jueves, 22 de abril de 2010


En mi nuevo cuaderno, de piel marrón y aroma soberbio, de páginas amarillentas y lomos enlucidos, los apuntes del día. Las notas sueltas que surgen de repente. Como llamadas de no se sabe qué consciencia, escribo breves oraciones que van trenzando, con lentitud, la lógica de una vida. Obviamente, la vida pervive sin lógicas ni alaracas de la razón, pues el tiempo en que tomamos consciencia de nuestra vida es ínfimo y poco notorio. La llevo conmigo desde que me la regaló M.C. tras su viaje a Roma.
De vez en cuando, motivado por algún comentario o situación, la sacó de la maleta como si estuviera desafiando al orden rutinario de lo que acontece. En este caso, la literatura es subversión, rebeldía, anotación al margen. Nunca antes lo había observado con tanta nitidez y transparencia.
Junto a la libreta, siempre guardo el bolígrafo, marrón oscuro y cuarteado, con tinta negra, que me sirve como el complemento idóneo a esas páginas. A decir verdad, de vez en cuando, utilizo bolígrafos de tintas con diversos colores: verde, azul, violeta. El otor día, por ejemplo, escribí sobre este asunto, cuando utilizaba, por vez primera, el bolígrafo verde. Invadir el cuaderno con un color distinto al negro se asemeja a esos rayos de luz que se cuelan por una ranura y que nos parecen repletos de polvo y sustancias que nunca antes éramos capaces de percibir. Por eso, el negro, a la postre, es la sangre de ese cuaderno, su melancólico candidato.

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Mañana viajaremos a Tánger. Desde las primeras escapadas y gracias a las circunstancias familiares, ese país nos ha deparado siempre una grata experiencia. Más allá de las circunstancias políticas en que está inmerso, el pueblo mantiene una mecánica de la tradición, un olfativo y exuberante primitivismo natural y necesario, que no deja de reclamar una respuesta literaria.

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Umberto Eco tiene una capacidad para pensar y escribir acompasadamente que no existe en las letras españolas. Es cierto que ese vacío debe ser cubierto con el inicio, al menos, de una tradición de libros ensayísticos que vuelquen la inteligencia de las letras hispánicas. No es el caso. De todos los literatos, ¿quién podría escribir un libro de tamaña genialidad? Una novela al uso, de esas escritas sin miramientos estilísticos y sofocada por los inventos narrativos, queda en nada al lado de libros de este calibre.
Hoy, por ejemplo, al llegar a casa, abro el libro por unas páginas dedicadas a la proporción como elemento que articula la belleza de los cuerpos humanos en el Renacimiento. Dice Eco que, si bien en la escultura y la pintura hubo una constante unidad matemática, no es así en la pintura. Y para ello, reproduce unas prodigiosas láminas de Venus, de Botticelli; Ninfa en el paisaje, de Jacopo Palma el Viejo y de Venus y Amor que lleva el panal de miel, de Lucas Cranach.
Me quedo absorto en las proporciones de la pintura de Cranach, en esa figura largirucha, hermafrodita, de ampulosos muslos y pechos enjutos, de carnes prietas y antebrazos forzudos y de cadera prominente y descompensada; que posa con los pies en difícil disposición sin levantarlos del suelo y sin mostrar esfuerzo alguno.
Ese rostro, hembrimacho, que parece esbozar una sonrisa sarcástica. Sin rendir cuentas a Amor que lleva un panal de miel donde revolotean las abejas. Y el tronco…verticalidad del silencio.

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