domingo, 31 de octubre de 2010

Llevo varios meses reflexionando sobre la conducta humana que actúa sin referentes morales y éticos. Pienso que los hombres de ahora están desnortados y que no poseen ni referentes religiosos de conducta ni referentes laicos de conducta. También opino que, a la postre, la lectura de Platón o de Shopenhauer, la lectura de los textos cristianos originarios y el entendimiento de las teorías filosóficas más elevadas, terminan bañándose en las mismas aguas: Justicia, Leyes, Conductas, Bien, Amor, Solidaridad, Amistad, Estado, Conocimiento, etc., todos esos términos que marcamos con mayúsculas. Son los radicalismos y fundamentalismos de uno y otro pelaje, los que han llevado a las posturas extremas y a los desajustes que estoy comentando.
Lo hago porque pienso que es ése el estado de la sociedad de este país. Desde la política (y con la ayuda de los medios de comunicación) se ha intentado un vaciado de texto, esto es, el desarme intelectual de los ciudadanos. Para ello, toda la carga ideológica apunta, constantemente, hacia la capacidad individual para las elecciones personales. Se ha querido decir que la libertad consiste en poder elegir entre esta o aquella opción, cuando, en realidad, les ha faltado añadir que poder es saber elegir. No basta con ofrecerle al hombre la capacidad para poder elegir ente esta o aquella acción demonizando las propuestas restantes. Para que el hombre sepa elegir en libertad hay que tener en la cabeza un conglomerado de conocimientos y actitudes que poca presencia tienen en la actualidad.
Ocurre que, con ese exacerbamiento de la individualidad, se ha desacralizado cualquier estamento y estrato social. Todo el mundo es capaz de todo, y todos podemos hacer todas las cosas. Esta consigna encierra una grave falta de conciencia y es ápice para que algunos terminen exaltando las violencias del libertinaje. Ni todos poseemos la misma capacidad intelectual, ni todos podemos desarrollar en la sociedad las mismas acciones estatales. Con este ideario, hemos conseguido que la división ente lo profano y lo sagrado (desprendida de todo reminiscencia religiosa) se haya diluido y que todo pueda ser arte, todo pueda ser admitido como buena acción, todo el mundo pueda ser profesor, todo el mundo pueda ser político, todo el mundo pueda dar su opinión para que influya a los ciudadanos, en definitiva, todo el mundo pueda conseguir en la vida lo que los demás. ¿Por qué tú sí y yo no, si somos iguales?
Llevo varios días sin escribir nada, ni siquiera tomando notas sueltas en los cuadernos que me acompañan. Leo, de vez en cuando, el libro maravilloso de J.J.L. y algunas páginas de la novela que tiene como protagonista al pintor Rothko. Sin embargo, he terminado de leer las notas del diario de Los cuadernos de Rembrandt que corresponden al año dos mil cinco. Me he quedado prendado con la pausa de la prosa del escritor que ya tiene ochenta años y que retiene, todavía con vigor, la lucidez necesaria para no caer en sectarismos ni en prebendas a la ideología.
Cuando termino de cerrar el libro, que es una delicia editorial, continúo con el verbo poético de A.G.L. y me detengo en un libro prodigioso, Glosolalia. Y con él, ante la la luz de su palabra, me
escondo de la miserias de mis oscuridades.
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Estuve hablando con el poeta C.G.A, que dirige una colección importante de poesía en nuestro país. Lo saludé y le dirigí unas palabras sinceras, de bienvenida. Estuvimos tomando un café durante el descanso de un congreso de literatura y nuestro diálogo fue tomando distintos derroteros, ya que los dos somos profesores de la materia de marras. A sabiendas de su dedicación como director de la colección, le estuve hablando de mi fervor por la obra del poeta A.C. incluido su último libro de prosas Tres tratados de armonía. Ante esta insistencia por mi parte, el poeta quiso decirme que ya que conoce personalmente al poeta, le parecía que estaba escribiendo casi siempre el mismo libro.
Estoy con él en esa afirmación, los poetas escriben siempre el mismo libro, no pueden escribir, como hombres, sobre otros asuntos. También le dije que, aunque escribiera uno siempre el mismo libro, tendría que aprender que las palabras, como decía Platón, llevan a la cosa y que si utilizamos y nos valemos de otras palabras, aunque en el fondo pretendamos llegar al mismo paradigma semántico, lo haríamos por un sendero inexplorado. Y eso, de ello estoy cada vez más convencido, es la literatura: los diversos caminos de la palabra que desembocan en las mismas aguas. Por este motivo, sus palabras que escondían cierta reprimenda, para mí son elogiosas hasta el fondo.

jueves, 28 de octubre de 2010

Antes de volver al congreso en el que estoy participando, quiero dejar recogidas algunas impresiones que no dejan de azuzarme desde hace unos días. La primera cuestión se refiere a los profesores escritores y a lo que es más grave, los poetas escritores. Piensa, una mayoría, que hay que leer más poesía. Y ante esa opinión siempre les digo que mencionen una época posterior a la que la oralidad era la forma de transmisión, en que hubiere un número masivo de lectores de poesía. La segunda es la distante posición de algunos poetas que se piensan por encima de otros, que se creen, con sus semblantes serios, que su obra y su palabra valen más que la de otro poeta. Hoy he comprobado esto mismo que escribo. Y, por último, están los que se creen que la experiencia en literatura vale para algo. Uno, que trata de ser invisible, de ser ajeno a todo, piensa en sus adentros que la experiencia para escribir literatura vale para muy poco.

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La única experiencia posible y plena para un escritor es la lectura. Tras ella, tras levantar los ojos de volumen que ha agarrado durante unas horas, el mundo se ofrece nuevo, imperito y neonato para su conciencia. Es lo que le sucedió a Don Quijote, cerró el libro y se fue a la vida para vivirlo. Es ese proceso el único que puede otorgar distancia entre un escritor y otro, la lectura y la posterior posesión de la palabra.
Los clásicos son los libros que nos fondean el alma y que nos realizan un análisis de nuestra evolución espiritual. Es con ellos, con los que decimos de otra forma, como en una polifonía de seres habitando el mismo cuerpo. Para ello no hace falta la edad ni el tiempo, porque un clásico se vuelve a leer siempre por primera vez. La experiencia es inútil cuando se trata de Virgilio, de Homero, de Cervantes o de la literatura, en resumidas cuentas.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Toda una vida, o al menos, una veta sentimental de una vida, cabe en un poema. Tal es la dilatación que provoca la palabra poética en la realidad, tal es su poderosa y letal posición sobre el mundo, que lo desbroza y transforma en un solo verso, acaso, en una palabra que brote plena. Algo similar sucede con la prosa limpia y natural de Cervantes o con las exploraciones del espíritu de Shakespeare, pero, igualmente, lo provocan los poemas de Rilke,el teatro de Calderón o los libros de Homero. Ellos mismos, en sí, sin más, han cercenado el mundo con tan solo las palabras, con tan sólo con el uso de las palabras que articulan una mastodóntica creación del intelecto. En ese ejercicio, en que el mundo sublevado se muestra ridículo, estamos todos los hombres, porque la lectura está abierta a cualquier espíritu y a cualquier hombre. Lástima que, con el tiempo, sean menos los que precipiten sus días a la clarividencia de los veros de Virgilio o a la sosegada estación de fray Luis.

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La literatura debería enseñarse como una disciplina independiente.
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No todos los lectores pueden ser profesores de literatura, pero los buenos profesores de literatura son excelentes lectores.

martes, 26 de octubre de 2010

Hoy hemos reído mucho con la punta de Rembrandt, quiero decir, con la punta seca de Rembrandt, porque como él, según R, nadie la usó. Hemos hablado pausadamente, sobre esto y aquello, con gracia y soltura y lo hemos hecho cuando el mundo latía y nos vertíamos, R. y el susodicho, en las palabras como salvavidas.
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En el cuaderno de J.J.L. puede leerse lo siguiente: “Si no hay nada suficientemente entitativo y sacral que llenar de estiércol, ¡cómo sabríamos que somos libres?”. Esta pregunta se la plantea el escritor cuando diserta sobre el problema del arte moderno y la creatividad de los genios. Después de reflexionar a partir de estas palabras, sigo leyendo, interno y sereno, en esta prosa de altura y en este libro sobresaliente.

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Sigo leyendo, igualmente, la poesía de Yeats, en la edición de A.R.T, hasta el momento, la traducción me parece soberbia y a la altura del poeta de marras. Aunque, en ocasiones, compruebo que me sobrepasan algunas referencias, algunas situaciones, algunas presencias naturales. Aún así, la poesía pervive y late con fuerza entre sus páginas.

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…la punta, ay, la punta seca.

lunes, 25 de octubre de 2010

Acabo de comprar dos libros bien distintos pero que, en el fondo, son muy similares. Uno está escrito por un autor del que conozco su prosa y su estilo con convencimiento. Los cuadernos de Rembrandt, de J.J.L, muestra en la portada un grabado del pintor que se titula San Jerónimo escribiendo al pie de un sauce, de 1648. La imagen es una delicia que provoca, de momento, que uno tenga que comenzar a leer el libro sin remedio. El autor escribe un Ofrecimiento a los lectores futuros en que deja a las claras que su deseo se concentra y apunta al disfrute y al acompañamiento de algún modo.
Creo que un cuaderno de notas siempre es una compañía que intercede entre las soledades de dos espíritus. Por un lado, el errante escritor que lo sostiene; por otro lado, el casual lector que se acerca a su forma. Cuando uno concibe los diarios como una forma pura y exacta de literatura. Más allá de convenciones y filosofías, no puede uno mantenerse más tiempo como lector de otras bagatelas o de otras formas literarias excepto de la poesía y del derramamiento de un espíritu en soledad, aritméticamente solo ante la palabra.
Anida la esperanza en este autor de que algún lector ocioso deambule por sus páginas. No puede comenzar con mejor palabra que "curiosidad", que es la que principia la Metafísica, de Aristóteles. Y escribe, acaso por la estricta y formidable formación del autor, sin ambajes, con la mesura y la potencia de la palabra plena, como quien ofrece unas piras en el alba de la tontuna actual. Esta prosa, abigarrada y quieta, arranca con la presunción de culpablidad del yo que las guía y cita, para ello, a Pascal, en eso que el filosofo llamó odioso, para decir que el yo, ese misterio intrínseco, nos pierde siempre.
Es curioso. Un hombre escribe que el yo nos pierde siempre, cuando otro anota, sobre lo anotado, que el yo es el reino de la mansedumbre.

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El otro libro del que hablaba se titula La luz es más antigua que el amor, de R.M.S. Lo he comprado porque comencé a espigar entre sus páginas, inocentemente,tras leer un par de párrafos felices y repletos, extraños en este tiempo de poca densidad narrativa. Los he leído sin desmayo, de pie, -como leo últimamente- y no he hecho otra cosa que cerrarlo y meterlo en la maleta después de haberlo pagado. Cuando hube salido de la librería, sentí que necesitaba leer algunos pasajes más de este volumen. Realmente me importan poco los autores y las editoriales, sólo me convencen las palabras: “El hombre pinta porque el hombre no es solo naturaleza, también es cultura”. Frases, sentencias, retales que hilvanan un trayecto del que me siento atraído, porque toda la literatura que pretende justificar la literatura, toda palabra que abrigue a la palabra misma, toda ficción que supure ficción, es bienvenida en este umbral y en este páramo del yo que me pierde, como me pierden la pintura en la pintura, de Velázques, o la música en la música, de Bach.

domingo, 24 de octubre de 2010

¿Qué habrá de la psiconeurología en los escritores? ¿Existirá una huella neurológica en los artistas?

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Ya he comenzado el tercer volumen de la obra poética de A.G.L. Toda la obra que voy asimilando es literatura y nada más. Hacía tiempo que no me venía, como del rayo, un autor tan completo y extenso y tan ajeno a modernuras de entonces.


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Después de releer Dios deseado y deseante, de J.R.J, dejé de ser hombre por unos minutos. En esas turbulencias exactas de la turbación, ningún verbo quiso desdecir la lucidez de la evidencia.


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Mañana, entonces, seré en la aritmética de la nada.
5, percha de perfil.


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7, oreja cubista asomando.


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~, espermatozoide penetrando en el óvulo.

sábado, 23 de octubre de 2010

Eres cintura en fa menor, violín; rumor y aullido eres contrabajo; el alterno fecundo eres viola; la noche condensada, el violonchello.


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La tarde puede macerarse con formas embaucadas o con la tontuna de este tiempo. Sólo hay que observar en una cafetería –ese reducto familiar en que se vocifera- cómo actúan los ciudadanos. La mayoría grita y realiza aspavientos con los brazos como si sus palabras fueran las más pletóricas en sentido y plenitud. Otros tantos hacen de sus conversaciones recortes de titulares de prensa que repiten sin conciencia y sin acritud, es cierto, pero sí como un discurso insomne. Acusan a una idea y a otra de ser las culpables de lo que les pasa, sin tener en cuenta que ya Camus advirtió que el hombre no puede estar al servicio de las ideas, sino las ideas al servicio del hombre. Y es eso lo que les sucede a la mayoría, sucede que se cansan de ser hombre, como el verso de Neruda, porque nunca se han parado a contemplar qué hacen aquí y qué son. Estas reflexiones, que en ningún punto son profundas (porque lo necesario no es profundidad) son las que faltan en esta sociedad de rapidez y desmesura por hacer la vida.
Todo se ha desustanciado, incluidos los hombre, todo ha caído en el cómo hay que vivir y en el cómo hay que realizar los trabajos y los mundos. Nos hemos olvidado de lo que recorre el interior de los materiales que nos acechan y persiguen, de los que nos hace hombre, de las acciones, sean estas artísticas o simples confidencias en un bar. Nos hemos olvidado de nosotros mismos. Y contra eso lucho a diario, porque no parezca que obedezco la voz de los contrarios a la vida y la voz indiscutible de los que creen tener en propiedad la conducta de los hombres que habitamos de momento. Lucho contra la estulticia diaria y la vanaglira, por no parecer un adocenado y pendenciero trabajador, por no pertenecer a ningún dictado ni a ningún prejuicio y, por supuesto, por otorgar a lo importante su importancia, a lo necesario su tiempo como es debido.

jueves, 21 de octubre de 2010

Leer poesía te conduce a la perversificación. Por ejemplo, acabo de leer un poema de Aldana y ronda por la memoria, en fin, en fin, tras tanto andar muriendo, un desgüace de palabras que reverberan como girasoles desmayados. Lo cierto es que la literatura troca y varía vida y destino. Pensar en ella es apretar en la nada e ir nada cogiendo. Es un ir acá y allá, yendo y viniendo, sin aliento útil, pero con vaho peregrino. Es un erraje continuo del que uno es ministro.
El deseo de lo humano es ser muerto en la memoria. Vivir en un rincón, que somos nosotros mismos, e ir dando premio a lo servido por la palabra, la muerte y lo huido.

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Hoy soy mariposa que revolotea en torno de la luz de una candela como el poema de Gutierre de Cetina. De puro contento, he ido en busca de la luz que me atraviesa cuando oigo el absurdo hecho palabrería. En ese vuelo, no conozco el partir de las cosas, pero me alejo del frío vacuo a la lumbre y el calor de mí mismo. Mas soy un mísero, como todo hombre, que cree encontrarse donde no se halla. Con dolor, sin enojo, me acaba la náusea diaria que me aprieta y extirpa las alas que arden, a lo lejos, entre las olas del ser habitado.

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Con Rioja, arrojo la rosa a la llamarada del día. Émulo, como ciego caminante, que conoce su condición de tercio, comencé la mañana desde la estación de tren. Había en el ambiente un desasosiego con puntas de ramas vencidas. El púrpura, concentrado en un punto, ejecutó la aurora. Y yo, como cerco malherido, como ciervo asfixiado, caí como las hojas encrespadas en los senos del rocío. Era todo una imagen peregrina de una realidad antigua, una espuma cambiante, un sacrificio del silencio. Tan cerca estuve de mí mismo que, en la lágrima mustia del nacimiento del día, lloraba mi sombra.

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Con Unamuno, mi voz de buitre se encorva hasta el espino, hasta que devora fieramente las peñas de mi cuerpo. Sorber, sorber, postrarse ante el olvido como máscara de hielo, como solo sueño, como solo estorbo. El triunfo del hambre atroz de literatura cuando el sol se derrama sobre la pálida rama polvorienta y sobre el encanto de una fuente limpia.

miércoles, 20 de octubre de 2010

A pesar de la vida, escribo...la vida.


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Los episodios de la vida se suceden como estampas de un árbol disecado con hojas de acanto en sinestesia. Quedan en la memoria junto a la savia, unidos al olvido por la juntura de la inteligencia. Orfeo no bajó a los infiernos, descendió al alma misma de la música.

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Dirimir de entre lo vivido es la tarea de la mortalidad porque, en el preclaro horizonte de la muerte, reside nuestra naturaleza.

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Como quien descubre una aurora entre sus manos y cae mudo y ciego de esplendor; como quien atrapa malherido la sustancia misma de la rosa que no es otra que el tiempo macerado en la memoria; como quien recita de golpe los versos que provienen del origen del mundo; como la nada que transita este olvido que habitamos.

martes, 19 de octubre de 2010

No eres fuego ni entraña viva, ni filo de los sueños como espadas. Tampoco eres raíz fugitiva, sólo marca, vínculo, arquitrabe de un templo levantado en la llanura de tu vida.


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Decía Delacroix que hay dos cosas que uno debe aprender desde el comienzo. La primera es saber corregir. La segunda, no corregir demasiado. Y en un diario, ¿qué es corregir sino eliminar trazos de la vida, qué es lanzar al olvido sino destruir lo vivido?


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Y Magris dijo, hace poco, en una entrevista: "la literatura no salva la vida, pero puede darle sentido”.


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No sé, realmente, por qué recojo en el diario las palabras de los otros. Quizás las selecciono con el criterio de lo cristalino, porque las palabras exactas son como los cristales resplandecientes que dejan traspasar la luz y lo abundan todo, con rabia, con incalculable dimensión. Son anotaciones que giran alrededor de las virtudes y de las penurias que a diario, -en un libro, en el tren, en un poema- desgaja uno, para la eternidad, de entre tantas palabras inservibles. Son ellas mismas, en sí, sin más cohorte que el de la lectura, sin más boato que el de la literatura.

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Otra tarde arrojada a la deriva por la estulticia, otra tarde de vanidades y pavoneos. De cuerpos abierto en flor que muestran sus colas reales, sus colas maltrechas por la infamia, sus colas egotistas y la vanidad.

lunes, 18 de octubre de 2010

La honestidad ha quedado relegada en este diario como una sonata de Schubert perdida entre los mirtos y entre helechos de azufre. Trae la tarde una ascuas prendidas de no sé qué inocencia con esta música de piano que me supera y trasciende de tan remota sensibilidad, que he contemplado cómo la articulación de las palabras son devaneos y relámpagos en los espejos que nos figuran. Somos derretidas presencias en lo vacuo y eso nos basta y ensimisma.

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En esta paz de arena tornasolada y viva en la quietud, en esta sed que arrastro de mares y de verbos, miro el mundo como nuevo, escribo el mundo como antiguo.

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¿Qué soledad tan pétrea y furibunda existe en la música de Mahler; qué profunda letanía e incredulidad?

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Las últimas semanas las empiezo leyendo poesía. He comprobado que ese ejercicio reverbera seguidamente hasta el final y la huida. Leo poesía, además, desde el apeadero de un tren durante algo más de una hora, en vilo, en incierta estación del ser. Lo hago cada mañana, cuando la palabra parece amanecida y rociada, trémula de luz y de verdad, cuando edifico al individuo que palpita tras este cuerpo.
En estos días, leo al poeta A.G.L. por cuestiones que no vienen al caso. Sin embargo, ha sido un descubrimiento al punto que ha jalonado esa agrafía que me tenía atrapado. Supuro cada día versos de memoria, escribo en una libreta, emborrono anotaciones con leves versos que se precipitan púberes. Incluso me hace reír a carcajadas mientras escribo poemas. Nunca antes me había ocurrido esta risa mefistofélica.
Como nací bruto, leo la obra completa, que se divide en tres extensos volúmenes. En todos ellos, desde el primer verso, hay una enseñanza: la Literatura.

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M.A.G me cuenta una anécdota propia de un relato de Kafka. Decía que, acostumbrado a andar por el campo sin derroteros predeterminados y a que sólo lo detengan la lluvia y las inclemencias del tiempo, se quedó turbado cuando quiso atravesar una avenida en Sevilla y un semáforo se lo prohibió. Por unos momentos, dijo, se quedó meditabundo y obsoleto por aquella maquinaria que organizaba el paso a los transeúntes. Miró el aparato, al gentío que tenía enfrente esperando el verde y una trágica sucesión de absurdo lo invadió de pronto, dijo exaltado. Cuando paseo por el campo, -seguía diciendo-, me detengo en este, aquel árbol, en el canto de una rapaz o en la floritura sobre la tierra de las plantas. En definitiva, soy instantánea sobre la tierra, como lo es el hombre.

domingo, 17 de octubre de 2010

Por mucho que algunos me conminen a leer la obra del poeta M.D., sigo pensando que es un poeta de arte menor y un señor con malas pulgas que escribe por escribir sus problemas e ideas. ¿Un genio que no se valora? No, en este caso, es un genio valorado como lo que es, un añadido a la poesía sin poesía.


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Como en el poema de Eugenio Montale, "El sueño del prisionero": “Albas y noches, aquí, apenas se distinguen”. Albas y noches conjugadas en una suerte de estancia en que los límites han sido abolidos por lo vacuo. En esta espera, han vuelto a merodear las ambiciones religiosas de antaño, las ambiciones y las plegarias en que me cobijaba cuando aprendí de Dios que el hombre era el todo. Llevo un tiempo de tanteo en el ostracismo del espíritu, porque la sociedad me produce náusea, peste y caída. En esa caída, cada vez más profunda, he vuelto a arrancar las hierbas que crecieron alrededor de las creencias. Quizás es el momento de extirparse del tiempo en que vivimos y de la ambición científica y tecnológica, y buscarse entre malvas y azucenas, dolorido, eso sí, pero iluso y descarnado, como son los hombres al comienzo.
Sólo creo en el individuo que fue porque el que está siendo me resulta infame y repleto de demasiadas aspiraciones decorativas. El individuo en sí, cargado de sus faltas y torpezas, de sus deseos proyectados como olivos en el campo, de sus anhelos eternos y su inteligencia de eclipse. No creo en el hombre de ahora ni en el futuro del hombre, sólo en cada uno de nosotros con sus fidelidades. Con Rubén Darío, hambre de espacio y sed de cielo.
Desvinculare de lo que la masa va modelando cn sus tentáculos ciegos. La religiosidad entendida como un estado del ser necesario para defeder lo permanente, sin más aristas que las individuales, sin más espadas que la palabra sentida, sin más ceremnias que los juegos internos.
El escritor ha quedado para escribir, de vez en cuando, un artefacto original. Quiero decir que el escritor se empeña en convertirse en el primero en decir o haber pensado algo antes que los demás. Es tan patética su figura que con eso se conforma. No aspira más que al gracejo y a la borrachera momentánea. Nunca pertenció a la literatura, a pesar de que se crea su cúspide y almena.
Con este panorama, cuando uno lee una obra de hace décadas y encuentra en ella literatura no puede dejar de preguntarse qué ha ocurrido con ella después de tantos siglos. Porque los que se llaman literatos en este país pertenecen, en su mayoría, a capillas editoriales y a casetas de editoriales que les publican porque su nombre en una librería vende libros, pero no porque escriban literatura. La literatura está en manos de los que no les interesa la literatura. Muerte de lo literario, vómito en lo literario, defecación en lo literario.

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Junto a esta desmesura de lo original se une la edad: hace falta ser joven para ser un escritor con futuro, dicen algunos. Cuando escucho esto, me he propuesto dejar de escribir en cualquier lugar en que se hagan públicas las líneas que uno trenza a diario o los poemas que le vienen como del rayo, en contadas ocasiones. Lo público se ha convertido en un burdel de vanidades.
Escribir sin más miras que las de publicar cuando tenga sesenta o setenta años, si es que aún sigo vivo, es la consigna que me golpea cada vez que entro en cólera. Sería un desafío a estos tiempos de poesía vacua y prosistas sin fuste, de galeristas del mercado editorial y de bobos avenidos al mundo de las letras. Evadirse, desaparecer, invisibilizarse. Publicar con sesenta años, por ejemplo, y esperar con una sonrisa sarcástica los elogios fugitivos o no esperarlos nunca, elogios de argel. Valdrían tanto como los que te pueden decir de un primer libro con veinte años, porque los elogios en literatura son como el océano, inabarcables por imposibles. Por tanto, invisibilizarme es el acto más literario que contemplo en estas semanas.

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La obra de Flaubert, Bouvard y Pécuchet, es un océano, "porque el océano es la imagen del infinito".

jueves, 14 de octubre de 2010

Leo en el almanaque que octubre va reptando por su medianía, que noviembre asoma entre luciérnagas y que tu cuerpo va tomando los contornos de la encina. Mientras esto sucede, la noche anega las entrañas de la aurora y ls cielos se prometen como sarcófagos y acantilados. Sólo verán tus ojos.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Escribo de pie mientras llega el tren. Lo hago a la intemperie a pesar del frío que arrecia. Lo hago irremediablemente sin saber aún por qué voy escribiendo los renglones de este diario. Quizás las explicaciones nunca fueron bienvenidas a la ficción, porque todo es ficción y tú lo sabes.
A veces, pienso que es una epístola moral para otro ser futuro, pero tampoco la vida me ha dejado la experiencia necesaria más que la mortalidad. Una epístola secreta, dirigida a alguien que me habita desde dentro, lector futuro, alfabeto ser, fuego de la especie que me engloba, latido a contrapunto.

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Leo algunos versos de Fernández de Andrada mientras recuerdo a Manrique. El tren asoma por los raíles tomados por una sinuosa niebla. Aquí me mantengo, erguido, contra el bullicio, como un extraño o misionero que cumple contra la mayoría, contra esta masa que corre y se amontona dislocada, que vuela y se dispara en cuanto ve el frontal del tren sobre sus sienes de seres figurados.


martes, 12 de octubre de 2010

Cómo surge no lo sé, tampoco de qué forma. Con Heráclito pienso que el camino de ida y de vuelta es el mismo. Es el hombre el que trueca su paisaje interno, el que revoca su estampa avejentada y el que supura anhelos y deseos que nunca serán cumplidos. Es el hombre el que proyecta fuera de su cauce, el que sueña más allá de la razón que nos otorgaron y el que piensa que sus huesos y sus ojos verán más allá de su muerte. Siempre los arboles estuvieron en el alma.
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Creo que fue en París donde conocí la literatura y el amor en un mismo acto. Es difícil y obsceno soslayar en París la dimensión de la literatura en el centro de uno mismo. Es difícil no tomar un café en Saint-Germain des Prés y desenvolverse en la poética de lo que nos sustancia. Sus calles repletas de ausencias, sus jardines adocenados por los vericuetos del cielo, su piedra, su piedra estática y de fervor. Fue en París, además, donde perdí la palabra por varios días después de leer en los Cuadernos, de Valéry, “la música es la superación del pensamiento articulado”.

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Creo que en París, definitivamente, como dice Spinoza, la verdad se pone de manifiesto. Aunque un poeta, un hombre, pudiese poner la verdad de manifiesto o la revelara o intuyera jamás lo sabría, ni mucho menos, sabría cómo explicarlo.

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El otro día le dije a un alumno que analizara la siguiente oración: “El perro ladró inquieto detrás de la puerta”. El alumno de marras se levantó de su asiento y, con tranquilidad, la analizó impecablemente. A sabiendas de su timidez, le dije que se quedara por unos minutos en la pizarra y que comenzara a pensar en un país extraño y con unos personajes extraños también. Al cabo de unos minutos, le propuse que me escribiese una historia en que ese perro tuviera alguna participación. El alumno no sabía que era el comienzo de un relato de Chéjov titulado "Luces".

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"La idea es totalidad del estar determinado en sí". Esta frase la tengo anotada en el cuaderno de notas que me llevé a Italia este verano. Esta escrita junto a otras sentencias de Hegel que fui espigando de su Estética pocos días antes de comenzar el viaje. Estuve, a principios de julio, leyendo enfervorizado la obra de Hegel, porque creo que hay mucho en ella que debe ser restituido y recompuesto en el ideario común. Muchos han querido que esta obra se reduzca a un salmo desbocado del espíritu y a una entelequia propia de la época romántica. Nada más lejos de la realidad. A muchos intelectuales del momento y a muchos artistas de esta década, les sorprendería encontrar en esta obra pensamientos tan inexpugnables como el que principia este texto de entonces que sigue siendo magma de ahora.

lunes, 11 de octubre de 2010

Un poeta le dice a otro: “Dime la verdad”…


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Hay quienes pueden declarar que un maestro les abrió la senda para escribir su obra o que les facilitó lecturas e interpretaciones o que les aseguró atajos por los que transitar para no caer en las trampas primerizas de la literatura. Hay quienes por ello ya se sienten, ellos mismos, poetas o escritores y se vanaglorian de esa circunstancia en la que un maestro adiestra a un pupilo.
Este binomio nunca me resultó beneficioso a la postre, ya que si, llegado el momento, el alumno se encrespa por encima del maestro llegando a otras cotas, a otras dimensiones que el maestro ni siquiera había intuido o que no era capaz de intuir jamás, todo se desmorona hasta lo ridículo. Es el tiempo en que el maestro debe aceptar su transformación, su tiempo de paso y convertirse, como no debería de haber dejado nunca, en aprendiz de su pupilo. Cuando esto sucede, la palabra maestro es la que conceptualmente mejor recoge la circunstancia, porque si el maestro termina encabronado con el pupilo y con su propia mediocridad, rebajará su estatus a simple profesor o docente de cualquier cosa.
Esta presente necesidad de mejora, de transformación y metamorfosis es la que anidó en los grandes poetas y escritores que uno lee pasados los siglos y es, por el contrario, la que no observo en los que vienen a llamarse así sólo porque cuentan con más años en la vida. Dante con Virgilio, Borges con Shopenhauer o fray Luis con Horacio.
Luego están los que no consienten que sus pupilos escriban obras que se contrapongan a sus creencias estéticas o políticas y es entonces cuando los premios y las publicaciones reproducen una forma continua que termina llamándose generación o grupo o mamarrachada de praliné.
Aunque lo peor de todo es que el maestro no sea un hombre solo, sino una editorial al completo. En ese caso, podemos hablar de imposición o de cualquier palabra que atenta directamente sobre lo literario. Aunque todo esto no son más que aledaños de la literatura que poco importan y que nada sustancian.

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La obra se hace en soledad, en la más absoluta soledad. Nadie participa en su creación más que el poeta; nadie viene a desfigurar lo que abrigamos por de dentro, ni siquiera los sueños, ni siquiera la vida, ni siquiera el mar, ni el mar siquiera.

domingo, 10 de octubre de 2010

En Málaga, insiste el cielo en confundirse con el mar en un gris de Peloponeso mientras escribo en la terraza de un piso que nos ofrece vistas al mar de forma sesgada e intuitiva. Parece la pupila de Homero este mar, cegado de azul grisáceo. Aunque el mar jamás se ofrece entero, al completo, como la poesía, más bien siempre parece estar presente como una imagen especular de la que sabemos que faltan demasiados elementos para comprenderla. El mar está quieto y en sosiego, como lo están los versos de Leopardi, y sólo el rumor de una fuente recóndita lo inunda todo con su discurso de hielo.
Esta visita a Málaga nos ha ayudado a evadirnos de la cotidiana rapidez y de la malévola presencia del absurdo que atravesaba los días con demasiada presencia. A alcanzar el ritmo sinuoso de lo lento, de lo que percute en lo constante, es decir, en nosotros mismos. Últimamente, la vida sólo pronuncia sus miserias y su presencia es tan ajena y distante, como lo son los días en claro. Nos abofetea la vida a través de los seres que la habitan y nos rodean. Ante ese golpe, ay, sólo nos hospeda la poesía.

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Llegamos a la ciudad el viernes demasiado cansados como para poder recorrer sus calles y sus plazas. Nos esperaba la poesía y esa circunstancia me crea una inestabilidad emocional y una puesta en abismo de la que no logro sobreponerme hasta que no pasan unos días. Durante el trayecto, fui pensando en las palabras que mejor definieran la poesía sin contar, por supuesto, con el poeta. Pensaba en hablar de la poesía desgajada del autor, del libro, de la concepción subjetiva. Porque es común que el poeta confunda la poesía con su poesía, que confunda su opinión con la categoría que sostiene este género milenario. Sin embargo, he comprobado que, cuando comparto estas confidencias con amigos y allegados con los que me compenetro, toda intranquilidad y nerviosismo desaparecen. Así, junto a J.S.M y J.C, pude disfrutar de las palabras elogiosas de uno en la cercanía y de las precisiones de otro después de la participación. Sin duda, la experiencia ayuda a desvelar las carencias y con estos amigos las carencias ululan desde el inicio con llamadas a la lectura y el pensamiento. Luego, en la cena, palabras, opiniones, apriorismos conjugados con la benevolencia de los comensales. Mientras tanto, flotaban en la librería, perduraban en las paredes repletas de volúmenes, algunas propuestas que, como un lápiz que había colgado en la pared, serán materia del olvido hasta que la mina no lo escriba y lo deposite en la memoria.

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De entre todos los libros que he leído de M. Vargas Llosa, destaco siempre dos ensayos, Historia secreta de una novela y, sobre todos, Cartas a un joven novelista, ya que, desde entonces aprendí que convivo con una solitaria en los intestinos. Por tanto, todo el material diario y el trabajo literario le pertenecen a un organismo que me habita, que me obliga a leer para ella y que me hace escribir, a diario, metódicamente, sólo para su regocijo. Soy títere de una solitaria. De esta forma, más que el aprendizaje de las técnicas narrativas y de los narradores, del discurso moderno y total de sus novelas, la enseñanza mayor es ética: Vargas Llosa es un escritor por encima de cualquier circunstancia.

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De la poesía que se escribe en estos años poco me interesa, un puñado de autores notables. Ni el misterio, ni la intensidad ni el encanto. Todas estas palabras han caído en desuso por los poetas, por los que prefieren escribir como si estuvieran hablando con un amigo por teléfono o como si todo fuera un ensayo que se escribe para que alguien te lo corrija o, con suerte, alguien inserta algún chiste o gracieta con que aliña el verso desvaído. Falta determinación, disciplina, inteligencia. Falta poesía, digo.

jueves, 7 de octubre de 2010

No hay una experiencia tan profunda como escribir poesía. Llevo varios meses sin escribir versos, ni siquiera pienso en escribirlos porque me observo incapaz de esa tarea. Sin embargo, cuando vuelvo a leer poesía de continuo, a leer versos de poetas admirados, sucede lo que a las encinas, que en silencio crecen y viven las ansias escondidas.
Noto que alguna sensación va gestándose lentamente aunque sin saber para qué ni cuándo. No hay espacios para la escritura poética más que el de la palabra, como no los hay para el amor más allá de la geografía del cuerpo que amamos. No hay tiempo para la poesía más que el del silencio trasmutado, como no hay sinfonías grises para la epidermis de la noche.
A pesar de mí mismo, va germinando una decadente actualidad poética que me invade. Leo menos y sólo mantengo vivo el diario. Es el único espacio en que se mantienen vivas mis constantes vitales, ya que la náusea, la náusea física (la única verdadera) nos rebaja y humilla hasta lo mínimo.

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Al final de la agenda, en un rincón de la misma, se amontona un puñado de sentencias y aforismos de personajes ilustres. Eso me llama la atención y me detengo a leerlas con ansiedad. Las han llamado frases célebres y sus autores van desde Rosseau, Stendhal hasta Erasmo o Cicerón. Ninguna de ellas llega a deslumbrarme o a atraerme, ya que están muy centradas en el tema político y ético. Con estos mimbres, y dadas la lectura inicial, intento extraer de ellas algún aspecto que me valga para escribir la lectura mientras espero al tren, aquí en la estación, a las seis de la mañana. Caso imposible, porque esta mañana, el discurso del día es el único que percibo y que me retiene, que me invade con su bárbara cabellera de soles y tumbas.
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Ayer, por la tarde, cuando terminé de leer el libro de Thomas Mann, no tuve más remedio que tirarme al suelo con los brazos en cruz. Lo hice en el sótano sin que M. pudiera ver el acto surrealista que tanto me satisfizo. Lo que no intuí fue que, hoy, en el almuerzo, M. no dejara de hacer referencia al libro de Thomas Mann y a que alguien, alguna vez, se había tirado al suelo, con los brazos en cruz en el sótano de su casa. Cuando ella lo recordó, no tuve más remedio que traer de la memoria el libro de Thomas Bernhard, Sótano, y recordar que Thomas, siendo joven y tras leer el libro de Adrian Leverkun, cayó al suelo colapsado por la belleza y la sublimidad que se encerraban en la obra.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Transcribo las anotaciones que he escrito durante varios días en la estación de trenes. Todas están recogidas en mi moleskine y escritas con un bolígrafo que compré en Roma de tinta negra. Un bolígrafo especialmente pequeño, pero que otorga mucha comodidad para la escritura a primera hora de la mañana.

“4/X/2010. Después de introducir el abono del tren en la máquina, compruebo que los datos son correctos. En la primera lectura no percibo ninguna anomalía y, con un acto reflejo, guardo el billete en el bolsillo delantero de mi camisa azul. Sin embargo, pasados unos minutos, vuelvo a comprobar los datos que se han impreso en el billete movido por una extraña y repentina sensación de náusea. Efectivamente: coche tres, asiento ciento treinta y siete. Es el mismo dato que se repite en los veintinueve viajes pasados; las cifras que confirman que la existencia es el olvido de lo nunca recordado.

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“6/X/2010. Esta mañana, como me he levantado muy temprano, he querido parecerme a Paul Valéry. Por eso me he dibujado un rotundo bigote y he desaliñado el pelo con las manos. Al poco tiempo, he cogido un traje de chaqueta, me lo he colocado con riguroso acierto y he sacado un cuaderno, este cuaderno, cuando eran las cinco de la mañana. Al hilo de este dato tan minucioso, he de decir que llevo un mes sin dormir solemnemente y que el insomnio no me deja descansar como debiera. Aunque, por otro lado, gracias al insomnio, he terminado de leer algunos libros de Platón que nunca había leído. Al escribir todo esto, he querido, además, remedar las hechuras de Valéry y he encendido un purito de los que tengo en la mesa sólo por decoración, pues mis pulmones no soportan la reverenda contaminación y el adulterio al oxígeno puro. Estuve listo, repito, a las cinco y cuarenta minutos de la madrugada. Con un bolígrafo que compré e París hace cuatro años y que jamás utilicé hasta este momento en que quiero ser Valéry musculando el intelecto cuando la noche es reminiscencia y es laberinto y mi geografía sinfónica.

martes, 5 de octubre de 2010

Antes de ir a la estantería para abrir Libro del desasosiego, de Pessoa, pretendo recordar el pasaje en que el autor relata cómo se queda sólo, en la oficina, mientras todos sus compañeros de trabajo acuden a almorzar a la calle. Me resisto y quiero recordar que la situación bien pudo pertenecer a un fragmento de los Diarios, de Kafka o que, simplemente, he tenido el recuerdo del propio kafka creyéndose Pessoa.
Esta náusea física, como digo, náusea del alma como si nos hubiesen robado el poder ser antes de que todo sea, me hace levantarme y buscar el libro. Cuando caigo en la cuenta de que el libro está en la mesa del sótano, comienza a desarrollarse una bifurcación de la náusea que me lleva a escribir esto que lees a continuación: incluso hablar, hacerlo sin demora y sin límites sobre los temas más peregrinos, es una concesión demasiado generosa con los demás. Niego la palabra por modestia y por respeto, niego el diálogo si no es para la mayéutica.
Por las escaleras, expulso de la cabeza aquellos pensamientos que me impiden encontrar el libro con la celeridad que requiero. Pienso. El tedio del futuro es aún más melancólico cuando los ojos rezuman otredad; los propios ojos, expulsan trementina. Agarro el volumen y vuelvo por las escaleras al salón de la casa. Lo hago todo cn grandes zancadas, saltándome los escalones.

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Envidio a todo el mundo no ser yo. Hoy, por ejemplo, cuando todos han ido a almorzar después del trabajo, me he quedado en la oficina, pero, ¿ no estaba con ellos, allí, con el pensamiento?”, escribió el portugués.

domingo, 3 de octubre de 2010

Hoy, descenso final, después de un tiempo soportando, con indignación, situaciones de condescendencia. No habrá más retrocesos, más tolerancia, más comprensión de posturas contrarias que tratan de imponerse a pesar de sus carencias. No habrá más concesiones ni más contenciones. Porque en cada una de esas confirmo que se diluye la idea que me poseía. A esta postura se le denomina carácter y, ya se sabe, carácter es destino. Las ideas están para servir a los hombres, como decía Camus. En este caso, la idea será defendida por un hombre, uno sólo, el único que la abriga internamente.

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Terminé de leer uno de los libros de poemas que me tenía comprometido esta semana. Lo terminé ayer, por la tarde, sofocado de gris y latigado de viento. Al término del ejercicio, pues la vida es sucesión de ejercicios, no sucedió lo que ocurre en otras ocasiones. Había utilizado el lápiz más de lo que tenía pensado, ya que me mantuve con atención flamenca escribiendo sobre él. La poesía la entiendo como revelación y no por ser más clara y comunicativa se hace más entendible, fue lo que pensé al final. Es revelación y único lenguaje, pensé de nuevo. Y cuando eso no se produce en un libro de poemas, no queda nada, ni siquiera intensidad, ni relámpago, ni misterio, pensé por último. Lo comunicativo enpoesía es una entelequia.

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En el sótano he encontrado un eco del que hacía mucho tiempo que no disfrutaba. Disfruto leyendo en voz alta algunos pasajes de Poe y otros de Rilke, algunos de Pessoa y más bien pocos de Platón. Cuando lo hago pienso en el eco que sucumbirá después en mis oídos. Las palabras devuelven a la lectura otro brío, una encarnadura vibratoria que me satisface. Intento modular el eco a las distintas lecturas y, por momentos, parezco un actor desentrañando un guión en un ensayo. Hasta M. ha bajado asustada preguntando qué había ocurrido. Nada, le dije, la palabra por sí misma figurada en los oídos. Esas especulares imágenes que recibían los oídos de sonidos que parecían pertenecer a otro texto, a otro autor, a otra realidad, no han devuelto nada al texto. No estaba Shakespeare en el monólogo que leí de Macbeth. No estaba Sócrates encicutado en el Fedón, como no lo estaban ni Cervantes, ni Lampedusa, ni Marco Aurelio. Sin embargo, cuando el poema de Rilke titulado Música, percibo que la acción se ha escapado de mi intelecto y de que ha surgido algo, acaso una conciencia, de la que no soy mentor. Si yo supiera, ay, para quién sueno…

sábado, 2 de octubre de 2010

Me sucedió en París a mí mismo y ahora le ocurre a quien escribe estos diarios.


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Comencé a escribir y yo estaba en París.


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Escribes estos diarios como te sucedió en París, ¿recuerdas?, en el Jardín de las Tullerías. No supiste dónde conducían esos tentáculos enormes que de pronto irrumpieron en aquella plácida tarde de otoño y que fueron, en definitiva, anotaciones de un diario. Estabas junto a M. y nunca antes habías pensado en escribir diarios y menos, mucho menos, en que otro se encargaría de hacerlo.

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Los observas detenidamente. Uno en París, otro sentado escribiendo con efusión unos diarios. Los dos con la mano agarrada a M., con fuerza. Los dos, desaforados, entregando la vida a las letras, a las hordas de la ficción. Los dos, figuras especulares, cóncava y convexa. Los dos, observando los tentáculos de la palabra.

viernes, 1 de octubre de 2010

Toda la tarde leyendo a dos poetas distintos. Uno, rubateando con las palabras. Otro, entregado a la frase hecha desde la percepción culta. Los dos, poetas. Qué demonios...


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Las dos señoras se sientan elante de mí, en el vagón tres, en una de esas mesas para cuatro viajeros. Lo hacen vivarachas y atentas a los pasajeros del vagón que, en su mayoría, y dada la hora, dormitan. El comienzo de su conversación no se hizo esperar, venían de Cádiz cargadas de acontecimientos recientes que estaban ansiosas de glosar la una a la otra. Sin embargo, el diálogo fue tomando otro cuerpo, comenzó a transitar por otros derroteros menosfestivos. Un hermano de la señora de la derecha acababa de morir recientemente tras una larga enfermedad. mientras todo esto fluía, mantuve el libro de L.A.C. abierto por un poema que se titula Lo que somos. Antes de bajarme del tren, escribí una esquina doblada en cualquier hoja en mi moleskine.