lunes, 9 de agosto de 2010

De nuevo la plenitud del viaje y la epifanía de la literatura. Repaso las notas escritas en el cuaderno que me ha acompañado durante estas semanas e, incrédulo, no creo haberlas escrito nunca. Pienso que estoy leyendo indiscretamente las anotaciones de otro viajero que ha pasado una temporada en Perugia, en Roma o en Florencia. Londres es estación del alma, todavía. Las tomo así porque el viaje es la transformación que anega la pluralidad que nos acoge.
Somos intrínsecos y plurales, individuos larvados por un filo múltiple y unívoco al mismo tiempo. Pertenecemos a todo y no nos sabemos deudores de nada. Nos ignoramos por completo aun perteneciendo a una categoría. Somos humanos porque existe la humanidad.


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He tenido la oportunidad de concluir la lectura del Infierno y del Purgatorio de Dante entre la Toscana y la Umbría. En Arezzo, por ejemplo, donde nació Petrarca, terminé de recitar en alto los últimos versos del Infierno. Y fue entre Gubbio y Orbieto cuando comencé a deleitarme con el Purgatorio. Justo cuando me disponía a viajar a Londres, dejé la lectura. Con una tromenta enrabietada, resguardado en Rávena, di al viento algunos pasajes de la obra de Dante. Anhelo todo de no se sabe qué razones.

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Los cipreses habitan los campos de La Toscana hiératicos, como pinturas del trecento. Al fondo del paisaje, entre algunas higueras y olivos, se vislumbra una casa, una villa sometida al zumbido candente del verano. Se diría que la tranquilidad y el sosiego se recogen en ella. Voy camino de Perugia, todavía, en la distancia, en una ciudad, en otra, en un café, con un libro, con un poema de Dante, con la vida de Samuel Johnson, con mis pasos persiguiéndose alrededor de la memoria.

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En Londres, mientras leía una frase del doctor Johnson agarraba en la mano un libro de Pessoa. Lo llevaba como un amuleto, como el objeto adecuado para que mis sensaciones nunca perdieran el tácito razonamiento de las ciudades. Londres ha imantado, desde el comienzo, con una potencia prodigiosa no sé que estado de gracia que me dejó ágrafo total. No pude escribir en Londres como tampoco lo pude hacer en París. Paseando por Warwick Square, cerca del hotel, mientras M. terminaba de mordisquear una manzana, sentí que en Londres debía dejarme de una vez, diluirme, desaparecer. Londres me devolvió la invisibilidad, el deseo mayor.

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