martes, 31 de agosto de 2010

Llevo varios días haciendo la prueba. La llevo siempre conmigo y a cada momento escribo lo primero que se me ocurre o lo que me suscita la lectura de un poema o un buen párrafo de Stefan Zweig. Sin revisarlas ni corregirlas, las releo a la llegada de la noche. En sus contradicciones me reflejo, incierta presencia de no se sabe qué tiempo ni qué lugar. Tampoco para qué. Surgen en la llana soledad de un individuo que parece adocenarlas sin más pretensiones que darles vida. Una vida quieta e insonora, tremendamente araigada.

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Vivir en secreto, sin adornos, sin cubiertas que lo engalanen, sin fastuosas vanaglorias, como quería Ovidio que llegara su libro a Roma cuando lo escribía camino del lugar al que había sido desterrado.

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O como Cernuda, naipe desprendido de una baraja.
Para un filósofo, que intenta crear un sistema cerrado de pensamiento y explicación, la realidad es inexplicable. Le interesa, más que vivirla, explicarla, dejarla adecuadamente expuesta a la razón. Tanto le vale un desplazamiento a un país lejano que un viaje al sillón de su cuarto. Su realidad está velada en el raciocinio y, en él, la memoria es el presente que percute.
Todas las costuras que hilvana el filósofo en la realidad pueden valerle al escritor para montar sus palabras sin demasiados atropellos, con más acomodo, con más tino. Sin embargo, para un escritor, la realidad es el lugar de sus apariciones, la topografía en la que se proyecta, como en un sueño, para construir y deshacer lo que le venga en gana. No puede ser grande más que para su palabra, no puede ser compleja más que para su construcción. Hay una encarnadura más fresca de la realidad en la literatura y cuando un escritor consigue hacinarla con todos sus contradicciones y desmanes, sus apriorismos y carencias, devuelve el recuerdo de la ya vivido en una reluciente perorata perenne.

domingo, 29 de agosto de 2010

El verbo escribir, como soñar, no admite el presente.


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Quizás las palabras no son más que tachaduras elegantes al silencio.
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Hay profesores, críticos y aspirantes a vates universitarios que miden las obras literarias en referencia a su capacidad de análisis, a su formación. Si la obra es un jugoso pastel al que se le puede aplicar el método deconstruccionista, estilístico, formalista o cualquier sucedáneo y escribir, a su costa, un librito, es un texto estupendo. Por el contrario, si el texto supone una demostración de su incapacidad o de sus faltas eruditas (porque no sabe cómo hincarle el diente), entonces el libro se le cae de las manos. Y está bien esa expresión, porque un libro en manos inadecuadas es como si estuvieran en las garras de la ignorancia.
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Cada vez me siento más cercano a la imposibilidad de ofrecer un texto objetivo que explique las virtudes de otro. La objetividad para explicar la obra de arte, me resulta indiscernible, aún menos cuando nos encontramos en un tiempo de travesuras y desvelos. Creo, con Steiner, que las mejores obras de crítica literaria son las propias obras literarias y que son los lectores, cada uno, los que van armando su concepto de literatura.
Ese ha sido uno de los problemas de la crítica moderna y pienso que del arte de este tiempo: la explícita explicación de todo. No cabe la explicación en lo que es puro, en lo que es arte en sí, ya que esa glosa lo único que produce y ofrece es alejamiento y subjetividad. El otro día, por ejemplo, escuché a un amigo elogiando el último libro de poemas de J.B., “es un genio, lo que hace no se parece a nada”. He leído el libro en la librería, -porque no lo he comprado-, en varias ocasiones y en todas me siguen pareciendo una birria. Pero no sólo con este poeta pseudojoven, sino con otros tantos escritores de culto que una mayoría elogia, novelistas y pensadores incluidos. ¿Qué me ocurre? Antes intentaba achacarlo todo a mi incapacidad, a mi incultura, a las faltas de lectura, pero he descentrado el problema y creo que, en el fondo, me gustan muy pocas cosas del mundo en el que vivo y que necesito, por el contrario, alimentarme de la naturalidad de la realidad. Ser arte, ser literatura, ser realidad; no leer literatura, observar la realidad, degustar el arte.

sábado, 28 de agosto de 2010

Poseo varios cuadernos en los que voy anotando aquellas cuestiones que más me desasosiegan. Llevé uno a Italia, otro a Londres. Llevo otro en la maleta del trabajo, otro en el de las llaves y la cartera. Uno descansa en el salón. Y, el más antiguo, el primero, junto al ordenador. He ido leyendo uno a uno las páginas durante estos días. En todos he leído los mismos temas, las mismas preocupaciones. ¿Será ese el escritor, el que se apropia de las palabras para decir lo mismo durante su vida? Pero, ¿cuándo quedan configurados esos temas?¿Hay formas de ampliarlos, hacerlos distintos?
Un violín suena en acorde menor por tus calles de almendras. Es un susurro prominente.
Casi un desvelo en plena claridad. Suena cadencioso, a veces serpentea por los agudos. En ocasiones mantiene el cuerpo de los templos profanos. Es quieta y solemne, irónica y mordaz. Hiriente del alma. Diríase que roza el silencio del estornino con su aureola de daga. Por tus calles de almendras mordidas y senos de hiedra.

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Hoy, sábado de agosto, debo volver a ser quien fui con urgencia.


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La literatura debería ser la impresión no de que estamos ante algo nuevo, sino de que estamos ante algo que hemos olvidado y que, con esas palabras justas, son removidas de lo profundo y ofrecidas, a la memoria, como un manjar recién concebido.

viernes, 27 de agosto de 2010

Hay anotaciones, líneas, palabras que llegan como ráfagas imprecisas. No hay más remedio que anotarlas con la mejor condescendencia. Otras son bastardas impresiones de lo cotidiano que no merecen siquiera ser atendidas ni mejoradas. Sin embargo, en un diario, al cabo de un tiempo, compruebas que hay anotaciones que recogen en realidad otros días que no son estos, otras noches que se desvelan solas como náyades. Anotaciones que son válidas para siempre, qué son, en definitiva y por conclusión, sin más ni más. Son, ellas, traviesas, como esas noches en que me ataca el asma y me deja moribundo, en que la asfixia es real en los pulmnes y solo me deja al ritmo de la respiración dificultosa. Es, en esos momentos de invasión, en los que me observo más humano, más plebeyo con la literatura, más miserable. Porque la literatura es ese ataque irreprimible de asma, de asfixia que necesita de la urgente manía de la palabra, sea la que sea, la que brote limpia, la que surja macarra, la que diga, por poco tiempo, quién latía detrás de ellas, aunque el que lata sea nadie. En su perennidad seremos e eco de las sombras.

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Estas dos noches han pesado como metales plutonianos, como excrecencias invariables. Durante la asfixia, he leído a Proust como un cosaco, a riesgo de caer muerto. Nunca lo he vivido con mayor plenitud, con mayor osadía. Luego he ido a Thomas Bernhard. ¿Qué hay en estos escritores asmáticos y enfermos; que se traslada a su estilo?

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Estoy perdido, sin lectura no hay literatura.

miércoles, 25 de agosto de 2010

-No ha leído a Steinfield. Su obra es un dechado de afortunadas sentencias; su prosa es fabulosa y su pensamiento profundiza en las cuestiones capitales del hombre en el siglo XX.

-No. Ahora leo a Dante y a Virgilio.

-¿No los había leído ya?

-Sí, también he visto ya París, los frescos de Giotto y he escuchado millones de veces a Bach. Cada día lo sigo haciendo.

-No entiendo esa actitud.

-Yo tampoco la suya, perdóneme.



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Mientras tanto seguía paseando por las calles de la capital. Iba recordando lo que la noche antes había sucedido. Estrépito en la calle por el tumulto de coches que abocinaban el centro. Una mujer esbelta y cariátide cruzaba la calle con la mirada gacha, parecía recogida y ensimismada por algún suceso fortuito. Decidí seguirla. Era lo único que justificaba estar allí, a esas horas en que la noche vierte su galaxia con las ubres del deseo.

martes, 24 de agosto de 2010

Comprender la realidad es apenas un ejercicio del intelecto. Sus cauces son los mismos que los que conducen al conocimiento de cualquier otro sistema instaurado, ya sea la literatura o la ciencia. Comprender la realidad es como saber de literatura. Sin embargo, uno de los innumerables secretos que nos guarda la luz, el vuelo de un pájaro o la elegante disposición de una plaza funda sus virtudes en ser la realidad. No hay que entenderla, ni comprenderla ni siquiera contemplarla para ser la realidad misma. Y esa aspiración es el único cauce necesario para el escritor.

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La diferencia entre los que conocen muy bien la literatura y los que son literatura es tan evidente como las distancias que hay entre sus verbos.

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Después de algunos años, he comprobado que el viaje es una forma plena para llegar a ser. En el viaje distendido, sin fechas de entradas. Hay en el viaje un sentir inmóvil rabiosamente expresivo muy difícil de trasladar a la literatura sin que resuenen sus herrajes y artificios. Ahora, por ejemplo, que estoy sentado delante de la Biblioteca Marciana, en Venecia, una paloma acaba de posarse en un barandal. Sus plumas son verdosas, podría decirse que son algas enquistadas. De pronto, comienza su vuelo de estudio y aritmética en la plaza. Nadie se percata de ello, pero es tan evidente que la plaza misma la que vuela con ella. Es el vuelo del ser.

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Anhelo dejar de ser artista para ser creador; anhelo el silencio y la naturalidad de la creación por los ambages huecos y parlantes del artificio. Deseo el poder humilde de la creación y no los fastos moribundos del artista moderno; anhelo un verso de San Juan, una línea clarividente de Cervantes ante la mojigata presencia de lo efímero. Lo natural, lo huido quieto, lo que está siendo constantemente frente a lo fugitivo, lo pasajero, lo que se carga de ideas hueras.

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No quiero alardes ni orgullos, explicaciones innecesarias, palabras de sobra sobre la creación. Quiero ser un vasallo del ser. Sin más estridencias que las necesarias

sábado, 21 de agosto de 2010

Leyendo El enigma de la llegada, de V.S. Naipul, me he visto merodeando por Salisbury. Por los bosques, las laderas, cerca del Avon. Aquí la lluvia es rosada y porta una gravedad extrema. Acaso la de los cielos cubiertos con los sueños derruidos.


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En la noche los cuerpos toman la figura del volcán. Las formas retienen sus contornos primeros, aquellos que brotan de la ausencia y del deseo. En la noche, las palabras recorren recalcitrantes los vástagos sonidos del cielo. Sonidos que provienen de una piel convertida en llanura, sin deshielos, sin grietas ni azabaches.
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Cada día me sobra más palabras. No sé lo que me falta, cuál es la ausencia requerida.

viernes, 20 de agosto de 2010

Porque quedan tomadas por la conciencia, en la reserva inhospita de la memoria; porque se aíslan y se ensalzan como figurillas de un juego inusitado; porque nunca deberíamos asirnos a la palabra de una noche trastocada por la ebriedad o por las ensoñaciones, ocurre ahora que estoy en esta plaza. Mirándola. En silencio.

jueves, 19 de agosto de 2010

Hoy he vuelto a encontrarme con algunos amigos de la infancia. Por aquellos años, jugábamos por el campo utilizando las remolachas y las patatas como elementos arrojadizos. Imagínense cómo dejaba las camisetas una remolacha recién levantada de la tierra. Igualmente, utilizábamos zanahorias y tomates. Sin duda, al dueño de la finca, lo que más le molestaba era la captura de tomates. Cuando se percataba de que estábamos merodeando su hacienda, soltaba unos perros cuyos ladridos provocaban nuestra fuga inmediata. Estos amigos montaron en bicicleta conmigo muchas horas y corrieron por la playa desbocados, como lo hacen ahora los caballos para el mundo. Cuando había bajamar y las orillas eran inmensos arsenales de muergos y gusanas, fueron ellos los que me enseñaron a utilizar la medida exacta de sal para cogerlos a la caída del sol.
Han formado parte de mi vida y ahora están tan alejados de ella. Esa circunstancia, unida a la música de Sibelius, me ha sumido en un melancólico bucle que no ha dejado de azotarme en toda la tarde. He conocido a sus hijos, los he besado como reliquias contemporáneas y he pensado, detenidamente, en la maleable sustancia que nos hace humanos. Marea perdida, siroco, tierra de sal, luz declinada y en desvelo.

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Este diario, como no pude intuir, se ha vuelto demasiado tosco en algunos aspectos. Sus rudimentarios textos, sus torpezas imperdonables, sus aspiraciones que ya no tienen justificación. Lo voy escribiendo como el testimonio de una vida, como esas olas que rompen pero que parecen recomponerse en las siguientes.
Alguien, en el futuro, leerá estas anotaciones no sé con qué sentido ni sé con qué intención. Quedarán huérfanas cuando el que las agita desee abandonarlas; pero he aquí que cada día, en ellas, en sus lentas caminatas, en sus callejuelas etruscas con olor a albahaca, en sus permanentes manías y colores, en el rosa Tiépolo, va creciendo un individuo que sin ellas sería humo, ceniza, mansa vida y azul de Saturno. Este diario ha ido suplantando mi vida y ahora hay en ella más de la que pensaba, la vida, digo, es la escritura sobre blanco.

miércoles, 18 de agosto de 2010

La mayor parte de nuestra vida pertenece a la ausencia, a la pérdida, a la deriva. Nos envuelve lo ausente y ello es lo que inunda a diario nuestros días. Acciones de paso, cotidianas, incrustadas en un trabajo, una inquietud o una expresión. Músicas que se repiten, -como esta de Debussy-, como si nunca hubieran sido escuchadas con detenimiento. Poemas que pertenecen a la membrana interna de nuestra inteligencia, ciudades cuyas calles orientan nuestro callejero de ausencias; amores que fueron de una época en llamaradas; amores de vida, de la vida aquilatada y de rumores internos. Palabras, amigos, pinturas, profesores y maestros. Todo arrumbado en ese espacio en que la memoria solicita su fisonomía para convertirse en carne encíclica.


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Me he reído mucho al leer algunas entradas antiguas de este diario. Las risas han sido provocadas por la fuerza de la ficción. He leído una vida ajena, la que quiero que impregne estas líneas lentamente y lo he hecho con la irónica enseñanza cervantina.
Una imagen que ofrezca una totalidad con sus contradicciones y, por supuesto, con sus imposibles enlaces con la realidad a la que algunos, ilusos, quieren agarrarme. La realidad azota a quien la quiere someter a sus juicios.
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Tocaré el violín como el señor Holmes en aquellas tardes ofuscadas y de árboles tristes. Tocaré la melodía de entonces cada vez que se ofrezcan los coros húmedos de la noche en mis ojos. Cada vez que recuerde el pentagrama, la rayada figura horizontal, la fractura de lo humano.

martes, 17 de agosto de 2010

M. siempre recuerda, en los regresos, las palabras de García Márquez sobre el alma y el cuerpo. Lo hace como un bálsamo que va moldeando el enigma de la huida. Porque huimos, huimos sin cesar de nosotros mismos no porque estemos sobrecogidos por algún terror o por alguna amenaza que nos atraviesa como animalillos heridos sin porque el derecho a la huida es el derecho al conocimiento; todo ejercicio de comprensión necesita de un espacio que se recoge en sí mismo, en unos límites, sean estos calles o gente, bosques o mares.
Ese es el problema del arte, en definitiva, el problema de nuestra naturaleza cuando se hace estética, conducir lo infinito con medios finitos. Paul Valéry situaba en esta imposibilidad la realidad del artista y desde que la leí en sus Cuadernos no he dejado de reparar en esas palabras. Una y otra vez, una y otra vez.


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He perdido la poca fe que tenía en el ser humano. No lo considero el merecedor de este mundo. Ni sus actuaciones, ni sus pensamientos, mucho menos su chabacanería, que es hiel de iracundia y madrugada. La belleza natural no es obra suya.
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Sostengo en la mano un puñado de nueces que voy comiendo poco a poco, acompañado de una copa de ginebra. Realizo el ejercicio con mesura, destripando la nuez en la boca. Sus pellejos, su textura lítica y frágil. Su fragancia desnuda y de suaves perfiles. Cuando termino con ellas recojo de la mesa el vaso de ginebra (en verano sólo puedo beber ginebra, es una costumbre antigua). Paladeo la esencia de frutos, la mixtura en la elaboración. Al segundo trago, abro las páginas de la Vida del doctor Johnson escrita por James Boswell, en la edición de El Acantilado, edición que me ha acompañado a Londres estos días. El frescor y la humedad acompañan e invitan a la lectura. La memoria me va convirtiendo en otro, me voy haciendo otro, pues todavía mis pasos resuenan por Baker Street.

lunes, 16 de agosto de 2010

Qué si no el todo o la llaga. Qué si no la vida tomada como un pulso del aire, transparente y renovado, tomada como una virtuosa galería de bellezas muertas. Qué importa que no podamos verlo todo, decir todas las palabras, conocer todos los lugares, hablar todas las lenguas; qué si no conocemos todas nuestras facultades en la vida, todos nuestras aptitudes . Qué importa si tenemos conciencia de ello, es decir, de nuestra finitud.




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Parado en una esquina de la ciudad, detengo mis pasos por unos minutos. Respiro lentamente y dirijo mi mirada hacia arriba, donde unos pájaros se copian fugitivos. Miro hacia arriba agarrando a M. de la mano y quizás respirando su mismo aire en una plena transfusión de vida.
Cuando vuelvo a la horizontalidad de las calles y de la gente que está saliendo del trabajo, es cuando se me antoja volverme invisible para observarlo todo. Como el detective de Paul Auster en Ciudad de cristal o como el de Conan Doyle o acaso como el de Poe, la vida se ampara en la observación, se nutre de ella. La inteligencia surge de los tentáculos de un espíritu observador, a pesar de que la música, la ciencia suprema, nos observe a nosotros. Con estas disquisicones en la cabeza, recuerdo algunos pasajes en que estos detectives han penetrado en la vida de una persona más allá de los personajes de marras, más allá de ellos mismos. Habían penetrado incluso en lo que ellos, los afectados, los socorridos, nunca habían podido acceder. Como demiurgos, como astrolabios proféticos y gracias a la observación, consiguieron hacerse con la vida de otro individuo.
A menudo, cuando llevo demasiado tiempo volcando la mirada (y con ello el tiempo, los días, la vida, las letras) sobre los otros, sobre otras lenguas, sobre otras costumbres en otras ciudades, siento una plenitud exacta y medida, tal y como pudiera ser yo mismo. Dejando de ser llegarás a ti.

domingo, 15 de agosto de 2010

Nunca fue tan elocuente Conan Doyle como el día de su muerte. Murió tomando la mano de cada familiar, de uno en uno, cadenciosamente, pero sin decir ni una palabra.

sábado, 14 de agosto de 2010

I will be there.

He vuelto a visitar las librerías de Bloomsbury. He comprado un par de libros del Doctor Johnson publicados en Oxford en 1937; sólo estaban los dos primeros volúmenes. Comencé a leerlos en el primer Pub que encontré, acompañado de una tónica y de un diccionario. La prosa es de un poderío asombroso a pesar de que soy incapaz de apreciarla en su plenitud. Percibo una inteligencia fuera de lo común que se traslada a la sintaxis, al orden del discurso, que es el del mundo.
Al cabo de un rato, y después de una llovizna, las calles recogen en un haz la luz que las envuelve. Es una luz tímida, decadente, apenas amenazante, pero lo suficientemente adecuada para comprender que la inteligencia eclipsa y reconstituye los días que se van.

Los volúmenes, encuadernados en piel azul, no son demasiado gruesos. Sin embargo, al leer el ex libris de su anterior propietario, me percato de que perteneció a una familia de renombre, los Roylott de Stoke Moran. Hubo un señor en esta familia que fue dejando unas marcas de lectura, estigmas acumulativos, que se desgranaban como palimpsesto intencionado de un mismo autor. Sus anotaciones dicen que leyó el libro en varias ocasiones, que lo hizo caninamente, como si quisiera igualar la voraz manía de Samuel Johnson. Están escritas a lápiz, como una veladura que tiñe los márgenes del libro. Son anotaciones borrosas, decrépitas, crípticas. Casi no puedo leer lo que está escrito, pero veo con claridad, con la claridad de una luz que galopa sinuosa entre las calles de Londres a un lector antiguo que quizás converge en mí mismo y que soy yo ahora.






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Nos dirijinos al Royal Albert Hall, ya que desde ese lugar he escuchado un gran número de conciertos. Para los que escuchamos la radio desde hace años, es un lugar ligado a un gran número de conciertos inolvidables. Después de un paseo por los parques, decidimos acercarnos al edificio.
Mientras nos acercamos, la ciudad vuelve a provocarme un estupor extraño, desasido, que me deja perplejo. Es temprano y la mañana nos ofrece la posibilidad de caminar solos, junto a los pájaros, junto a los árboles que esperan la llegada de la luz. Así de quietos, como esas aves que descansan emplumadas en el lago, comenzamos a caminar. Justo encima de la sala de conciertos, el cielo hace piruetas que anuncian una órfica estación. Y no puedo detenr mis pasos como no se pueden detener los sueños.

viernes, 13 de agosto de 2010

Leo a Cona Doyle. Es un vicio que pervive desde la infancia y que se produce todos los veranos. Cona Doyle, como recuerda Javier Marías, solía decir que no forzaba una frase y creo que esa virtud que se enquista en la naturalidad es una de las cosas que más admiro de su literatura. Ni una sola frase es innecesaria en los relatos de Cona Doyle, fuera del pacto ficcional que a uno lo invade cuando abre un volumen de los suyos. Ahora, en Londres, junto a M., abro el preciado libro de la juventud con el mismo entusiasmo de entonces. Sin embargo, bajo este cielo derruido de blancos y empastado de grises, con este viento fresco que azota el cogote, con esta aritmética acercanza a las calles en las que vivió el autor de marras, amén de sus personajes, leo en el pentagrama solitario de Londres.

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Abro el libro con cierta mesura y anoto en los márgenes ciertas resonancias cervantinas que el bueno de Arthur desgajaba con maestría. Un pasaje de agudeza, unas limpias palabras sobre una actitud concreta. En cualquier caso, la naturalidad y el alejamiento al estilo artificioso. Cómo consigue Conan Doyle el prodigio es tarea de genios y de locuaces justos de la ficción. Eso mismo hablaba hace unos días en Bajo de Guía delante de unos platos de corvina en salsa tártara y de marrajo a la vinagreta. El mar aminorado por el hechizo del caldo de la tierra, pero sin extravagancias, sólo siendo ella misma.
Abro el libro, de nuevo, con parsimonia, después de acercarme una cerveza a la boca y de darle un buen trago, una cerveza bien tirada, en su frío justo certero, y anoto algunas impresiones, aquí en Lupus Street, donde me hago de cebada y malta, de fermentada adolescencia.

jueves, 12 de agosto de 2010

La vida quieta, estática, demográficamente unívoca me desagrada. No entiendo otro estado que el de la inquietud y la curiosidad perennes. No comprendo cómo el hombre puede dar por concluida aquellas acciones que le son desconocidas y cómo puede dar por terminadas en la vida una sensación, un viaje, una experiencia.
De un tiempo a esta parte la vida ha ido mostrándome que el estado en que mejor sobrevivo es aquel que está colmado de múltiples direcciones, senderos que terminan por desfigurarme, encrucijadas que contiene la medida de mi rostro. Soy un enigma continuo. Soy un misterio que anhela a invisibilidad, la transparencia y la fusión. Las ideas, las amistades, los idiomas, la familia, las ciudades, los libros, acaso un microcosmos que azarosamente va convulsionando al único individuo que lo habita. En esa frenética estancia, en esa deleitosa y cambiante estación, voy encentrando en la maraña las constantes que me sustancian. Desde no sé qué momento me hice permeable, desde entonces no deja de golpearme la transformación.
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La cosa más importante pueda que no sea un libro, ni siquiera una suma importante de libros, ni una biblioteca milenaria, ni los textos más antiguos e importantes. La vida brotó sin ellos y sin ellos ha seguido y sigue su naturaleza. Pero hay algo que un libro ofrece y que la vida jamás podrá igualar, ni siquiera remeda como un burdo pintor de imitaciones. Un libro es un periplo y una vida cerrada, que se presenta cercenada de arritmias y uniforme al compás de la escritura. Sin embargo, la vida breve, la que nos circunda en esta piel y con estos órganos es la consagración de la primavera marchitada.

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He decidido que pasado mañana vuelvo a Londres. Parece que me he olvidado de mí mismo entre sus calles. Lo haremos por la mañana, por varios días. Describiré cuál es mi estado ajeno.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Uno de los aspectos más conmovedores de Londres es su estática movilidad. Sus calles son quiasmos pendulares que configuran el movimiento de la humanidad en el silencio y la pulcritud. La gente se sabe en un territorio cruzado por las aguas de una melancólica batida de ángeles, el eco y el estigma de la vida digna.
Escribí esta nota después de haber tenido entre mis manos, en Bloomsbury, un volumen de la vida del doctor Johnson, escrita por James Boswell y que venía a decirnos que el doctor leía con hambre canina, como si estuviese devorando el libro mientras guardaba otro, bajo el mantel, mientras comía. Esa imagen de tácita euforia contenida, esa desmesura triangular, la manera en que el verde agrede en los jardines y las nubes amenazan aun besándonos, es lo que me mantiene desconcertado de la ciudad. Su prodigiosa metamorfosis contunua que nunca nadie acierta a describir, que no se doma con la memoria, porque ella es su sustancia íntegra.

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Notas en Londres. Lecturas en algunas plazas. Paseos. Lluvia. Sol. Un pub. Otro. Visitas a Westminster, a la Abadía. Y la música de Haendel. Cuando comencé a estuiar música, Haendel fue el primer compositor que escuché enfervorecido, casi sin descanso. Con el paso del tiempo, fui alejándome de sus conciertos, porque se me antojaban demasiado metódicos. Pero ahora entiendo qué estaba encerrado en aquella música, en aquel autor que se me ha vuelto, como de la tierra, virtud de un edificio demolido.

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Fue al verlo y al desaparecer cuando traje a la memoria a los presocráticos. Pensé que JSM debía su aspecto, de soslayo y transparencia, a Anaximandro, al apeiron, a lo indefinido. Porque la naturaleza toda de este viaje iniciático (incluidos los sueños, las líneas verosímiles, las encrucijadas) se asemeja a ese envejecimiento imposible de la naturaleza, a esa circuncisión de los elementos que no pueden ser escritos, solo contemplados.

martes, 10 de agosto de 2010

Discutía con J. la influencia que ejercerán o que están ejerciendo los nuevos formatos que ha traído la tecnología, tales como una bitácora, en la escritura. Hablábamos durante un almuerzo en Florencia, muy cerca de la Plaza de la Santa Cruz, donde se rige una estatua a Dante. Él piensa que nos encontramos en una época de transición tal y como sucedió a los escritores que testimoniaron la aparición de la imprenta. Un tiempo intermedio en que todo son tentativas, jugueteos y demás variantes porque aún no se conoce si un escritor terminará por escribir pensando en el formato en que se encauzará su obra.
Frente a esa postura, siempre argumentada por el conocimiento de la imprenta y el libro antiguo en parangón, intentaba mantenerme como un apocalíptico de Umberto Eco, un apocalíptico más bien integrado. Porque no concibo aún una escritura pensada en el modo de transmisión, en una escritura que se aleje de la escritura misma. Esto no quiere decir más que no contemplo aún la posibilidad de crear ad hoc en relación a la tecnología, sobre todo porque cada vez estoy más convencido de una cuestión: la literatura y ninguna de las artes fueron democráticas nunca y una bitácora o una red social o cualesquiera de esas manifestaciones actuales no son más que estertores de las relaciones humanas, transmitidas por escrito, eso sí, pero sin aspiraciones literarias ninguna en su mayoría. su función es comunicativa y eso es solo una parte de la función de la literatura.
Con esta postura he pensado que lo mejor sería seguir escribiendo a escondidas, a mano, sin mediaciones tecnológicas, sin ninguna otra tramoya que perturbe la esencia. Y, en el caso de que esa construcción sea imposible, debido a mis torpezas y desmanes, volver a la bitácora, al canto público y digital. Pero, ¿será esto lo adecuado o es que J. era un profeta que no comprendí y me describió?
De cualquier forma, los nuevos derroteros irán surgiendo a su tiempo, con su debida pausa y cadencia. La inteligencia deberá estar agudizada para tomar de ello algún logro, aunque evidentemente en la literatura, después de tantos siglos, los logros están ya escritos.

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Como un paseo de Robert Walser, diario e incierto, como una tránsfuga melodía de Mahler, como una apoltronada pincelada de Van Gogh, como el cielo abierto de los grises de Turner, como las verdades ingrávidas de la Comedia de Dante, como una piedra tornasolada en Arezzo, como el silbo de la higuera en el Fiesole.
Como las lenguas muertas de los árboles, como el delirio impuro del viento, como el auge de los besos en la noche, tan raudos y violetas, tan densos y desnudos.

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Me detuve en un mercado de libros en Londres. Comenzó a llover, sin avisos, sin que las nubes levantaran sospechas. Entonces creí ver a J.S.M, barbado, erecto, pendiente de unos libros antiguos. Lo perdí de vista debido al tumulto que se creó debajo del puente debido a las lluvias. Comencé a buscarlo, por un lado y por otro. Incluso recuerdo que me miró al mismo tiempo que sonreía. Su mirada en el gris era la de un poderoso holograma y su figura parecía suspendida y leve. Suspendida y leve…eso dije al despertar.

lunes, 9 de agosto de 2010

De nuevo la plenitud del viaje y la epifanía de la literatura. Repaso las notas escritas en el cuaderno que me ha acompañado durante estas semanas e, incrédulo, no creo haberlas escrito nunca. Pienso que estoy leyendo indiscretamente las anotaciones de otro viajero que ha pasado una temporada en Perugia, en Roma o en Florencia. Londres es estación del alma, todavía. Las tomo así porque el viaje es la transformación que anega la pluralidad que nos acoge.
Somos intrínsecos y plurales, individuos larvados por un filo múltiple y unívoco al mismo tiempo. Pertenecemos a todo y no nos sabemos deudores de nada. Nos ignoramos por completo aun perteneciendo a una categoría. Somos humanos porque existe la humanidad.


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He tenido la oportunidad de concluir la lectura del Infierno y del Purgatorio de Dante entre la Toscana y la Umbría. En Arezzo, por ejemplo, donde nació Petrarca, terminé de recitar en alto los últimos versos del Infierno. Y fue entre Gubbio y Orbieto cuando comencé a deleitarme con el Purgatorio. Justo cuando me disponía a viajar a Londres, dejé la lectura. Con una tromenta enrabietada, resguardado en Rávena, di al viento algunos pasajes de la obra de Dante. Anhelo todo de no se sabe qué razones.

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Los cipreses habitan los campos de La Toscana hiératicos, como pinturas del trecento. Al fondo del paisaje, entre algunas higueras y olivos, se vislumbra una casa, una villa sometida al zumbido candente del verano. Se diría que la tranquilidad y el sosiego se recogen en ella. Voy camino de Perugia, todavía, en la distancia, en una ciudad, en otra, en un café, con un libro, con un poema de Dante, con la vida de Samuel Johnson, con mis pasos persiguiéndose alrededor de la memoria.

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En Londres, mientras leía una frase del doctor Johnson agarraba en la mano un libro de Pessoa. Lo llevaba como un amuleto, como el objeto adecuado para que mis sensaciones nunca perdieran el tácito razonamiento de las ciudades. Londres ha imantado, desde el comienzo, con una potencia prodigiosa no sé que estado de gracia que me dejó ágrafo total. No pude escribir en Londres como tampoco lo pude hacer en París. Paseando por Warwick Square, cerca del hotel, mientras M. terminaba de mordisquear una manzana, sentí que en Londres debía dejarme de una vez, diluirme, desaparecer. Londres me devolvió la invisibilidad, el deseo mayor.