martes, 29 de junio de 2010

Leíamos por deleite, Francesca y Paolo.

El canto V del Infierno de Dante merece varias relecturas. Así lo hago, detenidamente, pausando las retinas en cada verso, en cada concepto alegórico que muestra esta magna obra literaria. En este Canto ya ha descendido al segundo círculo, lugar en el que se encuentran los lujuriosos. Desde el principio, Dante quiere dar la impresión al lector de que los círculos van achicándose, por ello dice: “al segundo que menos lugar ciñe”.
Ese lugar que ciñe menos espacio está custodiado por Minos. Virgilio le pregunta por qué ha gritado tanto al nuevo visitante y, tras las imprecaciones del guardián, exhorta Virgilio: “así se quiso allí donde se puede/ lo que se quiere”. En esta contestación llevo varias horas enfrascado, meditando su alcance. Virgilio está confiriendo a la voluntad, al deseo, el volumen de las actuaciones. En definitiva, el lugar en el que se realizan los actos es el mismo en el que se pueden realizar esos actos. Porque, desde luego, en los círculos infernales, todo está acogido a la voluntad suprema y a la que nada puede hacer cambiar.

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Toda vez que abandonan las inclemencias de este guardián, comienzan a penetrar en el círculo. ¿Cuál es la descripción a la que se agarra Dante? Sorprende que la “mudez” sea siempre la primera impresión que tiene el visitante: “Llegué a un lugar de todas luces mudo”. Un lugar mudo sacudido, sin embargo, por personajes que gritan, blasfeman y maldicen su situación en ese espacio infernal e interminable al que seguirán ligados.
Mudo era Virgilio, casi sombra, mudos son los círculos en sí mismos. La palabra en ellos se diluye y transmuta en esencia, en acción. Porque siempre fue la palabra la acción primera, la que ejerce y transmite esa voluntad de la que comencé escribiendo.

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Por último, al final del canto, se reseña la historia famosísima de dos personajes conocidos por Dante. Anteriormente, se ha nombrado a Elena, Cleopatra, Paris o Semíramis junto a leyendas como Tristán. De todos estos personajes, Aquiles es el que menos comprendo que esté situado en este círculo de la lujuria. Dice Dante: “al gran Aquiles/ que por Amor al cabo combatiera”. Es decir, considera el autor de la Comedia que la cusa última del destino de Aquiles es el Amor. ¿El amor por Polixena, su amante?¿Por Patroclo, Briseida? ¿El amor por su propio destino inmortal? No llego a comprender esta cita de Aquiles en este lugar. Es del todo enigmática.

Antes de terminar con su descripción, se ciñe Dante a dos personajes conocidos: Francesca y Paolo Malatesta. Estos dos personajes, asesinados por el marido de ella, relatan a Dante sus acciones. En un pasaje, en el que cuentan cómo estaban leyendo una novela famosa del siglo XII, dicen lo siguiente: “Leíamos un día por deleite”.
La lectura como ejercicio deleitoso, en pareja, en ayuntamiento que desata las pasiones toda vez que están leyendo un pasaje de amor del caballero Lanzarote. La lectura, en la obra de Dante, como un impulso a la lujuria, como un terreno potencial para las fisuras de aquellos que deleitan sus días con letras y sueños de otros tiempos.

lunes, 28 de junio de 2010

En el autobús, sofocado por una calorina intensa, leo el libro que acabo de comprar. Voy solo acompañado, únicamente, del viento que penetra las ventanas abiertas y que lo alborotn todo, como si el ha´bitáculo fuera una de las escenas de Juan Rulfo: áridas y desanimadas.
Llevaba algunos meses al acecho y, de un tiempo a esta parte, medito, como un felino, qué presa voy a cazar. Comprar libros se ha convertido en un ejercicio detectivesco, ya que expurga uno todas las ediciones que se han realizado hasta el momento y lleva a cabo una collatio de las distintas versiones que algunos textos ofrecen. Obviamente, esta acción conlleva semanas, a veces, meses, pero la recompensa es fenomenal: se queda uno con la pieza más justa.
Confesiones, de San Agustín no es un texto que merezca menos atención, antes al contrario. Así luce sobre la mesa una espléndida edición, actual, del texto agustino.
Reconfortado por haber dado a la caza alcance, me quedo sorprendido por una coincidencia del libro agustino con el Tristam Shandy, de L. Sterne. Ambos libros, en sus páginas iniciales, se remontan a un estado prenatal. Al preguntarse por un estado anterior al de su nacimiento se refiere a su estancia en las entrañas de la madre: “Es acaso aquella que yo pasé en las entrañas de mi madre? Pues también de ésta me han sido narradas no pocas cosas”. Sterne se agarra a su ácida palabra para reprochar su nacimiento a la voluntad de sus padres; el de Hipona, sin embargo, menciona el estado prenatal como una conciencia de la dulzura y de la existencia divinizada.

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¿Letras, letras, a dónde se dirigen con sus cesuras? ¿Qué hay entre ellas más allá del silencio blanco? ¿Qué las ampara para morder la retina del otro?

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Algún día dirán más de mí que todas las imágenes. Y serán marinas y de piedra a un tiempo. Como un girasol desnudo y taciturno, se mostrará una corona de amarillos solemnes en la que, por poco tiempo, refulgirán las virtudes de lo humano.
Una raíz brota de mis manos cada vez que escribo en este cuaderno, cada vez que asumo que predico la voluntad de alguien desconocido pero deseado. Este deseante anónimo, porque no somos más que prédicas del ser, dejará de mostrar las covachas de su sumisión a la vida.

domingo, 27 de junio de 2010

R.W. Emerson solía leer los Diálogos, de Platón, metido en la cama y arropado por unas mantas que le llegaban hasta la barbilla. Cuando abandonaba las obras platónicas, atendía a los Pensamientos, de Pascal, texto que tenía clasificado como sagrado, entre otros tantos títulos. Sin embargo, no quiero centrarme en el canon que el propio Emerson quiso establecer, sino al criterio que vertebra esa selección. Emerson decía: “esos textos son la expresión sublime de la conciencia universal y que tienen que ver más con nuestras ocupaciones diarias que el almanaque del año o el periódico de hoy”.
Estas palabras luminosas del filósofo celebrado por Borges, ilustran, tajantemente, la importancia de la literatura más allá de cualquier anclaje temporal. Habla de conciencia, ocupaciones universales, aquellas que no nos abandonan como seres humanos y deja a un lado la manía de entender que una obra literaria tiene que mencionar los elementos más próximos para ser actual y verdadera.
Viene estas palabras al caso que me tiene distraído estos días y que me ha hecho escribir algunos textos en este diario, a saber, ¿es posible crear una obra de arte con los mimbres de la actualidad pero con la virtud de la atemporalidad? La respuesta a esta pregunta lleva percutiendo demasiado tiempo en mi mollera porque cada vez que muestro atención por una pintura o una obra musical o un poema de esos autores que frecuento, hallo un equilibrio entre todos estos elementos que esconden, precisamente, cualquier enseñanza preclara.
Quiero decir que la idea de la realidad mágica que nutrió al Renacimiento, la disposición y el estudio matemático y científico de la obra, frente a la consideración de una sustancia suprasensible, es la que más mejor se adecua a todas estas pesquisas estéticas. Y claro, la música, por encima de todas las disciplinas, es la que desmonta toda la aritmética.

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Con el poeta turco Y. Êtneciv tiene uno la sensación de estar leyendo a un Borges camuflado en otro nombre, porque todos los versos que escribió siempre remiten a una realidad que nos circunda y acaso nos somete sin que tengamos conciencia de ello. Versos como caídos del alma, que delatan la identidad enmascarada que toda persona ejerce en el fondo: “Cuando te abandones, siendo, te habrás creado”.

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Siempre llevo conmigo una libreta pequeña, encuadernada en piel, que me regaló M. En ella, anoto, de vez en cuando, algunas palabras e ideas que surgen al albur de unas palabras ajenas, una situación absurda o tras la lectura de algún pasaje memorable. Sin embargo, encuentro una anotación del diez de junio de este año a la que no soy capaz de otorgar continuidad: “Triste vida la inmanente”. Misteriosas palabras de alguien que fui.

sábado, 26 de junio de 2010

La reflexión sobre la realidad es la reflexión sobre el lenguaje. Son procesos indisociables. Sístole y diástole.


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A escondidas, se recogen en estas páginas las más recelosas de las manías. La lecturas, el amor, las ciudades, el campo, los prodigiosos escritores, los gestos antagónicos y alguna que otra displicencia a trucos de prestidigitador.
Después de varios años calibrando el tono y la medida de estas páginas, me he visto incitado a devolverlas a lo más íntimo, a desgajarlas del foro público.
Esta disyuntiva me ha conducido, igualmente, a reflexionar sobre lo público en esta sociedad moderna e, incluso, a leer alguna bibliografía al uso que me aclarara los usos propios de las civilizaciones antiguas. Por ejemplo, he leído decenas de páginas que abordan el problema de lo público en la sociedad romana; o he ojeado cientos de páginas acerca de lo público en la sociedad del XIX parisina. En cualquier caso, lo público ha sido el territorio en que los ritos de paso y de iniciación han manejado sus cauces.
Todo esto, aunque muy simplificado, me lleva, cómo no, a pensar en la literatura como un fenómeno que ha adquirido el desprestigio de lo público a través de Internet. Desprestigio porque cualquiera, sea o no escritor en todas sus consecuencias, termina por escribir en una página algún verso moribundo, alguna reflexión paupérrima, alguna secuencia de lo que hizo su hija hace unos meses o el relato de la última feria que vivió a pesar del albero. Esta dimensión pública y social es la que me ha provocado profundas reflexiones acerca de mantener en vivo estas líneas casi a diario. No es lo mismo para la sociedad mantener un diario, un cuaderno íntimo que una bitácora en Internet. No entiendo las distinciones formales, no las comprendo. la escritura es una y es toda, sea cual sea su forma de transmitirse.
Por eso no entiendo que algunos escritores digan que, una vez llegado el verano, abandonan sus bitácoras. Para mí sería algo impensable. La escritura y la lectura no entienden de estaciones.

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El lector de hoy es un lector mudo y ciego que sólo atiende a las páginas que tiene por delante. Ha conseguido reconcentrarse en sí mismo, a pesar del ruido eterno del gentío. Lee uno en el tren, en la plaza, en un café donde se citan las más diversas conversaciones y lo hace teniendo en cuenta la circunstancia. Hay quien lee mientras camina. A pesar de todo, hay que leer. Mientras se camina o mientras se almuerza. Por ejemplo, no puedo almorzar sin leer, sin tener a la vista alguna página o alguna noticia de periódico. Ayer, por ejemplo, mientras me enfrentaba a un plato de remolachas con cebolla, lechuga y aceite de oliva, leía algunos pasajes de Dante. Cuando me di cuenta, tenía la camisa repleta de sangre, de la sangre que salía de mi rictus boquiabierto por el canto III. La remolacha fue, sin duda, la experiencia del infierno más placentero.

viernes, 25 de junio de 2010

Nunca antes fuimos tan serviles a la inutilidad en todo. Esa tendencia de la sociedad actual que ilustra la cadencia hacia la utilidad práctica es una consecuencia de la hipertecnologización del momento.
Italo Calvino lo ilustra adecuadamente cuando habla de Leopardi, de su biblioteca y de su culto inalterable a la antigüedad griega y romana. Dice Calvino que Leopardi sólo leía a los autores clásicos como Lucrecio, Ovidio o Virgilio y que los novísimos de su época, las novedades editoriales quedaban al margen.
Utilizo este ejemplo porque nos encontramos en un estadio opuesto al que propugnaban autores como Leopardi. En la actualidad, hay escritores que sólo conocen a los escritores de ahora y profesores de universidad que, sin haber leído ni a Lucrecio ni a Ovidio ni a Virgilio ni a Leopardi viene a llamarse catedráticos de Literatura, cuando lo que han estudiado son las migajas de un puñado de escritores de medio pelo de no se sabe qué región o que han ganado algún premio literario.
Cuando un poeta le pregunta a otro sobre la utilidad de la poesía, siempre recuerdo unas palabras de Ciorán que no necesitan más glosas: “Mientras le preparaban la cicuta, Sócrates aprendía un aria para flauta. `¿De qué te va a servir?´, le preguntaron. `Para saberla antes de morir`”.

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Como un arcano voy tocando los lomos de los libros que posan en la biblioteca. Lo hago como si estuviera manipulando un muro compuesto de desvencijadas palabras.
Llevo pensando varios días sobre la pregunta que me dirigió J.S.M hace unos días acerca de la dirección que están tomando estas notas del trópico y sigo sin respuesta clara. No sé si a estas alturas aún sigo descendiendo con Dante y junto a Virgilio hacia un círculo del que no tengo siquiera la medida de su circunferencia.


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He comenzado a escribir dejando sobre la página en blanco tres o cuatro palabras. He querido hacer un ejercicio de metamorfosis. A partir de esas cuatro palabras, he comenzado a urdir un texto más extenso, hasta el punto de que ya no recuerdo ninguna de las palabras primigenias. ¿No será ese el destino de la poesía, agarrarse a una verdad que fue evidente pero que, con las palabras, resulta emboscada?
Pienso en los poemas que hace unos años me deleitaban y no encuentro más que vaguedades y juegos de artificio que no conducen a ninguna aseveración necesaria. Sólo vacuos recursos que se terminan en sí mismos; sólo serpentinas al aire, al aire ligero de la ingravidez. ¿Significa que existe la superación? Nunca un término fue tan inapropiado en literatura.


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En el canto IV de Divina Comedia, cuando Dante ha detallado el nombre de algunos personajes heroicos como Héctor, Eneas o Bruto, comienza con algunos filósofos. De todas las menciones, me llama la atención lo que dice de Demócrito: “[…] que el mundo pone en duda”. Será esta negación la leyenda que Diógenes Laercio recoge en su Vidas de Filósofos ilustres y que insiste en que Demócrito se arrancó los ojos para poder contemplar el mundo sin resquicios sensitivos.

jueves, 24 de junio de 2010

Dentro de pocos días, M. se marchará a Perugia. Antes de llegar a la ciudad de marras, lo hará a Roma. Allí, donde el amor es angulosa piedra y mudez de siglos, volveremos al final de la estancia en Italia. Mientras tanto, la lectura y la escritura ocuparán los primeros días de julio con toda intensidad, pues un nuevo libro de poemas ha brotado de todo este trasiego primaveral. He comprendido que el trabajo artesanal del poema requiere templanza, musicalidad y decisión. Sin embargo, aún no he sabido conducir estas líneas diarias, este diario que escribe alguien que se siente yo.
Volver a Italia es como una renovada peregrinación, pues en esas tierras encontré, junto a M., la topografía de la palabra en sucesión. La lengua italiana ha ido inundando con su sonora presencia las tardes de esta casa. Con ella, un profuso deseo de encontrar la verdad nombrada con las palabras nuevas. Aunque, a pesar de todo este universo lingüístico, cae uno en la cuenta de que sobre el papel el hombre sólo muestra lo indecible una y otra vez, de una y otra forma.


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La lectura de los cuadernos de Valéry revela algunas cuestiones que se me antojan deslumbrantes. Por un lado, la incesante escritura del autor francés durante décadas sin desfallecer en un punto. Por otro, la calidad y la profundidad de sus textos: “El despertar comienza como otro sueño”.
Como otro sueño comienza el despertar en los meses de julio, porque las noches son inalterables y convierten la luz en la plenitud de las estatuas. En julio, en Italia, el despertar será como un sueño que comience desvaído, anhelante de lecturas y complicidades. Sobre el puente de piedra recogeré los atardeceres.

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Al final de la redacción de un libro tiene uno la sensación de haber aclarado lo que hasta el momento era oscuro, imperceptible. Dice Valéry: “Si una obra es clara, y si además es maravillosa, es oscura en la medida de que es maravillosa. Lo admirable es inexplicable”. Con el paso de los días y con la música viciada, comienza a desconfiar del trabajo y lo que parecía claridad en la espesura se torna oscura presencia calamitosa.
Quisiera para mí los girasoles que amanecen de repente entre las lomas, como címbalos nocturnos y pétreos que muestran sus orígenes y su muerte. Cada palabra como el amarillo tornasolado de su planta. Su tallo, la conciencia entera y toda. Erección de la inteligencia. Los girasoles son címbalos prófugos de la tierra.

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Al fin todo es sueño, como los versos de Dante en el canto II de la Divina Comedia: “Memoria que escribiste lo que vi”. Dante otorga el privilegio de la mirada a la memoria y ésta, la plenitud del tiempo a que aspiramos, ofrece la palabra verdadera.
Pero Dante no se conforma con invocar a las musas y al alto ingenio para que sostengan su travesía del horizonte. Pocos versos más adelante, toda recuerda a Virgilio las aventuras y las acciones de Eneas, como fundador de Roma, escribe un verso hipnótico: “eres sabio; ya entiendes lo que callo”. El conocimiento y la sabiduría en la época de Dante viene a convertirse en sinónimos de la gracia y del silencio. La contemplación, de raigambre religiosa, se hace fértil y dota al sabio de las virtudes del pájaro solitario. No sólo comprende el silencio de Dante ante algunos episodios famosos sino que entiende los silbos del silencio pronunciado.

martes, 22 de junio de 2010


La mortalidad no es algo connatural al hombre. El hombre debe aprender, por tanto, a apropiarse de ella. Cabalmente. La mortalidad es una cuestión individual, del sujeto, pero, igualmente, social, plural. Como afirma Javier Gomá Lanzón, consiste en conjugar Emilio, de Rousseau con Ser y Tiempo, de Heidegger.
Ese aprendizaje no deja nunca de brotar en los ojos de quien atisba, desde joven, qué es ser. En esa pregunta se encierra un aserto continuo, indescifrable e inefable. En cualquier caso, incognoscible. Es un proceso sin origen que deviene de la inteligencia y la razón y que se tiene que ejecutar cada día, sin dilaciones, sin concesiones, porque uno comienza en esa estancia sin saber a dónde ni cómo ni al fin.

La mitología es la plegaría a la disolución de la mortalidad. Por ejemplo, Aquiles. Este héroe está poseído por la trascendencia y deja su estado, su ser mortal, por la permanente presencia en la memoria humana. Fíjense que digo memoria humana, ya que la memoria es un ejercicio especular: es una y es múltiple. Con que un solo hombre recuerde el hecho de otro, trascenderá la mortalidad. En este sentido, el poema de Borges es paradigmático, al final del poema de los dones leemos: “¿Cuál de los dos escribe este poema/ de un yo plural y de una sola sombra?”.
Desde esta perspectiva, la palabra, como medio de comunicación que aúna la condición biológica y cultural, es el soporte de estas disquisiciones. El lenguaje entendido como un sistema de comunicaciones proteico.
Ahora bien, la palabra poética, la literatura, posee recursos de la música, derivaciones de la música, espectros que comparte con la música. Porque la palabra supo de su mortalidad y se abrigó en la trascendencia de la música, como el hombre aprendió su condición. La música es la aritmética de la mortalidad, porque ella, mejor que ninguna otro elemento de la tierra, comparte la materia del mortal y su condición plural.
Hoy, por unos momentos, mientras escuchaba en el trabajo un cuarteto de cuerda de Beethoven, mientras rugía el foro y las palabras se diluían en el cliché, anoté estas palabras en mi cuaderno, en esas hojas que, una vez terminada la jornada, me advierten, de forma preclara, sobre la condición que jamás debemos dejar en el olvido.

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Lo más sorprendente son los colores y el plácido rictus de San Jerónimo en la pintura de Jan Van Eyck. Aparece con el capelo o galero cardenalicio y acompañado en la composición de muchos de sus símbolos: un león manso, unos libros, materiales para la escritura, etc., La pose delicada y ensimismada del personaje se complementa con la sublime mano que empuja unas páginas del libro que descansa sobre el atril. En ese mundo del hombre se encierran muchas lecturas y la disposición de la obra puede mostrarnos rasgos del hombre que las protagoniza. Bien es cierto que desde una idealización, la lectura es el fenómeno capital de este tipo de secuencias pictóricas. La lectura como fundamento del conocimiento. La lectura como un ejercicio individual que termina siendo compartido con el resto de la sociedad. De nuevo lo uno y lo diverso.
Hay una nobleza y una humanidad que traspasan las connotaciones religiosas. Es un hombre, un hombre solo apoltronado y atendiendo al dictado profundo de un libro. El ejercicio más rotundo en estos tiempos de mareas y modas pasajeras, de tanta rotundidad en los criterios y tantos sabiondos de tristes guerras personales.

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En el canto I de la Divina Comedia, realiza Dante algunas descripciones que merecen una atención más pausada. Justo cuando vislumbra la figura de Virgilio dice lo siguiente: “Apiádate de mí –yo le grité-/ seas quien seas, sombra y hombre vivo”.
Qué magnífica forma de comenzar una apreciación sobre un poeta: sombra u hombre vivo, ¿equivalentes, acaso, en su concepto? Por último, y no poe llo menos importante, escribe: “se me mostró delante de los ojos/alguien que, en su silencio, creí mudo”. Por tanto, Virgilio es para Dante un ser del silencio, un holograma, una sombra que fue hombre y que convive en ese terreno intermedio en que la palabra se achica y enmudece.

lunes, 21 de junio de 2010

Hoy, cuando he comenzado a escribir en el diario, lo hice desasosegado, con la conciencia perdida, como aquel árbol que perdió su copa y se mantiene erecto, pero sin la esbeltez de la inteligencia, de la verdura que lo atraviesa como un haz de luz limpia y perenne. He llegado demasiado reticente a las páginas del diario, sin el empuje de otros días, de otras tardes, de otras músicas.
Ha sucedido todo de un golpe, con la palabra empozoñada. Ha sucedido como una batida de ángeles desnudos y poderosamente humanizados. Y he recordado los versos iniciales de T.S. Eliot en sus Cuatro cuartetos: “Están presentes y pasado presentes/ tal vez en el futuro, y el futuro/ en el pasado contenido”.
El futuro está contenido en el pasado y el pasado es un presente en sucesión. Con los versos de Eliot todo se clarifica. Hoy ha sido la posibilidad perpetua que se establece en el pasado la que ha querido asentarse en estas letras.
La posibilidad perpetua es el territorio de la poesía, porque ella nombra nuevo a lo que vivía desasido, usurpado por la tribu emparentada con la tierra.

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Llevaba mucho tiempo detrás de una novela de V.S.Naipul titulada El enigma de la llegada. Al fin, hace dos días, me hice con ella.
La llegada es el limbo de la huida, ni es origen ni es fin. Nadie es su habitante eterno. Y esta novela de V.S. Naipul se adentra en esos vericuetos en que se armonizan el desconcierto con el hallazgo prodigioso.
He comenzado a leer la novela, las páginas iniciales. El joven hindú que las protagoniza llega a una metrópoli y debe enfrentarse a un mundo nuevo. Ese es el eterno ejercicio del viajero: el aprendizaje y el descubrimiento.
La llegada presupone una ruptura, una dejada, un desgarro. En ese movimiento interior, -por muy lejano que sea el destino-, debe sangrar la conciencia de nuestra naturaleza. El ser debe convocarse en la máxima plenitud.

Dejo el libro de Naipul y vuelvo al de Stendhal por unos momentos: “Pasé todo el día de ayer sumido en una especie de preocupación sombría e histórica”. Exactamente la misma lasitud con la que comencé a escribir estas líneas. Una preocupación sin origen cierto, histórica, de todo el yo que soporto y un talante sombrío ante el hecho.

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Todo el día levantando una interpretación a unas palabras de Umberto Eco que se refieren a la belleza entendida en el siglo XV: “… la belleza se entiende al mismo tiempo como imitación de la naturaleza según reglas científicamente verificadas y como contemplación de un grado de perfección sobrenatural, no perceptible visualmente”. De esta forma, el artista es un creador de novedades y un imitador de la naturaleza, en cualquier caso, la imitación no supone una repetición pasiva de las formas, sino una recreación que parte de esos anclajes precisos, científicamente estudiados.
Releo, interpreto, me ruborizo. Recuerdo pocos poemas que hayan conseguido esa idónea y eterna manera de estar del verbo acogido a una forma y a un concepto científicamente bello.

domingo, 20 de junio de 2010

Preparar un viaje conlleva estudiar qué lecturas formarán parte del mismo. Así, este ejercicio homérico, en que literatura y viajes confluyen al unísono, me sirve para revisar qué traducciones y qué biblioteca poseo y qué desconocimiento absoluto posee uno de la historia de otras zonas del mundo. Lo primero que hago es comprobar qué hay en las baldas en relación a Dante y me quedo con la sensación de que no cuento con una excelente traducción de las obras del autor de la comedia. A continuación repaso Petrarca, Castiglione y alguna que otra antología de poetas renacentistas. Así, de continuo, revuelvo por otros autores, otras lenguas, otras latitudes.
Viajar es convocar en una biblioteca las lenguas ajenas, los autores que concurren en otros países y que son desconocidos. Viajar es un ejercicio de conocimiento profundo, de interiorización de la lectura y la escritura. Porque, cuando uno escribe en un país extraño o llevado por la fuerza natural y cívica de un lugar, parte del sujeto queda enredado en aquellas piedras. Como un eco liviano y desnutrido, pero existente.

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Me acuerdo de un libro de Stendhal titulado Roma, Nápoles y Florencia editado recientemente en Pre-textos. El traductor y encargado de la edición, Jorge Bergua, nos aclara en el prólogo que el viaje de Stendhal por Italia es totalmente ficticio y que ninguna de las fechas se corresponden con su biografía. Este dato, más que sorprenderme, me hace reír, reír desmesuradamente, porque mantengo, desde hace un tiempo, que el viaje sustancia la ficción en otro grado, porque dimensiona la ficción más allá de las particularidades de la vida del escritor.
Stendhal se inventó su viaje por Italia y ni siquiera dedica más de veinte páginas a Roma. Se centra en Bolonia y en Milán. Sin embargo, abro el volumen al azar y lo primero que leo son unas apreciaciones sobre Roma. "Aquella mañana, después de las voces en la calle, decidí..."

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Frente al Coto de Doñana, ayer por la tarde, la luz iba entregándose, mansamente, al contorno de los árboles. Quería agazaparse en las líneas del horizonte, donde el río se matrimonia con el océano. El cielo, cruzado por el vuelo de las aves, se presentó tamizado por una amarillo anaranjado y melancólico de branquias. A lo lejos, casi sin percibirse, las nubes desalojaban el horizonte claro y diáfano. De pronto, el fresco del poniente. La noche entera seduciendo los lagares del alma.

viernes, 18 de junio de 2010

De la espesura del silencio hay que extraer la palabra como el cuerno de un fauno.


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Como el seno de los girasoles, como el rugido piadoso de la mañana crepitando entre las lomas. Esta mañana he parado el coche y me he puesto a observar los girasoles. Buscando la luz, hacia otra luz.

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Toda la tarde insatisfecho con la escritura. Un sustantivo, un adjetivo. Las gráciles presencias de los verbos. Empezar de nuevo. El abandono. La música intempestiva de la tarde diluyéndose. Una palabra, dos. Un sustantivo nuevo asoma. Una coma, un punto. Final. Trabajo sinsentido.

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Algunos días me despierto y me creo en una tragedia griega. Lo noto en cuanto pronuncio la primera palabra del día: no me pertenece, es una impostura. Voy desarrollando la representación –oh, pez sin escamas, hipogrifo violento- y aprendo de esa ficción que me atrapa. Se cumple el fatum.
Las partes que más me agradan son los monólogos: el aleph del sujeto. Llegan las palabras frescas, recién traídas y arrancadas de la mente de un demiurgo. Y quiero vivir, vivir, vivir a pulso, airadamente morir.
Estas palabras son siempre anotaciones volanderas en un diario, el diario de un personaje en busca de sí mismo, del otro, del que lo configura en la maleza.

miércoles, 16 de junio de 2010

Sin conocer su origen, ni atender a su procedencia, sin atisbar hasta cuándo cesará en su empeño, escribo como un hipnotismo nauseabundo que no distingue la felicidad de la genética.

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Ya están los girasoles tornados hacia la luz. Han surgido del oscuro peregrinaje de la tierra. En silencio, sin estridencias ni vacuas melodías. Como los elementos de la tierra, la palabra debe hacerse de barro, de viento, de misterio. Y sucederse ella misma. En sí, suficiente. Tornasolada hacia la luz. Arrojando luz.

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Algún día estas palabras serán más yo que yo mismo.

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Sigo reflexionando sobre la mujer de E. Hopper. Me detengo en la composición de la pintura. Pienso en todas las líneas que trazan la obra. Y las traslado a la vida, como si la vida fuera ese tapiz incandescente que se pliega y esconde en el colorido. Es algo parecido al tiempo, a su rugido interno, siempre está sesgado y retraído en un minutero y en unas semanas. Creo que el cuadro de Hopper transmite precisamente esa lasitud de la soledad: esa mujer es la soledad misma.

martes, 15 de junio de 2010

La mujer de E. Hopper.


La belleza, el aroma, la verdad. El cielo, las ortigas, el silencio. La sangre, las aguas, un niño. Todo es la vida es pasajero. Sin embargo, en el arte, la condición es la perpetuidad.


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Hasta donde lleguen las raíces, donde todo se prodiga en los albores del silencio; hasta los vientos se hagan blancas colinas, donde el sueño se prodigue y entregue sus entrañas desvencijadas. Hasta donde las palabras no sean más que orificios y fisuras y delirios que acerquen la armonía de los objetos invisibles.

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Cada mañana, debo esforzarme por comprender a qué me dedico durante tanto tiempo. Es por esta incomprensión, por la que, en muchas ocasiones, me desobedezco. Esta repulsa provoca que tenga que alejarme y que, por el contrario, deba recluirme en solitario. Eremita trágico.
Durante esa estación en solitario observo los intereses comunes que me rodean y no encuentro ningún subterfugio por el que poderme impulsar. Falta una melodía de Debussy que lo atraviese todo, una pintura de Tiziano, acaso un verso de Rilke. Por más que someta a la templanza al otro que me ocupa en la mañana, veo cómo la luz prodigiosa del amanecer es desaprovechada por mis ojos, por mis ojos veré la muerte.
Estos ojos que reclaman una melodía, un pintura la sucesión de unos versos son los mismos que manejan la imagen de un mundo que ilusamente se prodiga a diario y que detesto con demasiado énfasis. Estos ojos y estos oídos me han hecho apartarme de esa especie que se prodiga en minucias, en aguachirles, pasto de las llamas. Porque una palabra en la mañana, con la luz declinándose por las lomas, construye un mundo a pesar de sus habitantes incapaces.
Llegar en la mañana a la vida como esa mujer en la habitación de un hotel del cuadro de E. Hopper y que tiene las maletas sin abrir, los zapatos por el suelo, la ropa en un sillón y sólo su cuerpo blanquecino y mustio por la soledad soportando entre las manos un vivífico objeto.

lunes, 14 de junio de 2010

Cuanto más fecundo la realidad circundante y próxima, más alejado me sitúo de mí mismo. No tengo otro instrumento de usurpación que la palabra y solo en ella hay plenitud y dinámica.
La posesión por los nombres es un ejercicio de arcaica melodía, de tácita transparencia; porque todo en ella es natural. Brota el verbo con el verde callado de la tarde. La calidez es la usura del viento azucenado. Sobre el olfato se despierta una elegancia de aritmético despliegue. El fuego es interno y, por tano, horada las estancias más vivas. Precisamente, las que no pueden ser instauradas en ningún lenguaje, ni siquiera en el lenguaje de los alcornoques moribundos.

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Múnich resplandecía…y en ese esplendor, las plazas, los paseos de los jóvenes lectores, los burgueses, los escaparates repletos de libros sobre el Renacimiento eran apoyaturas de la belleza insertad en la sociedad. Con estas descripciones comienza el relato de Thomas Mann titulado Gladius Dei (1902). Hieronymus es el protagonista de este obra y en él ya comienzan a concentrarse algunas de las propiedades que Mann inserta en sus personajes más redondos. Pero poco importa esa circunstancia. Desearía horadar por esa sociedad en que “el arte florece, el arte lo gobierna todo”.

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Todo produce desorientación, incluso el sueño de las encinas. Como una balaustrada de mármol impoluto se acerca la noche. Como un verso desvestido y con bemoles de jazmín. Como un triángulo inserto en otro que aspira a la línea infinita, troquelada en la ansias y el aliento de una espiga del sueño.



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Rumor, suceso, latido.

domingo, 13 de junio de 2010

Un fauno.


De nuevo la lluvia zozobrante sobre los cristales. El gris de Turner en las ventanas.
Una incapacidad para leer debido al cansancio que me aturde. Y un puñado de
nuevos poetas o poetas del siglo XXI mostrándose como especies de museo o de pasarela de moda.
Si eso es ser poeta, en estos tiempos es una deshonra serlo. Si eso es lo que quieren ofrecer a la sociedad, que no piensen que uno es un zote, un mindundi o un gilipollas.


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Todo esto se parece demasiado a lo que uno lee en Las armas y las letras, de Trapiello, -salvando las distancias abisales-. Cuando se comentan esas reuniones y esos rifirrafes entre unos y otros, esas tertulias auspiciadas por Giménez Caballero junto a Alberti o Bergamín. En el fondo, lo único que interesa (y seigue interesando) es participar del embelesamiento social aun sin atender a la tarea principal.
Como abundan estas mamarrachadas, lo que hago es agarrar un libro de Juan Ramón Jiménez y ponerme a leer. Ahí acaba toda porfía y todo desencuentro.


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Imagino la tarde declinada por los acordes de Debussy, Prélude à “L´après-midi d´un faune”. En esa obra no evoluciona la melodía. La instrumentación se renueva prodigiosamente. Es el acompañamiento el que va incorporando variaciones y extendiendo, como un organismo, las resonancias, ramificando su ser. Las formas del fondo musical se van difuminando y así la visión del fauno, que trata de recordar el sueño de dos ninfas, nos pertenece y embriaga.

Es una composición orquestal a partir de un poema de Mallarmé. No me agrada hablar de poema sinfónico, me resulta chirriante y ripioso en su semántica. No hay imitación, hay sugerencia; no hay clasificación del tiempo. El tiempo es todo, en conjunto. Está siendo.
La luz entre la lluvia se dilata con la melodía que invade la casa. La atmósfera se envuelve de la ensoñación de esta composición con la que Debussy trató de aventajar al romanticismo decadente.
Debussy fue, poco a poco, desvinculándose de sus aspiraciones vanguardistas y ocultistas en favor de la claridad, la elegancia y la sencillez. Creo que, Debussy, junto a Satie, entendieron, después de sus escarceos en la orden de la rosacruz y otras actividades parisinas, que había que empezar de cero.


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El comienzo está en la compleja claridad, está en la impenetrable transparencia.

sábado, 12 de junio de 2010

Llego a Roma y recuerdo las palabras de Juan Ramón Jiménez: “está el cielo tan bello que parece la tierra”. Traigo estas palabras delante de una plaza que nos ofrece el acomodo del viajero en la monumentalidad. Roma es la vastedad de la tierra ensimismada y nada más llegar, con tal sólo deambular y levantar la mirada, advierte uno una historia subyacente que lo atrapa y derrite. Es la eternidad de la palabra edificada frente a la lábil y momentánea presencia del bárbaro de marras.
Porque uno se siente bárbaro en Roma y en Florencia y en Venecia, como adentrado en un paisaje que acumula el sueño de la humanidad. Estas ciudades ofrecen, como las grandes obras literarias y filosóficas y pictóricas y musicales, la presencia de la humanidad, -toda, profunda, desconocida, proteica, indescifrable, desmesurada, ilógica-, en el espacio de un solo hombre. Cuando eso ocurre, la obra artística ha traspasado la condición del tiempo y el espacio.
Comienza en ella, sin embargo, un abismo que sólo se encaja en la horizontalidad. Una disposición horizontal que jamás un solo hombre, demasiado preocupado en sus verticales ejercicios egocéntricos, podrá discernir entre sus huellas en la sombra.


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En ocasiones, los fines de semana, agarras un libro de poemas y te vas al parque, a leer socorrido por el silencio de la tierra y el trino de los árboles. Vas al parque que está cerca de tu casa. Pasado unos minutos, leídos unos poemas, vuelves a caminar sobre tus pasos perdidos. Lo haces recordando algún verso, convertido, revisitado, llevando a la boca la sonoridad de las palabras que han hecho que te levantes temprano, que vayas al parque y que leas poseía.
Cuando la mañana ha penetrado el día, compras algunos periódicos sobre todo para leer los suplementos culturales. Sobre todo para leer las críticas literarias y para confirmar cómo la literatura ha terminado abigarrada a la mercadería y al palabrerío desmedido. Los lees, sin embargo, a pesar de conocer su sustancia, con la motivación de una ola sobre un acantilado. Tomas café para acompañar la lectura.
Te gusta comerte alguna fruta a media mañana y escuchar algunas lecciones de italiano o de inglés al tiempo que sacas, de las baldas vencidas, un libro de Perec, de Mann o de Herrera. Ya suena Corelli, el último cedé que adquiriste ayer por la tarde. Los dejas sin cobijo en la mesa, abandonados, mientras recuerdas, de nuevo, los versos de la mañana. El cielo comienza a adquirir el tono grisáceo de los infortunios. De la misma forma, recuerdas las palabras de un señor que dice que sabe mucho de literatura que elogian las páginas de un diarista y te quedas perplejo cuando te detienes a analizar los argumentos que ofrece para ello.
En ese instante, para huir de esa desvergüenza, recuerdas a Cervantes y a Homero y recurres a El Quijote y a La Odisea. Y por la gracia de los astros vuelves a entender, a intuir, qué es la literatura y qué es la vida.

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Sé que viví un tiempo de prestado. ¿Cuánto? Quizás todo. ¿Dónde? En el color de los olivos. ¿Con quién? Con el deseo consumado. ¿Para qué? Ando escribiendo la respuesta que jamás finalizaré como jamás un espejo conocerá el reflejo del rostro que ofrece con su presencia, como jamás un océano comprenderá el rumor que lo atraviesa.

jueves, 10 de junio de 2010

¿Si un mono agarra dos huesos y comienza a golpearlos contra un tronco, tiene la conciencia de estar creando música? ¿Por qué algunos se empecinan en escribir varias líneas en horizontal y en decir que hacen poesía?


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Hay un trovador llamado Guilhem de Peitieu (1071-1126) que me resulta un poeta excepcional. Todos los poemas de este conde de Poitiers encierran un tono burlesco que se emparenta con su propia vida, ya que era un burlador de damas y un fabulador de hazañas amorosas. He releído el poema titulado “Haré una poesía sobre absolutamente nada” y he imaginado que no era de este trovador de hace siglos sino de, por ejemplo, Pessoa. Escribe, por ejemplo, que al amor le ocurre como a la rama del espino blanco, que tiembla en el árbol por la noche, con la lluvia y el hielo hasta que amanece. Y amanece justamente sobre la rama del espino que cada tarde observo, porque con estos versos he descubierto el amor latente en la verdura de la naturaleza.


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Otro trovador enigmático es Jaufré Rudel de Blaya (…1125-1148…) que comenzó a escribir versos a una amada que jamás vio, pero de la que hablaban de ella los peregrinos de Antioquía. Tal era su deseo de ver a la amada, que se hizo cruzado y embarcó muy enfermo. Fue llevado a Trípoli y una vez allí, le hicieron saber a la condesa que Jaufré estaba por esos fueros. Ella, la amada jamás contemplada, fue al lecho y lo tomó en sus brazos. Cuando Jaufré tomó conciencia de que era ella, su amada, la que lo asistía en el lecho de muerte, se dice que recobró el oído y la respiración y comenzó a espetar súplicas a Dios. Cuando murió Rudel, la condesa se hizo monja por el dolor de esta muerte. Uno de los poemas que vuelvo a leer de Jaufré Rudel se titula “Cuando el río de la fuente”.
Esta historia bizantina, leída en estos tiempos de desvelo emocional, resultan fascinantes y literarias, cargadas de la fabulación de los tiempos antiguos.

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Recurre a menudo Casanova en su Historia de mi vida a la cita de los estoicos que escribió Virgilio en la Eneida, III: Fata viam inveniunt. La recuerda una mañana en que el tribunal lo encuentra en su casa en Venecia y le requisa los papeles que estaba escribiendo. Todo lo esto lo hace cuando recuerda su visita al señor de Bragadin, al anciano que le había recordado las palabras de Virgilio: “El destino sabe guiarnos”. Ya sonaba entonces, en la puerta de roble, los golpes del señor Messer grande que lo requisaba para llevarlo al tribunal.

miércoles, 9 de junio de 2010

Lo pernicioso de todo esto que llamamos vida es que nadie es capaz de señalarla.



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Un día sin escribir en una noche sin luz.

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Sobre la arena, las huellas penitentes de las gaviotas en flor.

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Quieto, en el aire, como las gaviotas avejentadas. Sin aspavientos, sin batidas, sólo sostenido por el alma en pie.

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Un verso brota por de dentro. Se inflama, arde. Plenitud inconsciente. Su incandescencia se nutre como un mineral. Silencio. Mundo ensimismado.

martes, 8 de junio de 2010

Me voy enterrando lentamente en la tierra de estas letras. Nada quiero del resto, si no es amor o eternidad. Nada. Ya no soy más que un suceso. Lo fui desde el principio. Y, hoy, que llevo toda la tarde escuchando a Chopin, es preciso que aclare que también pretendí ser nota fugitiva de un acorde inexplorado. La vida estaba agotada en mí.

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Todavía hay quienes se llaman poetas sin haber leído ni un verso y quienes se piensan poetas habiendo leído muchos. Hay quien dice que es el poeta rebelde que aparece con la bandera de España y con un crucifijo y todavía cree que eso es un gesto en contra de la modernidad que no lo comprende. Y, por supuesto, los que sueñan con las revoluciones en las trincheras mientras degustan el gin tonic al fresco de su chalé.

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Hoy vuelvo al poeta turco Êtneciv: “Escucha la voz que te persigue, en ella habita el que desea nombrarte”.

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Comienzo a anotar algunas impresiones que me causa la estancia en Italia en el mes de julio. Volveré a pasear por algunas calles que me resultan familiares y atrayentes, tanto como la caída de la luz desde una plaza en Florencia. Quizás, todo esto no sea más que un sueño atrofiado y nunca estuve en Italia, ni atravesando los puentes milenarios ni recorriendo los ángulos renacentistas de sus entrañas.
El viaje comenzará sin M. y eso, desde luego, será una variante que antes no había formado parte del viaje. Será sin M. pero todo girará hasta el encuentro, como si esa circunstancia fuera una fuerza teleológica o la clave de bóveda de estas palabras.
Al tiempo, iremos a Londres. La lengua, la luz, la piedra cambiarán hasta ocultar todo resquicio del sereno lenguaje italiano. ¿Cómo será ese desquite?
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En verano, mi abuelo Cristóbal solía usar una de esas camisetas interiores de algodón sin mangas, pero repletas de pequeños agujeros. Lo hacía sin disimulo. Le encantaba jugar a las cartas mostrando sus brazos morenos al levante que azotaba en aquellas casetas familiares de los años ochenta que en Sanlúcar ofrecían un paisaje inolvidable. En esas casetas, que contaban con una cocina completa y con todos los artilugios posibles, era mi abuela quien se mostraba más decidida para organizarlo todo. Todo el que la veía, se sorpeendía por la vitalidad de sus gestos.
Hace unos días la he visto. Comencé a hablarle con esa espontaneidad que siempre le ofrezco. Y cuando me miró, a sabiendas de su pérdida de fuerzas y gallardía, rompió a llorar, sin más ni más. Nunca he visto un lloro tan limpio por la ausencia del hombre en el hombre, nunca. Nunca un verso dirá esa conciencia preclara que se anuncia como dos monedas antiguas sobre los ojos. Todavía retengo, cargado de emoción, el brillo de sus lágrimas.
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lunes, 7 de junio de 2010


Quería concebir la realidad de aquel espacio con solo nombrarla. Quería realizar ese experimento cotidiano que consiste en hacer una lista de palabras que forman la realidad. Estaba sentado en una plaza, una plaza que ocupa el centro del pueblo. Me acompañaba un fresco vaso de manzanilla y la libreta de marras. Comencé a anotar sustantivos en una lista que pretendía, al fin, suplantar en la memoria el transcurso de aquella mañana.
Recordé, antes de comenzar a escribir, las palabras de elogios que le dedica Foucault a Borges en el inicio de Las palabras y las cosas. En esas líneas, el filósofo francés elogia la capacidad de Borges por inventar listas de sucesos, plantas, objetos de reinos antiguos y cómo éstas son tomadas por verdad.
De la misma forma, me quedé meditando acerca de la relación entre las palabras y las cosas y dudé demasiado en colocar esa conjunción en estas reflexiones del diario: las palabras cosas o, mejor, palabras-cosas.
Así que, después de sopesar las distintas tendencias, monistas, dualistas e integradoras, que articulan la invención de la realidad asida a la palabra y a la inversa, procedí a hurgar en el segundo grado de adquisición de conocimiento: la memoria.
La memoria vehicula el conocimiento en segundo grado de abstracción, porque, como decía el mismo Borges, el recuerdo de la realidad que mantenemos en la memoria es el último recuerdo del mismo, ni siquiera el primero. De esta forma, teniendo en cuenta este proceso de configuración de la realidad que fecunda la memoria en su última estación, comencé a escribir las palabras-cosas. Y de todo ello, sólo recuerdo ´la conciencia de haber escrito, nis siquera un puñado de palabras-cosas-

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Con la libreta repleta de palabras-cosas, quise ir más allá en el ejercicio. Imaginé que tenía que imaginar aquel espacio como si fuera el primer individuo que lo estuviera contemplando. Y ahí surgió el placer de escribir. Era el primer homínido que nombraba y tenía toda la libertad para decir que silla era mamut o que paloma era cornucopia. Daba lo mismo, era el primer nombrador del mundo, de aquel mundo, el dador de palabras cosas primeras. Sin embargo, había un error de principio, un error terrible para el hombre moderno, la incapacidad de nombrar algo nuevo, ni siquiera en la obra de ficción.

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Cuando hubo terminado el ejercicio, arreciado por los tragos de manzanilla que había completado, recordé la literatura, porque hasta ese momento me había olvidado de ella. Lo hice tomando conciencia de su naturaleza verbal, de su esencia lingüística, pero , sobre todo, tomando conciencia de la trascendencia que hay en utilizar un término y no otro, un adjetivo y no otro, en un poema. Porque el cielo se pliega a los sones del verso.

domingo, 6 de junio de 2010

El sonido de la piedra.

El gran y olvidado poeta turco Yères R. Êtneciv decía: “La agrafía es la errata humana de un dios”. Si atendemos a los sustantivos, podremos comprobar que “agrafía”, “errata”, “dios” forman una isotopía en la que la divinidad está vinculada con la escritura y con el silencio. Por tanto, la proyección circular del sueño de un dios consiste en el inicio de la palabra que pretende el silencio. Ésa es la agrafía del ser.
Por otro lado, el verbo “es” demuestra la predicación aristotélica de la enunciación por la que la causa está implícita en un segundo grado, mas no es directa causa.
Pero, imaginemos que trocamos la frase de Êtneciv y dijéramos: “Una errata podría ser la agrafía de un dios”.

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A pesar de las inclemencias del tiempo, sigo leyendo, porque en el fondo, y analizando los resultados, soy un lector que escribe. Así prosigo leyendo poesía (Jaime Siles, Rilke, Aldana, Petrarca, Leopardi, Dickinson, M. Hernández, Cancioneros, Garcilaso, Blas de Otero), narrativa (Thomas Mann, Delibes, Poe) y ensayo (Trapiello, Capra, Dámaso Alonso, Alex Ross, Heidegger). Realmente, la imagen es la del pulpo que no tiene conciencia de que sus tentáculos están actuando para poder seguir viviendo. Así observo esta desmesura, como un ejercicio de confusión que, si no existiera, me conduciría a la ausencia de vida.

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En un libro de texto dice que la rebeldía de Cernuda, su introvertido y personal carácter, su rebeldía surgen como consecuencia de su homosexualidad. Cuando, al leer en voz alta un alumno, escucho esa aseveración, no tengo más remedio que acordarme de aquella secuencia en la que el profesor de la película El club de los poetas muertos les dice a sus alumnos que arranquen la página. Ante el mandato, los alumnos proceden a realizar la orden. Y a todos se nos queda la cara de satisfacción de haber hecho lo justo.

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Quedará uno como un reflejo en la piedra que lo atrape sobre la tierra, en ese reflejo imaginado, que sólo pertenece a la memoria de los visitantes. Quedará uno en la dimensión de esa loza que solape las juntas de la tierra, como lo son las palabras y los gestos de la noche; quedará uno, quién sabe, sometido a las palabras que mencionó sobre un papel y que fueron recogiendo la bagatela de una vida impostada. Quedará uno y sus palabras y su piedra en las raíces profundas de la vacuidad.

jueves, 3 de junio de 2010

La cadencia de la sangre.

Cuando alguien decide comenzar a escribir su vida o sus lecturas o las vidas imaginarias que brotan de su imaginación o los episodios históricos como pudieran haber sido o a anotar, con cuidadosa dedicación, tal o cual suceso que sucede a diario en su vida o, simplemente, enfrentarse a la edificación de un discurso que otorgue satisfacción y profundidad, no tiene conciencia del alcance que posee dicha decisión.
Escribir es un ejercicio que comienza en la epidermis y que termina convirtiéndose en la sístole y diástole de las tardes en que uno se conjura a favor de las letras. Y ellas lo recogen todo, hasta esas palabras desvaídas que nunca aparecen en un diálogo con un compañero. Y nos hace ser más plenos, más extensos y, por tanos, más desconocidos para nosotros mismos.

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Leía, en el diario italiano de un amigo, una confesión que apuntaba al síndrome de la agrafía. Por
unos momentos me quedé perplejo, porque él siempre estaba escandiendo versos y sometiendo al oído a los enjuagues del endecasílabo; y siempre manteníamos, en un autobús que nos devolvía a nuestras casas, encendidas interpretaciones sobre Neruda o Huidobro o la literatura en general. No termino de creer que haya abandonado el ejercicio de la escritura, lo que sí observo, en algunos amigos que escriben es que, en ocasiones, nos ocupa un tiempo de sinrazón y de falta de esperanzas con los que la escritura se vuelve un infinito meditar sin dirección. A pesar de ello, considero que uno debe seguir escribiendo y estableciendo hábitos y terrenos o trópicos en los que deslizar sus letras. Ahora bien, tiene toda la razón en una cosa, uno debe saber reconocerse incapaz antes de tiempo. Por eso existen escritores con la vanidad y la soberbia encrespada en el absurdo.

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Siempre sucede con la calorina. Y vuelven a los estantes más cercanos y a la mesa en la que deposito las lecturas del momento. Con la calorina. Aún no he encontrado ninguna clave para entender por qué releo Ilíada y Odisea en verano. No tendré más remedio que enredarme entre escudos y enumeraciones que me devuelvan, primero la cadencia de la sangre sometida a la voluntad de los dioses; luego, el viaje sollozando, porque la Odisea es el espejo que habitaba en Borges y en que el trato de encontrarme y donde resuenan los versos de Virgilio.