lunes, 31 de mayo de 2010

Algunos versos de Virgilio y un vasto jardín que anuncia la aurora. Un cuerpo tendido, que reclama las horas del insomnio, y una palabra a la espera de ser concebida como una luz. Cuando ella brote, el mundo surgirá y el hacedor de versos tendrá la conciencia de que acaba de otorgar los dones del olvido al mundo. Pero nunca tendrá en la memoria cómo fue capaz de nombrar. Toda poética es improbable. No puede retomarse ni caber en una explicación verbal el elemento mágico de la poesía. Está más allá donde se copian fugitivos los deseos.

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La noche es fruto incierto donde perece yerma la biblioteca en la que habito. Seré en los libros ajenos, jamás escritos. Porque el hombre es uno y ha sido todos, ha dejado la daga de los visires en la carne de los espartanos y ha soñado desde la flor encendida de la Alhambra como tú ahora lo haces. Hubo un hombre con tu rictus que soñó los océanos ensartados por el sol del poniente y eras tú como fui yo. En él quedaron aquilatados nuestra palabra y nuestros deseos. Estas palabras también le pertenecen.

domingo, 30 de mayo de 2010

El propio Borges definió la música como una misteriosa forma del tiempo. Asoció música a tiempo; sublevó la música al definirla como reflejo del tiempo.
Creo, sin embargo, en otra concepción que, desde los versos de Borges, me conduce a otra esfera. Quiero decir que la música no es misterio ni tiempo ni forma ni reflejo. Es como el río de Heráclito que tanto adulaba al poeta argentino, es diversa y permanente, quieta pero fluctuante, transparente pero divinamente turbadora. Ser en plenitud. Es quizás la estancia en la que habitan los dioses; mirador privilegiado de la humanidad.


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Pienso que, de algún modo, ya estamos muertos. Muertos de la noche, de los versos, de la memoria, del amor redimido con el que transigimos esta marcha a la nulidad. Muertos, acaso, porque la vida desasida jamás volveremos a retomarla y porque deja de pertenecernos cuando se la entregamos al otro que nos habita y nos perdura.
Esos días que permanecen en la memoria, intocables, como un libro que jamás leeremos al completo, pero que ocupa un lugar en los anaqueles. Los días de las noches, las noches en que la luna es un magma, un acorde del universo luminoso y locuaz, porque siempre hablaron los astros.

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En esa estancia de la muerte que poseemos, he querido dejar algunas palabras desbocadas de todo entendimiento. Como una pintura expresionista, desvaída de trazos concretos y de objetos que devengan de otro, he querido dejar, en el resguardo de un cajón, un puñado de versos, algunas consideraciones metafísicas y un diario. Todo ello sin olvidar el verso de Borges, “Piensa que de algún modo ya estás muerto”.

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Este diario se está inclinando, cada vez más, a la desnudez. No a la desnudez del verbo con que se escribe, sino del alma. Va tomando su propio cuerpo y el barro en él es ya letanía y deseo. He querido desgajarlo de elementos externos que lo escondan, a pesar de que también lo alimenten. Pero, como toda vida misteriosa y solitaria, quiero que lata su corazón en el silencio para poder escucharse a sí mismo y para poder escucharme a mí mismo.

sábado, 29 de mayo de 2010

En resumen, todo resulta siempre una aspiración, un fragmento, un retal, una esquiva circunferencia que se incluye en otra y en otra. Una nota sin pentagrama.
Sucede que si uno cae en la cuenta de que su círculo no es más que el vientre de otra figura, ahí comienza la tragedia y sus efectos. Caeremos en la conciencia de nuestro ser, de nuestra pasaje y seremos entonces culminación de nuestra ígnea, pero frágil inteligencia. Y pediremos nombres, pero sólo tendremos balbuceos. Y ansiaremos verdades, pero obtendremos confusas hipótesis que jamás serán resueltas.
Sólo el poeta conquistará esa tierra deseada en la que pocos penetran con certezas. Sólo el poeta encuentra la antorcha, el verbo, adecuado para vislumbrar entre la poliédrica realidad a la que se enfrenta. Aun así, todo es sueño y melodía.

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El proceso es anterior a esa incursión con la llama de la palabra, la llama doble. Hay un ejercicio fundamental que lo antecede todo y todo él se nutre de las lecturas y de la inteligencia. El pensamiento filosófico es un sucedáneo de la materia poética; comparte con ella algunas sustancias, pero siempre negará a la palabra como el conducto fiable y preciso por el que se accede a la verdad.
Sin embargo, el poeta no sólo cree que la palabra es el conducto fiable y necesario, sino que lo emparenta con la música, a través del ritmo. Y la música sí es conocimiento en sí, expresión máxima de la inteligencia del hombre.

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Por ese motivo, un poema debe contener elementos del pensamiento pasados por el cedazo de la música poética. Pero no una música desgajada de su concepto, antes al contrario, una música que toda ella recoja y sea parte del concepto. Cuando eso se consigue, cuando el ritmo es inherente a la sustancia que recorre un puñado de versos, se produce el prodigio de estar leyendo un poema puro. Sea cual sea su temática, su incvlinación, su estética. Y de saber que existen poetas en el mundo.

jueves, 27 de mayo de 2010

En estas semanas recuerdo al personaje de Thomas Mann, Adrian Leverkühn. La literatura de Thomas Mann encuentra, en este personaje y en este volumen, una culminación que sólo se atisbaba en otros relatos, como Tonio Kröger.
Mann consiguió fundir en un libro las dos vertientes que zumbaban a su alrededor: el artista, la música, la autonomía del arte. Y esa combinación, que tan atractiva resulta para mí, es una aspiración y anhelo cada vez que escribo en este diario.
Escribir sobre la música es una de las tareas más complicada e inabordable. Escribir de o sobre la música es un sintagma equívoco, una predicación que resulta ininteligible. En todo caso, escribir la música es un sintagma que quizás recoja de forma más certera el concepto que se recoge.
Es cierto que sólo en la poesía he comprobado el lenguaje de la música, porque la poesía habita cercana al silencio, colindando con el hábitat del sonido y del ritmo. Pero esta tarde, al respirar junto a los pájaros, rodeado del verde de una encina, con la tranquilidad del ocaso con los miembros tristes, he respirado la música. Y en ese hallazgo he entregado todas mis palabras.

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J.R.J es el poeta de la poesía española del siglo XX que más grande se va haciendo y que más enorme comenzó uno a leerlo.

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No sé si mañana debería dejarlo todo, sí. No escribir más, ni poesía ni el diario, todo. Dejar de ser, dejar al ser desasido y desvinculado de la presencia primitiva que me recorre. Levantarme sin aspiraciones que vayan más allá de esto o aquello y dejar la casa vacía de libros, lápices, cuadernos. Mirar la luz sin más ni más. Dejar desnudo al mundo y, en sus pieles, acariciarlo, lentamente, hasta que surja del roce la música de las estatuas en verano.

miércoles, 26 de mayo de 2010


Parece que la vida lo va conformando a uno como un lobo estepario. El hombre de este tiempo es un mezquino reflejo del mundo en que vivimos, un mundo apartado de la esencia y de la profundidad del individuo. No son estas palabras quejas ni reclamos, mas no puedo dejar de anotar en este cuaderno, cómo lo mediocre lo inunda todo, poco a poco, y cómo, la literatura, el amor y la música, lo van soliviantando todo y siempre.
Estos temas se han ido convirtiendo en territorios vitales, en los que me renuevo y recupero. Porque si esta soporífera comedia humana fuera la constante de la que me nutriese, estaría arrumbado en el vacuo sonido de la intrascendencia.

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X. me dice que escribo, en muchas ocasiones, como si fuera un posromántico y que utilizo palabras que están alejadas de los usos modernos, palabras como trascendencia, eterno, olvido o Corelli. Ante eso, me quedo un rato observando la pintura de Hans Leu (1490-1531) titulada “Orfeo tocando la lira entre los animales” y sonrío abiertamente a pesar del rostro del dios tocando en medio del bosque.
En estos días, en que releo a Rilke, pienso de nuevo en eso que X me había recriminado y llego a la conclusión de que Rilke los mismos lectores que tuvo en su tiempo y ahora serán los del futuro, porque la materia del espíritu, la mención poética en su plenitud, es un ejercicio del intelecto. Un ejercicio parecido a ese órfico ejercicio en medio de la oscuridad del bosque que nunca tuvo otra utilidad que la de trascender en la permanencia.

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Todo lo que importa está en calma, crece en el equilibrio y se alimenta del silencio. Un árbol, el deseo, un libro, las sombras. Lo apremiante es una estación pasajera. Siempre hay que estár más allá, lindando en el límite de la cosa en sí. En esa lugar en que uno se deshace de sí mismo es donde comienza la plenitud.

martes, 25 de mayo de 2010

Hoy hablaba con R. sobre el proceso de la corrección en la poesía y en el arte en general. Nos dejamos llevar por las experiencias personales. Una, la suya, dilatada. Otra, la mía, apenas comenzando. Defendía yo con vehemencia la corrección como un proceso insoslayable de la creación misma. Y ponía R. algunos reparos, siempre con tino, a la frescura y la sabiduría que se escapa en esos retoques, en esos nuevos perfiles.
Insistía en la selección minuciosa de un adjetivo o de un adverbio. Y r., sonreía, con la paz del trasiego labrado, y en su mirada parecía encontrarse su certeza ante mi impulsiva defensa.
Al cabo de un rato, cuando me he puesto a escribir, en esta tarde muerta y de miembros tristes, he vuelto a releer algunos poemas que voy escribiendo en estos meses. Impasible, como un padre sin hijos, como una rama desnuda, azotada por el viento únicamente, he leído los versos. Y lo he hecho como si nunca más los fuera a retocar, para que así queden en la memoria, con sus inapropiadas palabras, como es la vida, al fin y al cabo.

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Como esas marcas en el agua, que surgen arrancadas de una espuma secreta; como esas tierras que soportan a la intemperie el calor golpeando sus sienes; como esos labios solitarios que buscan el prodigio carnal de la huida, he tendido mi silencio en el olimpo de la tarde. Estas palabras volverán sobre mí y vendrá en mi busca. Para entonces seré otro, pero seguirá en mi el peso de la oscuridad en la habité como humano. Ellas solo serán cenizas en la luz.


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En el poema de Baudelaire, "El albatros", hay un verso que resume la dimensión en la que sitúa el autor francés al poeta. Lo hace, indicando el vilipendio al que es sometido por la sociedad, por los insoportables humanos que azuzan los días en claro. Esos señores, que actúan bajo la hipnosis de la especie y los instintos, no pueden mermar en absoluto la idea rotunda que habita en el poeta. Por este motivo, "Sus alas de gigante le impiden caminar", el verso en cuestión, vislumbra la postura del poeta en el mundo. He vuelto a los versos, alicaído, como si las alas estuvieran mojadas por la falta de conciencia de hoy.

lunes, 24 de mayo de 2010

Ayer, frente al mar en lucha, el cielo mostraba sus propiedades cerúleas. Era intenso, casi rayano en la limpidez de la transparencia. Las dos estampas eran complementarias, el mar embravecido; el cielo intonso e inmaculado. De repente, un ave cruzó el horizonte. Era una de esas aves migratorias que se instalan en Doñana por un tiempo. Parecía agotada después de cientos de kilómetros contra el viento. Y la imagen fue tan poderosa, tan cristalina y natural.
El día en que consiga escribir algo parecido a ese paisaje, estas letras podrán darse por rectas palabras del origen. Porque ayer todo era la realidad traspasada, era una realidad que invitaba a formar parte de ella.
El poeta, entonces, es ese animal migratorio que, de vez en cuando, atraviesa un horizonte con un puñado de palabras en el pico. Palabras sin ser notadas, surgidas del viento y salvadas de la tierra, pero indispensables.

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La figura del poeta actual es colectiva. Forma parte de saraos, grupúsculo y otras raleas. Se deja llevar por los actos en bares, recintos y otras ferias. Se identifica con un colectivo en que hay poetas impostados, pero nada importa siempre y cuando el nombre quede en el grupo.
Los integrantes de esos grupos se leen entre ellos (algunos no leen otra cosa) y no escatiman en elogios ni en benevolencias. Publican a destajo, a pesar del plano verbo que los ampara. Los hay que se inclinan por una vertiente religiosa muy acuciada, otros lo hacen por la posmodernidad modernizada en postmoderna postpoesía. Un ramillete persiste en los maestros que lo hicieron poetas repitiendo sus sagrarios.
Uno, que considera al poeta un individuo con todas sus consecuencias en la plenitud de la soledad, no sabe cómo actuar, ni cuáles son los rifirrafes de turno. Ante algunas circunstancias, que nada tienen que ver con la poesía, responde como lo hace ante un personaje del medio social de medio pelo, sin desprecio, pero con la indiferencia de la nada.

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En la diversidad, encontrarás tu voz. En ella, refulgirá clara y pertinaz las personas del verbo por el que debes declinarte. En su refugio, por que serás invitado a un refugio, hallarás la palabra y el fuego y serán uno. Y te apartarás de todo sin decir nada para volver a convocar el mundo. Cuando te sientas en la casa del ser, cuando tus dones otorguen la presencia real de la realidad, serás consciente luz. Al abandonarte te habrás creado.

domingo, 23 de mayo de 2010

Puede suceder que, en los días preclaros en que nada tenemos que decir, vivamos a merced de las palabras.


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Ser, nada más. Y basta… hay en estos versos una inclinación a la quintaesencia, pero con la patina del ritmo. Por tanto, poesía.

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Parece que en la tarde, las luces se obcecan con los ángulos que han seleccionado. Y que la oscuridad despliega su manto como un campo de zafiros donde pacen estrellas. Pero me detengo en ese ejercicio de selección que se produce en la tarde, cuando las luces se inclinan en penitencia y oscurecen resaltando. Es la hora de la pintura, dice Ramón Gaya, y también verso contenido.

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No sé cómo un poeta puede dejarse embaucar por las mieles de lo moderno. Digo un poeta como si estuviera diciendo un pintor o un músico. En definitiva, quien un día encarga a su voluntad que ejecute eso para lo que ha venido. Porque el hombre está aquí para una sola cosa y quien descubre esa escondida tarea, debe entregarse a ella sin remiendo.

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Escuchando a Corelli uno entiende cómo es el púrpura del cielo.

viernes, 21 de mayo de 2010

En estos días, la mesa en la que escribo y leo está repleta de libros que no he podido ni siquiera abrir. Delibes, Trapiello, Gaya, E. Dickinson, Petrarca. Ante esta imprudencia, someto a juicio crítico la manía de la lectura, más bien, del hecho del iluso proyecto de la lectura cada vez que estamos en una librería y agarramos un volumen. En esas circunstancias, obviamos nuestra condición de mortales y nos alzamos en pequeños héroes macedonios que quieren ingresar en la posteridad por el mero acto de la valentía que hay en hacerse con una biblioteca que jamás será visitada al completo por nuestros ojos.
Pienso que la lectura es una coartada idealista para comprender el mundo y que todos los lectores de raza, son, en el fondo, hojeadores de un universo indescifrable a sus ojos, pero presentes en su fuero interno. Hojeadores de la luz, del alba, de la ciudad, del verde que empapa las hojas de las moreras. Qué importa los libros que uno haya leído o que haya hojeado. En el fondo, solo nos quedamos con un puñado de escritos que, en su momento, leímos con intensidad. Nos quedan libros que fueron significativos, esto es, que dejaron una señal en la que nos revolcamos, de vez en cuando, y volvemos a sentir la misma celebración de antaño. Son esos libros muy pocos y sobre todo de poesía. Y, precisamente, hoy he caído en la desgracia de comprobar que cada vez son menos los que dejaron un significativo cauce de encuentro.

martes, 18 de mayo de 2010

Hay tramos en la vida en los que nada encuentra su asidero. Paisajes escondidos del alma que, por oscuros y tremendos, solo revocan en un vacío. No queda anada y todo importa. Días emboscados en la destrucción del ser. Los días, con sus pieles de levante, con sus lenguas aritméticas de sol y luna en los que la palabra sólo es un ungüento lábil,
En que el amor es el único auspicio posible. Porque el amor es destrucción del ser y plenitud al unísono, curva en la línea, reflejo de la piedra.
Son días que duermen como un fruto incierto, que aguardan la llegada de la luz y el agua y los minerales de la tierra que lo nutra y lo haga vivo.

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Detrás de mí, un paisaje. Unas tierras cargadas de viñedos y albarizas que resuenan al entrar del sol en la mañana. La cruz cruje en el terruño, cuando penetra las fisuras de la tierra. Los pájaros cruzan ese obsequio a los ojos que, despistados en las lomas medianeras, persiguen la aurora moribunda. Dentro de poco, los girasoles lo inundarán todo, con sus erectas varas verdes sosteniendo un corifeo de pipas. Y marchitarán, y se harán decrépitas y antiguas y volverán a la tierra desasidas de todo. Al fondo, a lo lejos, casi en el envés del horizonte, se intuye un casa. Se hace invisible debido a la fina niebla que abraza el día. Es la casa de la presencia. En ellas están todos las palabras recogidas.

lunes, 17 de mayo de 2010


Cuenta Ramón Gaya, en el primer volumen de sus Obras completas, cómo uno de los cuadros que como pintor más lo embelesó y acercó al arte de la pintura, fue Las Cortesanas, de Carpaccio. Uno jamás hubiera tomado esa obra como indicativo de nada, ni siquiera por la singularidad de los rostros o las formas desnaturalizadas de los animales. He ahí la sugerencia del pintor, del escritor Gaya, para que uno vuelva a percibir, a recrear la vista en tal o cual objeto, para que uno disgregue su percepción como una sierpe torpe y montuna que acaba de dar en una cueva luminosa.
No destaca sus cualidades técnicas, ni la capacidad del pintor por realizar la obra. Ni menciona el color, la línea, el trazo o la perspectiva. Se limita, razón sin límite, a la esencia. Gaya ve algo en esa pintura, una presencia sucedánea, pero que le es familiar Una pasión contenida que no resta naturalidad al cuadro, que se encuentra en el resto de las artes y que debe estar presenciando, continuamente, toda creación, lo que él denomina un saber sin ciencia.

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Me he llevado varios días pensando en esas palabras de Ramón Gaya en torno a la presencia del arte como un saber sin ciencia, porque, sin duda, son muchos los cauces por los que podríamos hacer discurrir con estas notas sueltas. Sólo me quedo con su observación, con el aprendizaje mayor de sus palabras.
He querido salir a dar un paseo para intentar extraer de alguna estampa cotidiana esa presencia real en la vida, esa pandémica existencia que hace que todo brote limpio y transparente incluso para el artista; que todo se muestre sin ambages tan sólo manteniendo la armonía de sus partes, como un tratado escrito sin causa, pero que encaja en la medida exacta.
Es singular esta postura de Gaya, pero es una lección de maestro antiguo. Una lección de la contemplación sobre la vida y los días del hombre que cree estar tiranizado por el arte. Más bien, esa tiranía, como dice Gaya, no es más que un medio que nos somete, pero que no es fin en sí mismo. Y en esa disputa del entendimiento, se sitúa el creador que, en ocasiones, intuye que el orden no le pertenece y se le escapa de las manos. Sobre todo, cuando en obras como las de Carpaccio, descubre, de pronto, lleno de emoción, que arte es vida y que vida es arte. En esos momentos en que alguien consigue serla, ser la realidad misma, es cuando comprende la anchurosa costura del silencio.

domingo, 16 de mayo de 2010

Apoético

La poesía europea, desde mediados del siglo XIX ha hecho de la negación de la poesía el más alto estilo de poesía. Rimbaud intentó llevar al extremo este conducto por el que se afirma la existencia de lo poético precisamente destruyendo lo que había de poético. Ante esta dicotomía, los poetas, los grandes poetas de la modernidad, tuvieron dos opciones: callar o levantar los sesos de la poesía hasta el momento. Quizás, en ese trazo de bifurcaciones, las dos opciones eran, en el fondo, lo mismo; y todo quedaba al amparo de la palabra frente al silencio. Entender, sin embargo, estos nuevos bríos de esta forma es equívoco. Porque la palabra no se opone al silencio. El silencio es su seno, de él surge y a él aspira, él es su límite y él es su territorio marginal.
Claro que, en esos años a los que nos referimos, existía otra conciencia histórica que maleaba, con fuerza, la propia concepción del hombre como animal de tiempo, como animal de conciencia que, aun siendo pasajero y momentáneo, sabía de la fuerza proteica de su palabra en el tiempo. Frente a estos temas que surgieron gracias a la potencia filosófica y de pensamiento que se disparó en el XIX, tenemos ahora la gran ausencia de pensadores que marquen, que estimulen, que creen conciencia histórica. Es uno de los síntomas de esta era tecnológica.
En estas circunstancias, de vacios intelectuales y de tendencia a compromisos políticos e históricos sin fundamento, de entrega al lenguaje de la tecnología como si lo poético hubiera sido finiquitado y totalmente explorado, como si lo poético hubiera quedado fuera de lo poético, se crea una poesía que no desvela nada, que no revela nada, que se hace defecto de unas aspiraciones sin matices. De ahí que uno lea continuadamente libros de poemas que no establecen, por sí mismo, ninguna propuesta personal e individual entroncada con lo esencial del hombre. Sólo compruebo que se repiten soniquetes de “poetas mayores”, de poetas vencedores en los terrenos de la mediocridad y la prensa. Porque la propuesta personal más ambiciosa debe comenzar desde dentro, desde los reinos del ser. Justo en el lugar en que las preguntas no encuentran respuestas absolutas y en que el lenguaje necesita ampliarse y reducirse, revelarse y transformarse por la cualidad de lo nombrado.
En realidad, lo que sucedió desde mediados del siglo XIX fue la independencia de la poesía frente a otras y ajenas circunstancias de paso. Supieron los poetas sublevar los anexos de la realidad al fruto verdadero de la palabra. Ahora, sin embargo, Se han cerrado los conductos de comunicación con la vasta y etérea realidad que nos sustancia y que, a pesar del avance de la tecnología, sigue palpitando y latente, como lo hará siempre. Ya no es sólo la ausencia de la divinidad y del estigma que ello posee sino la ausencia de lo otro desde el amparo de la poesía. ¿Podría un poeta que no posee creencias religiosas llegar a escribir un poema que roce las ansias, el anhelo de la divinidad (entendida esta palabra en sentido griego)? En san Juan de la Cruz tenemos el ejemplo a la inversa, pero Rilke, Hölderlin o Baudelaire son poetas de lo divino. Supieron desgajarse de la férrea asimilación católica e iconoclasta para alzarse por encima de sus circunstancias sin renunciar a la aspiración divina.

Pienso, en estos momentos, en esos poetas actuales que escriben poemas diciendo que los liberemos de pecados, que los perdonemos si utilizan , luz, dios, soledad, belleza u otras palabras de raigambre hegeliana o posromántica. La perspectiva se equivoca. Hablar sólo de uno mismo, escribir un poema con lo que uno cree que debe ser un poema, es una limitación y una coartada que revoca al fracaso. Porque la poesía no consiste en sacudir de sus líneas tales o cuales palabras, sino en saber utilizarlas para referirse, aunque sea sólo como intuición, a la materia que nos recorre. La materia de la finitud que posee la conciencia del tiempo histórico y perpetuo.

sábado, 15 de mayo de 2010

Toda la tarde en Cádiz. Esta ciudad es la única que no es ciudad, es prolongación de la luz y de la claridad del mar en tierra. He recorrido junto a M.C. las mismas plazas y calles por las que solemos deambular cada vez que estamos allí. Es un rito y una plegaria a que la gratitud de la claridad se nos ofrezca como del viento.
Casa carcomidas por la humedad, el mar enrabietado, un viento de leve respuesta. Y libros en el Baluarte.
Una vez entrada la tarde, fui a saludar a J.M. Benítez Ariza para que me dedicase su libro de poemas último, Diario de Benaocaz (Pre-textos, 2010). Después de unas gratas palabras y de que estampase en el nuevo volumen otras de afecto, compré las narraciones breves de Delibes (Menoscuarto) y una pequeña obra de Dickens titulada El viajero sin propósito, (Gadir).
El título de la obra de Dickens se pliega a la perfección a los últimos días de esta semana. Me encuentro cercano al territorio de lo ágrafo y lo poco que leo y escribo es poesía. Más bien leo, porque escribir, en estas circunstancias, se vuelve un ejercicio rancio y un sinsentido. Después de todo, el alcance personal de unas líneas no es más que eso, viaje sin propósito, viaje sin fin, fuga sin motivo que se reconcentra cada ciertos pasos.

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Todavía hay quien opina con absoluta complacencia y con la certeza plena sobre qué es la literatura. Yo me conformo con no renegar de ninguna de las escrituras en las que no encuentro literatura, porque eso sería aceptar que conozco cuáles son las hechuras de lo literario. Es decir, reconozco mi incapacidad para identificar lo literario, no que ello no exista en sí, más allá de mí. En todo caso, renegaría de mí antes de nada.

viernes, 14 de mayo de 2010

Nota desaparecida.

Parece que los cantos de los pájaros me están esperando cada vez que me asomo al balcón. Comienza, de repente, un continuo de melodías que se cruzan en el horizonte y cuyo origen surge de mi perplejidad. La hermosura auspiciada en el verde de la sierra de Cádiz que se intuye, a lo lejos, donde descansan los quejigos sin estómago, pues fueron arrancados por el hombre. Unos minutos intentando localizar algún ritmo secreto que se encierre en esos timbres. Incluso me atrevo a concertar una pauta musical a la naturaleza pura. Pero qué equívoco más iluso. La naturaleza guarda secretos indescifrables, que no forman parte de ninguna razón, de ningún juicio crítico y que sólo están ahí para ser diluidos en nuestro ser, en la plena vigencia del tiempo que somos.
Y por eso me quedo, sin alas y sin cuerpo, sin asideros melancólicos que me turben, a la escucha insólita del canto del pájaro que llevo dentro, del pájaro solitario y de sus virtudes.

jueves, 13 de mayo de 2010

En la creación poética la palabra vuelve a su estado inicial: es desasida de su ser y se envuelve en otro. Poesía es ritmo creador, lugar de encuentros, anulación de la vida y procreadora de purezas. En ella participan el poeta y el lector engarzados por la metamorfosis de la lectura.
Coincide con la filosofía en sus comienzos, ya que toda poesía es una crítica a las palabras. El poeta se encuentra con que debe establecer qué hay en la palabra virtud, en la palabra belleza, en la palabra tiempo para establecer, de nuevo, en limpio, qué es la virtud, qué es la belleza y qué el tiempo. En ese ejercicio de inconsciencia, de indagación, de usura, el poeta sólo puede acceder a la esencia a través del lenguaje. En el lenguaje empieza y acaba la poesía, en el lenguaje transgredido y saqueado.
Esa es la primera estación del poeta, la palabra. De ella surgen las direcciones de la creación. Por un lado, el vínculo entre el nombre y la cosa en sí. Por otro, la indagación del ser. El poeta llega a sí mismo a través de la palabra, pero no sólo se alcanza sino que se traspasa y completa hasta ofrecer la imagen de todos los hombres. En un poema están todos los poemas. En un poema, todo lo que puede ofrecer un poema, está en él. La poesía es una fragmentaria asimilación de la realidad, porque se hace de creaciones independientes, pero siempre motivada hacia la misma fuerza unívoca.
Arrancadas de sus hábitos cotidianos, las palabras retoman su estado prenatal. Y ellas pueden nombrarlo todo y todo en ellas cabe de nuevo. Es el poeta Prometeo con un fuego robado para entregarlo a la belleza y a la verdad del arte.


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A pesar de su insuficiencia, no hay otra forma de explicación que las palabras sucesivas.

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El poema es la revelación de lo que somos.

miércoles, 12 de mayo de 2010

miércoles, 16 de mayo de 2002, 17.40 h. Creo recordar que fue Oscar Wilde quien dijo que lo que no se habla o no se escribe nunca, no existe. Esta mañana me he acordado de esta sentencia durante un largo rato cuando contemplaba el espectáculo de vanidades que ocurría.
He comprobado que existe una nueva categoría de ciudadano: el provinciano. El provinciano no entiende de éticas y filosofías, a pesar de ser universitario y poseer títulos y diplomas y papeluchos e, incluso, haber ofrecido cursos a otros compañeros. A pesar de todo, incluida su pose y su respingo, no hace más que responder a sus instintos primarios. Ansía que los demás observen su trabajo, aunque éste sea de una calidad relativa. Necesita el reconocimiento público de sus actos y termina, al final, dirigiendo el cotarro, como el gallo del corral.
La mediocridad es una de las pandemias que nos azota en estos años. De un tiempo a esta parte, observo cómo en los puestos en los que hay que tomar decisiones no están los más cualificados. Ni siquiera los que pueden propiciar que las decisiones más oportunas prevalezcan sobre sus intenciones. Antes al contrario, encuentro una radicalización de la ignorancia, porque el ignorante, el que no se curte en la diversidad de criterios y los acepta y convive con ellos, es -como diría Ortega- un provinciano. Y en estas circunstancias, lo extraño, lo extraterritorial es el gusto por lo minoritario, la individualidad o los logros conseguidos en silencio. Pero, me pregunto, ¿quién no cae en la cuenta de que su trabajo (sea escribir o dibujar, sea gestionar o comunicar) no es más que una gota en el océano y que, por ese motivo, no cabe otra cosa que el silencio?
Escribo estas líneas después de varios meses atestiguando cómo hay una especie de trabajador que logra trepar hasta el poder como una lagartija sin haber merecido más que la consabida bendición del que está colocado más arriba. Porque siempre hay uno que está más arriba y al que hay que adular. Siempre hay uno a quien rendirle cuentas y alabarles sus perogrulladas y sus infamias y sus demencias seniles o sus intratables razonamientos. No importa, abajo el criterio y el juicio, será quien nos bautice en el poder.
En esas situaciones, siempre respondo de la misma manera: la evasión. No me interesa participar de esa trama oculta que algunos quieren perpetuar a favor de anular la conciencia individual y propia. Porque en la conciencia está encerrada la grandeza de uno mismo, en la claridad con la que se contempla la verdad y la gracia. Y eso es lo único que nos queda que pertenezca a la dignidad.

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miércoles, 16 de mayo de 2002, 18.32 h. ¿Por qué recojo estas reflexiones en el diario? Porque el ejercicio de la antropología debiera ser obligatorio, debiera ser como la respiración. No como arsenal para futuras creaciones literarias, sino para la conducta vital. Estos años distanciados de la cultura y el sentido ético son los más propicios para la aparición de rapiñadores y hay que estar alerta para que no lleguen a salpicarte. Porque lo roen todo, hasta los tuétanos.
Todo esto que escribo, a grandes trazos, sin señas propias, deviene de la insolencia a la que me conduce estas circunstancias. Creo que cuanto más social es el ambiente, más misántropo es uno y que cuanto más distancia intento tomar, más cerca me encuentro de la belleza de los objetos mismos, de la cosa en sí.

martes, 11 de mayo de 2010

La poesía, dije hace poco, deja al escritor ágrafo trágico, porque al volverse la luz en unas pocas palabras, ¿cómo escribir sin mesura? La prosa, a fuerza de disciplina y constancia, puede ir tomando las aspiraciones del verso: reducir el mundo a un solo momento. Cuando eso sucede, cuando un escritor consigue que un lector pueda apreciar por instantes la compleja sucesión de lo real, el prodigio es factible. Por eso Borges insistía en el aleph, en eso que consigue la poesía. Esa aglutinación y síntesis que nutre el espacio poético.

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Luego es evidente que la prosa consigue otras formas de expresión, porque la palabra es ancha y ajena. Y de la misma forma que el novelista debe leer poesía, el poeta debe enfangarse en la prosa, revolcarse en ella y observarla por extenso. Por ejemplo, Thomas Mann. Por ejemplo, Proust. Por ejemplo, Pessoa. El ritmo de la prosa, la realidad nombrada, los temas que se cruzan revocan siempre a otra realidad velada que en el poema se manifiesta con la máxima claridad de la palabra, pero que en la prosa se muestra incluso con sus demasías.

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En esas demasías de la palabra, en ese material sobrante, hay renuncias que deben ser consideradas para saber atestiguar lo que no hace falta, como esas pinceladas sobre el lienzo que terminan difuminadas i sin integrarse. Me refiero a esas páginas lastimeras de algunos prosistas que esconden, más bien, un ego demasiado vistoso. Eso sucede cuando la narración se subleva a la realidad. Toda creación debe ser palabras a borbotones, nacidas de lo hondo...aunque lo hondo pertenezca al reino del silencio.

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En algunas ocasiones me dicen que no leo a los escritores de mi edad. Y ello sucede porque no considero la edad ningún criterio para la lectura. De cualquier forma, cuando voy a la librería, siempre (h)ojeo docenas de libros, sobre todo de poesía. Y sucedió la pasada tarde que, en uno de esos ejercicios de cata, leí unos poemas que me entusiasmaron. Poemas que, a la postre y tras una lectura atenta, han resultado jugosos y complacientes. Puedo decir, menos mal, el nombre de un poeta relativamente joven: José Luis Rey, La luz y la palabra –I- y –II-.

domingo, 9 de mayo de 2010

No suelo mirar la última fecha en la que escribí en este diario. No lo suelo revisar porque esa fecha no indica nada, ya que el ritmo interno de la prosa que se despliega en un diario está alejado del calendario. A pesar de que se sustancie de él, no le pertenecen las coartadas del minutero. En un diario, un año, pongo por caso, puede ser síntoma de alivio vital, porque siempre se vuelve sobre el lugar de la sangre.

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Con Thomas Mann me sucede lo mismo que con Beethoven, cada vez lo voy haciendo más grande.


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"Quién pudiera dibujar un árbol sin convertirse en árbol", dice Nietzsche en uno de sus aforismos. Quién pudiera escribir un diario sin ser el diario.

viernes, 7 de mayo de 2010

Pilar Pardo, José Mateos y un servidor.

Gracias a Ramón Simón por su reportaje fotográfico de la presentación de Temporada de fresas, de Pilar Pardo y El huerto deseado, en Sevilla el viernes pasado.


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Día sin notas que caen revueltos, como catedrales sin nombre, como cuerpos sin figura, como hojas de cobre fundidas con el viento, como sueños trenzados por una vaina muda y quieta y de soles prohibidos.

jueves, 6 de mayo de 2010

Con Thomas.

La poesía incapacita para otras escrituras. Se produce un colapso y todo trabajo siempre es insuficiente. En su proceso, el mundo se achica y restringe hasta el infinito. Y en esa situación sólo cabe callar o destriparse.

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Ayer por la tarde compré los Cuentos completos (Edhasa, 2010) de Thomas Mann. La traducción de María Siguán es excelente. Comencé la lectura por un cuento titulado “Hora difícil”. El cuento es una recreación, mediante un soliloquio, del momento de la creación en la vida de Schiller. Mann narra con un estilo brillante cómo el eterno resfriado que compungía a Schiller le hacía respirar siempre con la boca abierta. Esa imagen la aprovecha para mostrarnos la ansiedad del poeta ante la página en blanco, como si estuviera recitando en silencio, murmurando eternamente unos versos escondidos que no surgían con la claridad deseada. El poeta ante el folio en blanco: Los temas sucediéndose sin espera. Y su pluma incapaz, su pensamiento endeble…
Por otro lado, leo "Tonio Kröger". Tonio Kröger sufre las mofas de los compañeros y maestros en la escuela porque lleva un cuaderno de poesía. En una ocasión, un alumno ve cómo comienza a escribir en un cuaderno unos versos. A partir de ese momento, el personaje comienza sus reflexiones acerca de la individualidad y la sociedad, el ambiente culto frente a la vulgaridad.

He leído esos dos relatos de Mann perplejo. Porque he entendido que Mann, a pesar de las reminiscencias decimonónicas, siempre optó por escribir sobre temas que nunca han tenido una respuesta clara en la literatura, temas sobre los que siempre seguirán escribiendo los hombres, que se mantienen inexpugnables a la razón. Ahí está su grandeza, en la palabra edificante.

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Después de leer los relatos y de tomar un zumo de frutas, he sido Schiller y Tonio, porque lo que fue un hombre lo han sido todos. Se me ocurre que, ante el folio en blanco, mallarmé nos legó la enseñanza más completa: el coup de dés.
El blanco inerte y apasionado, de forma pura y trascendental, mantiene al hombre alejado de la cotidiana manera de la vida. Cuando eso sucede, se abandona la palabra y se procura aspirar al silencio. Se traspasa, de esta manera, el dualismo de la forma y la idea, la oscuridad y la razón y se alcanza, por tanto, el reino del silencio.

martes, 4 de mayo de 2010

lunes, 20 de abril de 2002. No sé si en estas tardes de escritura cuento con un lector subsidiario o si todo no es más que el reflejo de la página en blanco. Tremendo reflejo transparente el de la página limpia y tersa que se nos extiende sin límites.
Porque hacemos de los límites de la escritura los límites de la sintaxis y de los textos y de las páginas en blanco. Con esta propuesta, la poesía es el verdadero derrumbe del entendimiento: en ella se edifica un cosmos, con ritmos de blanco, con trozos de silencio.

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miércoles, 29 de abril de 2002. La trágica constatación del hombre que somete sus días a la literatura es la siguiente: la vida es la linealidad y la cronografía de un vulgar y mezquino individuo. Sin embargo,
el territorio de inicio en la poesía es el mismo que el de llegada ya que ambos son estrictamente utópicos.

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un día de septiembre, en Cádiz. Un poema es un accidente de las palabras. En ocasiones, ese accidente sobrepasa al autor y deja a éste como mero tránsito, como instrumento. Alcanza la obra una dimensión superior y su belleza ya lo le pertenece. Y el poeta, por tanto, deberá dejar de preguntarse qué es la poesía y callar con la mudez de los astros.

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Hoy. Valéry, ay, Valéry, ejercitado escritor, infatigable abeja que liba en la hiel de las palabras y el pensamiento. “La forma hace orgánica la idea”. ¿Qué más nos queda por añadir?

domingo, 2 de mayo de 2010

La trama de un libro de poemas es la huella del hombre que lo ha escrito. Una trama turbulenta y armoniosa, reveladora y confusa al mismo tiempo.
El verso encierra esa topografía, el lugar de encuentro entre el tiempo, la memoria y la palabra. El tiempo es la conciencia plena; la memoria, la usurpación del olvido y la palabra, la meditada razón de la conciencia plena y usurpada.
Así, la sugerencia es la ambición de la palabra poética. Porque ella levanta un mundo nuevo, pero un mundo incognoscible en su totalidad. De ahí la extrañeza. El don de la poesía es la capacidad para señalar la transparencia.

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La pasión de la poesía es la pasión por el silencio, porque el poeta no escoge la palabra adecuada, escoge los silencios necesarios. Igualmente, es la pasión por la contemplación y por los temas que atraviesan al hombre desde antiguo. El poeta sigue portando las virtudes apolíneas y dionisíacas.

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El sentimiento es un inconveniente. Más bien, el verso razona en la sinrazón aplicando los mecanismos de la música, la aritmética más perfecta junto a la sugerencia más profunda.
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La palabra es condición anhelante para el hombre, por eso siempre es deseo todo lo que
nombra la poesía, porque el mundo se hace nuevo.