitivas, cansinas, superficiales. Así visto, evidentemente existen temas más importantes que otros, palabras que nos derivan por otros aspectos que son los que nos deben interesar como hombres, los que nos arrojan luz sobre l que nunca atendimos.
Pero esta sintaxis tan abrupta que utilizo, “deben, tienen, hay, tendríamos” puede conducirme a un adoctrinamiento del que rehúyo, sin embargo. Sólo quiero expresar, en esta tarde de gotas en la conciencia, si es posible que cada interpretación del mundo, por superficial y banal que sea, tenga el mismo valor que las demás. Pienso, de antemano, que no es posible, al igual que no es moral, que el voto de un hombre valga igual que el de otro; como tampoco es posible (según mi criterio) que la obra literaria de cualquiera sea la de Cervantes.
Huyo de los relativismos en aquellos aspectos en los que no ayudan a interpretar y aprehender en su totalidad nuestra conducta. Porque hay pautas en la vida del hombre que necesitan de cierto absoluto que vertebre, al menos, el comienzo de una reflexión. Desde hace unos meses, observo que la sociedad circula por derroteros que nadie ha trazado y que el hombre, cuando se deja a su albedrío, a su torpe e insustancial instinto, termina en el desafuero y la arrogancia. No pueden perderse los límites con las otras formas que ordenan la vida de hombres, porque si estamos convencidos de la nuestra, nos servirá para reforzar nuestra conciencia; pero si estamos en tensión y disputa, nos valdrá para encontrar lo que no hallamos de momento.

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Quizás los versos de T. S. Eliot tengan razón y debamos tener en cuenta que “no pueden/los humanos soportar demasiada/ realidad” y que cuando se pregunta por el hombre, así, en limpio, de lleno, está preguntándose por el universo al completo, porque todo lo que exista ,aun en subjuntivo, parte del individuo. Por eso los versos primeros de Four Quartets, de Eliot, comienzan de forma tan rotunda y explican que el pasado, el presente y el futuro están contenidos entre sí. Y es en el presente donde, o cuando, los tiempos se entrecruzan en una llamarada fugitiva que invade la conciencia torpe del hombre, una claridad llamada ser. Sólo en su cercanía vislumbraremos lo que pudimos ser, lo que alcanzamos en el presente eterno que nos sostiene.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Varios días llevo recordando a mi abuelo Juan, amigo del fallecido Marcelino Camacho. Siempre que me dispongo a escribir sobre él, tengo la impresión de que utilizo una pátina demasiado mitificada en estas palabras, pero siento, por ende, una enorme sensación de pérdida por alguien a quien apenas conocí, una desmedida rabia que me recorre cada vez que me comentan algo al respecto de algunas de sus actuaciones hace más de medio siglo: de su carácter, su afán, sus ideales, sus lecturas, su maestría.
Hablaba con el profesor y amigo P.J. sobre las magníficas conversaciones que hubiera podido tener con él, ya que, según analizo de las palabras de mi padre y de mi abuela, “leía todo el tiempo a escondidas, con miedo, como perseguido…”. En la mesa estaban algunos críticos, como Prieto de Paula y profesores, como José Luis Bernal, avezados en el estudio de la literatura. Me sobrecogió, de pronto, entre vinos y viandas, la temerosa avidez de haberlo tenido cerca, de haberlo escuchado conversar, a mi abuelo, al que arrojaron a la calle desde el balcón de un primer piso porque nombró a Miguel Hernández. Por unos minutos quedé ido, como en una morada excluida, de aquellas interpretaciones sobre este o aquel poeta, sobre Baroja o Azorín.
Poco después, cuando los pensamientos fueron abisales señas en la memoria, retomé las enfervorecidas palabras del crítico P.de P. sobre Azorín. Cuando salimos del restaurante, en pleno centro de Cádiz, le dije a solas al crítico y profesor, que había llegado a la obra de Azorín, sobre todo a La voluntad, gracias a Gonzalo Sobejano y a su libro Nietzsche en España. Parecen que estas palabras detonaron en el profesor todas las ganas de charlar que había escondido hacía unos minutos. Y me ilustró sobre unas cartas que le dirigió Baroja a Azorín …y la noche se iluminó y se terció el frío de la madrugada en calor humano y enseñanza, en lección de la experiencia que avivaron la negrura de no haber podido nunca recibir nada de mi abuelo Juan.
En ocasiones, sirve este diario voluble para ensayar con el aliento de algún endecasílabo que se enreda en la prosa contenida de estas confesiones a la nada. Alguna que otra vez, cuando he terminado de leer para corregir, me doy cuenta de que la prosa había adquirido los compases rítmicos de la lírica. Ante estas situaciones, nunca he sabido decidir si debiera haber escrito, por tanto, un poema en lugar de un texto en prosa. He pensado, al respecto, que a lo mejor existen textos prosíricos, liricosáricos, prosalíricos, que comparten y aglutinan las cadencias de las dos convenciones. He pensado en algunas prosas, como la de Proust, y en algunos versos, como los de T.S.Eliot, y he querido que las fronteras se desvanezcan como un iceberg perdiendo sus formas lentamente.
Escribo todo esto porque, hace unos días, cuando estaba en la estación de trenes mientras regía la madrugada, comencé a escribir no sé qué artificio verbal. Estaba totalmente sólo en el apeadero de la estación y comencé a escribir, por primera vez en mi vida, sin tener conciencia de que se trataba de algo que no sabía clasificar. Al principio me sedujo la idea y me guié por la intuición sonora, pero, al tiempo, al cabo de haber escrito algunas páginas en mi moleskine, no supe qué demonios estaba escribiendo. Ahora, toda vez que lo he releído, creo que pertenecen no a un género ni a una convención formal alguna, sino a una concepción de la vida, a una posición vital que se trasluce en la permeable instancia de la literatura.

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Como ese poemilla de Bergamín: “Voy huyendo de mi voz/ huyendo de mi silencio;/[…]me encuentro huyendo de mí/cuando conmigo me encuentro”.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Los ojos de W.G. Sebald siempre han encerrado una misteriosa postura alterna en la forma de mirar. Me he detenido a observarlos, porque parecen hundidos en la faz de su tersa y bigotuda cara. El pelo encanecido y el desaire de su porte han significado, en Los anillos de Saturno, una talla anexa a la escritura que se refleja antes de la lectura en cada una de las partes.
Precisamente, ayer volví a abrir el libro de Sebald por puro azar, ya que el libro se cayó desde la balda al estar yo reordenando el caos de volúmenes cercanos. Al recogerlo, quise darle una hojeada, presurosa, sin detenimientos, pero hete aquí que no tuve más remedio que pausarme en una de las fotos que habitualmente incluyen sus libros: era el rostro Roger Casament.
Todo esto hubiera quedado en fugitiva anécdota o en ejercicio ventrílocuo del destino si por la mañana no hubiésemos estado hablando, M. y el susodicho, sobre la novela que acabábamos de comprar de Mario Vargas Llosa, El sueño del celta. M. me preguntaba que, para leer la novela, quizás sería necesario ir tomando alguna referencia del personaje de marras. Yo le había indicado que F.I. había contado en su columna justo lo que había realizado antes de leer la novela, leer a Conrad. Era ese ejercicio el que más me apetecía y el que, sin duda, realizaré a poco que tenga unas horas por delante sin trabas. Sin embargo, tanto insistió M., con excelente criterio, que me pasé toda la tarde merodeando alrededor de la idea. Merodeando hasta que, a la altura de mis pies, se convocó la figura de Casement a través del cedazo de la literatura de Sebald.
Es así como acabo de terminar de leer las páginas que dedica el autor alemán con una fascinación que espera extenderse hasta los territorios verbales del Nobel hispano-peruano. Porque la visión que ofrece Sebald es la de una ensoñación en Sothwould tras ver en la televisión un documental de la BBC sobre Roger Casement. A partir de ese momento, en que el autor queda en un duermevela continuo, toda su experiencia en aquellas tierras queda en la mixtura del documental y la vida.
Cuando penetre en la espesura de la prosa de Vargas Llosa para desentrañar la concepción de las profundidades del hombre, lo haré ataviado del fuego sintáctico de Conrad, pero con la incandescencia imaginativa y profusa de Sebald. No tendré más remedio, por tanto, que dejarme el bigote para poder leer como.
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...y esto se presenta cuando me disponía a leer algunos de lo libros del poeta José Ángel Valente en sus Obras completas. Aunque la lectura de poesía es una lectura en campo a través, de concienzuda estancia en la vida y no de deleitoso y externo artificio. La poesía ahonda desde el prejuicio, predispone desde la conciencia. Es el género literario del ser.
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Ayer cenamos algunos amigos en torno al poeta Ángel García López. De recogida, mientras charlábamos, pude perderme con el poeta por unas callejuelas del centro, a solas, alejados de los otros. Cuando la intimidad se hizo presente, puso sus manos, porrudas, sobre mis hombros. Habíamos hablado de Gerardo Diego (maestro predilecto del poeta) y de José Hierro. Pero fue en ese instante, cuando lo miré y le pregunté por la poesía. Uno, que acababa de leer más de una veintena de libros suyos, esperaba un extenso ajuste poético. Pero el anciano poeta, el alumno de Diego, el amigo de Hierro, el lector empedernido, el poeta de verso inigualable en la música, en el fragor y la estrechez de la noche, sólo me ofreció el silencio más sonoro que he escuchado nunca.

martes, 9 de noviembre de 2010

Esta tarde, al llegar del trabajo, justo en la escalera de la entrada de la casa, me encontré empapado un paquete de correos con varios libros. Era una remesa de libros de poesía. toda vez que hube entrado, pude comprobar que el protector plástico que los envuelve hizo que los libros no terminarán humedecidos.
Después de este episodio, en que M. malhumorada no entendía cómo pueden dejar unos libros así, de esa forma, he comprendido que la palabra es humedad en lo mojado, que es el rastro, en la arena mojada, de los días y que su semblante, su verdadero y tácito semblante es el de la permanencia. No me importó la lluvia, ni la ira repentina por la luvia en el sobre. Hoy, más que nunca, la lluvia era el azote de la claridad.

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Mañana, con el poeta A.G.L. Después de leer los tres tomos de sus obras poéticas completas, creo que puedo, al menos, comentar algunos aspectos de esa experiencia lectora. Lo haré como venido de la palabra, lo haré como un poeta nonato. El verbo, el prodigioso decir del poeta gaditano, es una suerte de proteica alabanza a la palabra. Pocas veces una obra, en su totalidad, me ha dejado un fervor y un beneplácito tan justos y notables. He de anotar, además, en este cuaderno del olvido, que he aprendido con él qué señas poseen las voces nutricias.

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Nada mejor que Wagner para recuperar el espíritu mal avenido de un día aciago. Porque lucho, cuerpo a cuerpo, con la vida, con la intrusa forma y extraña forma de vida que llevo. De esta vida doble, bifurcada, demediada, que me solivianta sólo en lo placentero de lo individual, pero acaso sólo al otro, al otro vacuo y obseoleto de diálogo de sauce.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Ninguna palabra clarifica tanto como silencio.

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En las afueras de ti, hallarás tu conciencia.


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Es la voluntad el estado prematuro e individual de la luz. Del ser depende terminar en engendro o en posesión.


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Expúlsate de tu vanidad.


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Dirige la mirada hacia lo adentro, donde los pájaros recorren tu infinito.

sábado, 6 de noviembre de 2010

En lo más íntimo de su ser, el hombre está siempre en camino, está en busca de la verdad. La literatura participa de ese anhelo profundo del ser humano y ella misma se pone en camino, acompañando al hombre que ansía la plenitud de su propio ser. Al mismo tiempo, la literatura lleva a cabo su propio camino interior, aquél que la conduce a través de la ficción, la muerte o el amor, a hacerse transparencia de la otra verdad para el mundo.
Las palabras en cursiva sustituyen a otros vocablos que ha utilizado Ratzinger en el discurso que ha pronunciado en Santiago de Compostela. He querido, después de leerlo al completo, comprobar cómo la palabra, puesta en el lugar justo, puede trocar, petrificar, transmutar la realidad hasta equiparar lo más ajeno en lo más propio, lo más trascendente en lo más banal.

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En lo más externo de su ser, el hombre nunca está en camino, está en busca de la verdad. La vida participa de ese anhelo profundo del ser humano y ella misma se pone en camino, acompañando al hombre que ansía la plenitud de su ser externo. Al mismo tiempo, la vida ajena lleva a cabo su propio camino interior, aquél que la conduce a través de la otredad, la muerte o el amor, a hacerse transparencia de la otra vida para uno mismo.
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Hacía tiempo que no leía un libro tan sugerente y bien escrito como La luz es más antigua que el amor, de R.M.S. Un libro decididamente sobresaliente, que sobrevuela por el resto de la narrativa española escrita por los narradores incipientes que se preocupan más en talleres, patés y certámenes que en leer. Por eso, porque me parece un libro cuya lectura incita a escribir y a releer, a revisitar ciertos autores de la pintura, lo dejo escrito en este diario que, aunque terminará arrinconada y decrépita, especula con el sujeto que lo alienta.

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Ayer releí La vida es sueño, de Calderón. Lo hice en voz alta, en el salón de nuestra casa. Aproveché que M. había salido para poder decir en alto todos los pasajes que Calderón escribió con tal magisterio. Quedé imbuido, por unos minutos, en pasajes que hasta ahora no habían llamado mi atención. Versos sueltos, encabalgamientos prodigiosos, conceptos abigarrados y encerrados en sentencias excelentes. La lectura en voz alta es un ejercicio de la levedad, pero, en ocasiones, sacude allí donde el silencio cree estarse en la superioridad.
Nada.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Mis manos son cúpulas mudas al viento.


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Siempre a contracorriente, contra viento y marea. Ahora, más que nunca. Hay una vuelta necesaria a las raíces de la civilización, una bajada y fonda con las que extraer lo perdido. Se acabó el Desiderio, hace falta el diálogo con uno mismo, sólo, interior, abisal, incorruptible. Después de esa decisión, la vida o la nada. La obra o la nada.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Esta tarde (y me urge este presente tácito) necesitaba recostarme en el sofá y escuchar con delectación La pasión según San Mateo, de Bach. Esta obra congracia al hombre con el mundo como ninguna otra, pero también me acelera la conciencia del sueño, del estarse despierto y viviente en un músico acento. En él me sostienen otras evidencias inenarrables, que jamás serán presencias en este diario, tan sólo apuntes, notas, sugerencias, como este texto que concluyo cuando la armonía se conduce sola, sin firmamento ni asidero imaginado.

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Todo, desde hace tiempo, parece un borrador de otra vida. La memoria, a medida que amplía sus vectores, va desgajándose de la mente que la ilumina. En esa inconsciencia, en ocasiones tenemos la sensación de que somos sueños de otro ente superior que debió controlarnos desde el inicio y del que hemos perdido toda huella nemográfica. Sea una idea filosófica o una entelequia absoluta, no deja de azuzarnos debido a la naturaleza que nos sustancia.
La vida va adquiriendo una medrosa luz de inocencia. Hay que apurar cielos, como Segismundo, poseer ojos hidrópicos, ser hombre entre las fieras y fiera entre los hombres, ser un esqueleto vivo y un animado muerto. Así vislumbro, cada mañana, la vida que me tocó vivir entre zafias esperanzas. Necesito más espacio para escribir y leer, más prisión que la que me retiene. Odio y estoy infectado de vacuas arrogancias que me desdicen y me convocan a la muerte. Todas las mañanas bailo una danza mortuoria cada vez que asilo la belleza y las artes de mi vida.

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Vida infame no es vida y ésa es la nuestra. La infame turba de nocturnas vidas que aquilatan con sus palabras el enigma que somos. Como Rosaura, es todo el cielo un presagio, y es todo el mundo un prodigio. Quizás, con Borges, nos encontramos en unas ruinas circulares a las que creemos que estamos llegando cuando, en puridad, estamos dejando a las espaldas. En ese juego especulativo, tan pródigo en el Barroco (porque el Barroco diseccionó el logro del Renacimiento: un hombre, en sí, son muchos hombres figurados), la libertad nos espera en el sueño y debemos escuchar sus acentos, sus múltiples declinaciones.
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Lloro, lloro sin más ni más, sin causa que explique esta desesperación. Lloro con los acordes de Corelli porque me llevan a una evidencia. De un golpe en tierra surgen los recuerdos junto a M., los únicos verdaderos y necesarios. Cuando estoy deambulando imaginariamente por ellos, me emociono con lágrimas, aunque las lágrimas desvirtúan la emoción. Habrá quien piense que, en este siglo de tecnológicos sentimientos, el lloro es una bagatela, pero me embarga, cada cierto tiempo, un vaho de finitud, de claridad, de éxtasis, que hacen que renuncien a mí mismo por unos minutos. En ellos dejo de ser yo para ser,no sé dónde ni cómo, únicamente, ser.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Antes de que la palabra tomase el raciocinio humano y lo desbrozara en la imposibilidad del ser. Y levantara en el hombre la sospecha de su existencia; y sacudiera la existencia desde el sonido articulado; y diese con la ficción, con la fisonomía de la intemperie, ya habitaban el mundo la luz y las sombras.

Antes de que el hombre tomara la tierra como una regencia húmeda y taciturna, los pájaros levantaron el vuelo.

Antes de que fuese la traidora nocturnidad la metáfora del círculo, ya las raíces tomaron aposentos.

Antes de que las encinas vibraran en el silencio y la negrura de la tierra, nunca se imaginó la palabra, porque la armonía de la naturaleza sólo debe ser susurrada, livianamente rasgada de los labios, apenas sustancia fónica, silbo oculto. El hombre es la savia de un tronco demolido que jamás fue plantado.

martes, 2 de noviembre de 2010

Porque ya era independiente de mí esta mañana, puedo decir que se suicidó un poema. Fue al no escribirlo, de pronto, en el abismo, porque todo él estaba en la cabeza. Sobrevino soterrado, como la luz en la tierra; y ningún dios fue capaz de rescatarlo y restituirlo ni de devolverlo a la vileza…así el hombre piensa en los mundos insondables, herrumbrosas lanzas de la certeza.
Por eso pienso que la poesía brota de la plenitud y que un poeta no lo es más que cuando está contemplando la eternidad de su finitud. Corriente alterna, espacio sin límites, sílabas prendidas; la creación no ocurre ex nihilo, surge de la celebración de lo humano, de la comprensiva pauta que despierta en el hombre el mundo en sí. Es la relación de fisicidad de las ideas que sustentan el cosmos. Su trayectoria comienza en lo indecible-pensado y termina, mediante la palabra, en el pensamiento-inefable que realiza el lector. Es decir, es la comunión extática con el mundo y con el hombre mismo.

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Creo que hubo un intercambio de la luz y de la claridad y que acrisolaron en una especie de ideograma indescifrable. Una caligrafía surgida de no sé qué avatares que desdibujó el horizonte convocando las fauces de un idilio. Eso fue la mañana con el poema en sus entrañas.

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En cualquir caso, puedo afirmar que es la sensación más parecida a lo que escribió Platón al final de Fedro, cuando introduce a Teuth y a Thamus. La interiorización, el desvelo interno, sin pedagogías exteriores, sin recordatorios superfluos. Thamus le dice a Teuth: "porque es olvido lo que producirán en las almas quienes las aprendan", al referirse a la escritura. Al término de esta referencia, Sócrates le recuerda a Fedro: "según se dice que se decía en el templo de Zeus en Dodona, las primeras palabras provenían de una encina". Y, como las encinas, que crecen en silencio y en la negrura de la tierra, como las encinas de Donda, la antigua y trágica, nacieron las palabras muertas en la mañana. Este texto es su velatorio.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Sobre la palabra humildad, sobre esa palabra, escribe J.J.L unas líneas que hacen que me detenga y que acuda al Tesoro de la lengua, de Covarrubias. Hacía tiempo que un escritor no me conducía hasta Covarrubias. La verdad es que pocos escritores mantienen ese coqueteo con las entrañas históricas de las palabras, pocos, por no decir casi ninguno, porque los términos se utilizan como avenidos sin limpieza en las prosas de ahora. Hay casos, es cierto, de escritores que rubatean con los términos teniendo en cuanta su étimo y su capacidad semántica.
Hay palabras que sustentan un étimo que ha ido derivando en la semántica por territorios léxicos que bien valen un poema. Alguna vez dije que el poeta era un etimologista del verbo sin hacer y que su labor consistía en truncar la trayectoria precipitada de las palabras de la tribu. Aunque, volviendo a la cuestión, la palabra humilde, una vez leído su étimo, merece un poema. Como uno no está poeta casi nunca y como uno no es poeta por la gracia de la voluntad, me conformo con realizar una glosa más o menos pertinente sobre este término en este diario. Algo parecido a lo que fue realizando A.T. en un volumen magnífico que se titula El arca de las palabras.
Humildad, dice Covarrubias que proviene de humilis, opuesto a soberbio, a altivez. Sin embargo, lo que más me interesa es humillarse, ya que, sobre este término piensa Covarrubias que trae su origen (qué expresión más hermosa, traer su origen) de la palabra humus, humi, esto es, tierra. Por lo tanto, entiendo que humilde es aquello que pertenece a la tierra, que no levanta sus miras y su existencia más allá del contacto con el terruño. Humilde, el que mantiene los pies en la tierra sin soberbias.
Claro, Covarubias, de tanto contacto, introduce su apostilla filosófica aderezada con algo de ficción y de ideología de la época. Dice Covarrubias: “la tierra, así como ella es la más humilde de los cuatro elementos, inclinada a centro y arredrada de la alteza del cielo, así el humilde ha de llevar condición y andar pecho por tierra cosido con ella”. Se deja entrever, en las últimas líneas, una magnífica imagen de lo que debe ser una persona humilde: un hombre que ande pecho con tierra cosido con ella. Esta metáfora me ha llevado a la poesía de Miguel Hernández, a la poesía mineral de Neruda o a la terrícola y agraria sensación de Don de la ebriedad, de C. Rodríguez. En fin, desvelos etimológicos que se entrecruzan con la poesía, con el pecho descosido, andando cosido a las palabras.

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Siempre hay en un diario un regreso a los orígenes, porque uno merodea por el origen toda su vida. Me escribe J.S.M. y me confirma esta sensación, porque hasta ahora, sólo era pálpito y no experiencia. Y lo mismo sucede en la poesía y en la prosa narrativa, lo que uno fue lo sigue siendo. La escritura es, como en Platón, aletheia, desvelo de lo que fecunda a diario lo que fuimos siendo.