viernes, 30 de abril de 2010

Esta tarde, tendré que edificar una poética. Será como una torre de arena invadida por el agua y el salitre: momentánea, fugitiva, sólo apuntando a un proyecto.
Como diría un novelista, por ejemplo Galdós, cada vida lleva en sí una novela. Pero, me pregunto esta tarde, ¿cada vida lleva un libro de poemas? La poesía es cuestión de desnudez, rito de silencios, murmullo de la transparencia, aritmética de la palabra ausente.
Esperarán que dicte el nombre de algunos maestros, pero eso sería deshonrarlos. Detesto esas inoportunas apropiaciones de la tradición, esos ramajes que cada cual levanta a su conveniencia.
Luego recitaré torpemente algunos poemas. Después de todo vendrá el silencio y cada cual se marchará cargado de esta o aquella sugerencia, de este o aquel eco, idea, vibración. Y ahí comenzará el huerto a brotar, verdadero, en el deseo ajeno de la literatura.

jueves, 29 de abril de 2010


Esa escena es candente. Reposa la mujer junto a un rufián en uno de los lados de una cafetería. Los tonos del cuadro recogen a la perfección cuáles son los aditamentos de la tarde que divaga entre las mesas de un café.
La mirada de la señora, cuya vestimenta imagino desaliñada y patética, dispara a un ángulo muerto las esperanzas perdidas. Mientras, él fuma aguantando la pipa con la mano izquierda. A los dos individuos les ampara la absenta. La perspectiva oblicua es una metáfora de la sociedad que los cruza y desviste, que los azota y los margina e hiere con la maquinaria de entonces. Y esos zapatos que asoman, desolados, bajo el traje... Los hombros caídos y sin tensión muscular, frente al brazo que mantiene el cuerpo del mendigo algo más erecto. En el fondo, los dos están vislumbrando la misma condición, la de ser sombras proyectadas sobre sombras.


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Schumann, el piano en la tarde con la excelencia del fraseo. Las melodías de sus sonatas surgen como esos colores de Degás: resucitando el vaho de la evidencia. Con la música, el verso de Borges se actualiza y se instala en lo sucesivo: “Ya somos el olvido que seremos”.
Precisamente, la música es un elemento faústico si la consideramos la fórmula más inmediata de dejar de ser y de entregarse a no se sabe qué fuerza. En esa entrega se nos fue, de pronto, lo evanescente.


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Esta mañana dije que lo bello es amado y lo que no es bello no es amado. No es nada nuevo, es una enseñanza de la época griega, una cosmovisión que enlaza el arte y el pensamiento. Dije que lo bello, después de haber leído el libro de Umberto Eco, se había quedado demasiado deslindado de una concepción plena y coherente. Y que a lo mejor, en esa indefinición moderna, están algunas confusiones de los artistas nuevos de capillas. Las miradas de los compañeros me sentenciaron. Y entonces corrí a una esquina, me senté entristecido, con una brazo sobre la mesa mirando al frente a ningún lugar. Por unos momentos, fui el personaje de Degás.

miércoles, 28 de abril de 2010

Hasta bien entrado el siglo XIX, la poesía fue adquiriendo la capacidad de replegarse al individuo o, en mejor decir, el individuo se plegó a la dimensión poética. Sobtre todo, porque volcó en la poesía, no sólo la aspiración estética del momento, sino la virtud ética y del pensamiento.
Toda vez que se situó en el volcánico epicentro del hombre, comenzó a enturbiarse con el magma de la conciencia plena a través del individuo. Esta comunión, que tan buenos resultados ofreció a finales del siglo XIX y principios del XX, ha terminado por convertirse en una festividad de las vanidades.

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¿No será un diario la prostitución del escritor? ¿No será este cuaderno el lupanar en que distraigo las palabras más innecesarias que diré en mivida?

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El pasado en la poesía es edad venidera. Está a la espera, al final de los ciclos. Ella es inicio y estación, revuelta y merodeo.


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Las tardes que se presentan con esta calima despiertan mis recuerdos de verano. El verano, en una ciudad costera, se convierte en un espacio dilatado, en una sucesión perenne de juegos y labranzas. Nunca saldrán la arena y el mar de mi memoria como nunca dejarán de ser mías estas manos y estos ojos.

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Comienza uno a leer un libro a la espera de que le ofrezca algunos párrafos sabrosos, cargados de conocimiento o de estilo literario o de reflexiones agudas para avivar estas ascuas de lo cotidiano. Al cabo del tiempo, comprende que los prejuicios en la lectura, como en la mayoría de las actuaciones, no son convenientes. Parece que la prosa tiene la capacidad de ir venciendo al lector y de llevarlo a una profundidad donde el juicio pierde claridad.
Con la poesía ocurre todo lo contrario. No hay más que leer un poema, que en realidad, puede ocupar tres o cuatro oraciones, cinco o seis versos, para que el lector comience a aposentarse en la lectura o que lance el libro al cajón del chance. Aunque, bien es cierto, que no pocas veces, algunos poetas han ido creciendo a la par que uno crece como lector. Porque las cualidades del lector se van configurando y su olfato y su postura van amoldándose a sus razones que, por cierto, son cambiantes y esenciadas.

martes, 27 de abril de 2010

Almacabra.

La poesía es memoria, es tiempo y es palabra. Lo contiene todo, pero no muestra nada. Hace presente el discurso pasado. Es memoria porque usurpa y extirpa del tiempo lo que quiso ser olvido. Es tiempo porque el tiempo es para la poesía la conciencia plena. Es palabra porque la palabra es razón de la consciencia y de lo pleno y de la usurpación…

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Me llega un paquete de libros que esperaba desde hacía varias semanas. Concretamente, dos libros de José Luis Acquaroni y una primera edición, de 1854, de una comedia titulada Una virgen de Murillo, escrita por Luis de Eguílaz en colaboración con el hijo de Larra, Luis Mariano de Larra.
Las tres ediciones han sido adquiridas por motivos especiales. La obra de Eguílaz, del dramaturgo nacido en Sanlúcar en 1830, por bibliofilia y razones profesionales (y económicas, por supuesto). Las de Acquaroni, porque ni siquiera José Carlos Mainer dedica unas líneas, en su nueva historia, a la obra de este Premio Nacional de Literatura en 1977 con Copa de sombra. El otro título de Acquaroni que he adquirido es El Turbión y es una primera edición, de 1967, en ediciones Prometeo, de Valencia.
En Copa de sombra, Sanlúcar se convierte en un espacio mítico, El Puerto de Santa María de Humero. A pesar de la ficcionalización del lugar, no pocos historiadores locales han localizado las casas que se nombran en la novela. Sin embargo, el punto de partida que toma el autor para el arranque de su obra, está en una lista de los fusilados entre el 18 de julio de 1936 y el 4 de enero de 1937. Esta lista fue tomada de los diarios del historiador Manuel Barbadillo que se publicó en la obra de Eduardo Domínguez Lobato, Cien capítulo de retaguardia (Gregorio del toro, editor, Madrid, 1973). Todos fueron fusilados en unos terrenos aledaños al camposanto de la ciudad, llamado almacabra. Cuántas veces he paseado por esos lugares.

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Los días en que la poesía lo invade todo son los que más desvarío proporcionan. Los que rinden, con su tormenta, más matices al final de la tarde. Porque el día amanece a cada momento con la presencia de la poesía. Y la palabra enmudece, se hace recoleta; las luces se embargan de oscuridad; la lucidez y la inteligencia son insuficientes restos y despojos del hombre. Más vale recogerse a lengüetazos después de la invasión y el trance. Y mantenerse en silencio como una estatua viva. En silencio, como un laberinto inhabitado.

lunes, 26 de abril de 2010

Todo el día trabajando en un poema. En unos versos. En unas palabras. Pensamiento indefenso y paupérrimo. ¿Quién vende prótesis al alma?


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Después de un centenar de páginas del libro de Umberto Eco, sigo halagándolo. Sus enseñanzas, siempre bien articuladas, rasgan en la conciencia. Porque libros como este es un devaneo por la conciencia histórica, por el hombre que fuimos y que sometemos al continuo paso del pensamiento.


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Espigo de las páginas de El ruido eterno, de Alex Ross, (Seix Barral, 2009) algunos datos y los arropo como si fuera un niño que acaba de encontrar un nuevo compañero de juego. Es un libro que versa sobre la música en el siglo XX, aunque, después de haber leído un puñado de páginas, puedo afirmar que es, más bien, un libro sobre la historia del siglo XX y la música. Porque en estas páginas se entrecruzan escritores con músicos, pintores y artistas de todo pelaje. Así como políticos y majaderos que llegaron a convertirse en dictadores.
De todos los pasajes del siglo XX, del histriónico siglo de las guerras y los desquiciados, de las aversiones y la tecnología, la música fue índice y revolución. Jamás se replegó a una ideología, jamás fue poseída, jamás.

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Después de la poesía y la música, ¿qué palabra resta en un diario? En un diario queda la oculta vanidad, la egolatría exasperada, la insuficiencia, tal vez. A lo mejor, el relato verdadero de una vida o la secuencia momentánea de una obra. En cualquier caso, sentimientos que algunos con los que mantenemos cierta amistad, jamás conocerán.
Por ejemplo, ¿supo la mujer de Márai del beato fervor que su marido le profesaba, lo supo? ¿Los compañeros de Kafka, sabían de sus pensamientos en solitario, de sus manías cotidianas, de sus elucubraciones personales? ¿Y de Van Gogh, qué supo el hermano, sólo la vida que se encierran en las cartas? ¿Y de mí, qué estoy dejando en este puñado de folios desfigurados?
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Conjunción de la tarde. Palabra. Memoria. belleza. Y el ruido eterno...

jueves, 22 de abril de 2010


En mi nuevo cuaderno, de piel marrón y aroma soberbio, de páginas amarillentas y lomos enlucidos, los apuntes del día. Las notas sueltas que surgen de repente. Como llamadas de no se sabe qué consciencia, escribo breves oraciones que van trenzando, con lentitud, la lógica de una vida. Obviamente, la vida pervive sin lógicas ni alaracas de la razón, pues el tiempo en que tomamos consciencia de nuestra vida es ínfimo y poco notorio. La llevo conmigo desde que me la regaló M.C. tras su viaje a Roma.
De vez en cuando, motivado por algún comentario o situación, la sacó de la maleta como si estuviera desafiando al orden rutinario de lo que acontece. En este caso, la literatura es subversión, rebeldía, anotación al margen. Nunca antes lo había observado con tanta nitidez y transparencia.
Junto a la libreta, siempre guardo el bolígrafo, marrón oscuro y cuarteado, con tinta negra, que me sirve como el complemento idóneo a esas páginas. A decir verdad, de vez en cuando, utilizo bolígrafos de tintas con diversos colores: verde, azul, violeta. El otor día, por ejemplo, escribí sobre este asunto, cuando utilizaba, por vez primera, el bolígrafo verde. Invadir el cuaderno con un color distinto al negro se asemeja a esos rayos de luz que se cuelan por una ranura y que nos parecen repletos de polvo y sustancias que nunca antes éramos capaces de percibir. Por eso, el negro, a la postre, es la sangre de ese cuaderno, su melancólico candidato.

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Mañana viajaremos a Tánger. Desde las primeras escapadas y gracias a las circunstancias familiares, ese país nos ha deparado siempre una grata experiencia. Más allá de las circunstancias políticas en que está inmerso, el pueblo mantiene una mecánica de la tradición, un olfativo y exuberante primitivismo natural y necesario, que no deja de reclamar una respuesta literaria.

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Umberto Eco tiene una capacidad para pensar y escribir acompasadamente que no existe en las letras españolas. Es cierto que ese vacío debe ser cubierto con el inicio, al menos, de una tradición de libros ensayísticos que vuelquen la inteligencia de las letras hispánicas. No es el caso. De todos los literatos, ¿quién podría escribir un libro de tamaña genialidad? Una novela al uso, de esas escritas sin miramientos estilísticos y sofocada por los inventos narrativos, queda en nada al lado de libros de este calibre.
Hoy, por ejemplo, al llegar a casa, abro el libro por unas páginas dedicadas a la proporción como elemento que articula la belleza de los cuerpos humanos en el Renacimiento. Dice Eco que, si bien en la escultura y la pintura hubo una constante unidad matemática, no es así en la pintura. Y para ello, reproduce unas prodigiosas láminas de Venus, de Botticelli; Ninfa en el paisaje, de Jacopo Palma el Viejo y de Venus y Amor que lleva el panal de miel, de Lucas Cranach.
Me quedo absorto en las proporciones de la pintura de Cranach, en esa figura largirucha, hermafrodita, de ampulosos muslos y pechos enjutos, de carnes prietas y antebrazos forzudos y de cadera prominente y descompensada; que posa con los pies en difícil disposición sin levantarlos del suelo y sin mostrar esfuerzo alguno.
Ese rostro, hembrimacho, que parece esbozar una sonrisa sarcástica. Sin rendir cuentas a Amor que lleva un panal de miel donde revolotean las abejas. Y el tronco…verticalidad del silencio.

martes, 20 de abril de 2010


Las páginas de Historia de la belleza, de Umberto Eco, (Lumen, 2008) parecen surgidas de una cadencia antigua. Poseen las propiedades del conocimiento bien configurado, de la mente humana que sabe aunar la razón y el espíritu. Paso una página y me encuentrotro con el dibujo soberbio de Agnolo Bronzino, concretamente su Alegoría de Venus (1545). Me detengo a observar la mano que agarra un pezón entre sus dedos, esa mano blanquecina y noble, sin caladuras ni estropicios por el trabajo artesanal, esa mano híbrida de humanidad y angélicas presencias. Y en la otra, que sostiene la cabeza reclinada. Es sólo el comienzo. A continuación, lel análisis de la belleza circula de Gauguin al calendario Pirelli. Ahí termina la introducción y el pasmo.
El conocimiento del mundo para los occidentales comienza en Grecia. He ahí la belleza en el ideal de la antigua Grecia. El texto de Eco trenza con solvencia las relaciones entre verdad y belleza y propone, por lo demás, algunos fragmentos señeros al respecto. De esta forma, el libro se nutre de imágenes imprescindibles, textos y referencias en todas las disciplinas que han ido rindiendo cuenta de la belleza como concepto. Al pasar la página, me detengo en la aclaración que aporta el autor en relación al término griego kalón. Hasta que llego a Laocoonte y atestiguo cómo el dolor no es más que una curvatura del alma y una forma del mármol.

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Cada poeta
es un destello intruso
en el lenguaje.

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Canto del pájaro.
Muere el horizonte.
Luz de la tierra.

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Con la belleza,
ni el mundo, el hombre, nada.
Solo el silencio.

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La tarde va declinándose por algunas franjas de la luz que desconocía. He pensado en la conjunción que se produce al escribir un poema: vetas de lo ausente.
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La poesía es revelación y mudez, estrategia de la razón para desasirse de sus artificos. No siempre estuvo el arte en la belleza, ni los hombres buscaron la verdad del día, de los cielos, de la noche en sus sílabas ígneas. Su antigüedad es chamánica, su presencia es la viva imagen del pasado. El hombre, el poeta, un desafío a la arcádica palabra inmutable.

lunes, 19 de abril de 2010


En la excelente traducción de Enrique López Castellón (Akal, 2003), de la Obra poética completa, de Charles Baudelaire, leo en “Epígrafe para un poema condenado”, el verso siguiente: “léeme, para aprender a amarme”. Este verso conduce al lector a un pacto fáustico con el poeta, a la asunción de una individualidad que debe ser reconocida o negada de principio: eros y tánatos, sístole y diástole, haz y envés, lectura u olvido. Propone, por tanto, Baudelaire, una estación intermedia que anuncia el descendimiento a las florituras del mal que habita en el hombre. El mal que nos une, como proclamaba Shopenhauer, la estación de los contrarios.
Hay, por lo tanto, desde el comienzo de Las flores del mal, una declaración ética diluida en la estética. Tú, pacífico y bucólico lector, aprende a amarme con la lectura. Desde el momento en que leí el verso quise apreciar la sonoridad de la lengua francesa: “Lis-moi, pour apprendre à m´aimer”.
Describe su libro como saturnal. Este adjetivo posee, amén de una fuerza poética envidiable, una doble connotación. Este malditismo está cargado de actualidad y es un elemento contemporáneo al que tenemos que enfrentarnos desde el arte, no como una invasión de la decadencia, sino como un síntoma del hundimiento moral al que estamos sometidos. En buena medida, podríamos preguntarnos a qué se debe esta ausencia de ética en la poesía, a esa ausencia de autoconsciencia y de alejamiento individual.
¿No sería necesario una revuelta de la conciencia para alcanzar el estado primitivo y originario?
Recuerdo que Pío Baroja tiene un libro titulado Los Saturnales y que está dedicado al caos que provocó la Guerra Civil española en relación a los ideales, las jerarquías, las relaciones humanas. El libro refleja lo que Curtius establece como tópico de la antigüedad, “el mundo al revés”. Una topografía de la modernidad.

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En “Bendición” el poeta se presenta con la doble condición a la que es sometido por el decreto de los sumos poderes. Hay en este poema una estrofa que puede resumir tajantemente las usurpaciones del poeta a los hombres:

“Yo sé bien que el dolor es la sola nobleza
donde nunca harán mella la tierra y los infiernos,
y que para tejer mi mística corona
se requieren edades y universos enteros”.

La potencia verbal del poeta ante su insuficiencia vital. La condición asoladora de su finitud, pero atravesada por la doble ansia de bendición. Para Baudelaire, Dios otorga el sufrimiento como un remedio de las impurezas que nunca serán alcanzadas ni en los cielos ni en los infiernos, esto es, ni en la gravedad de lo bueno ni de lo malo. Sin embargo, la conciencia del poeta es plena, porque conoce, a pesar de su ambivalente disposición, que hace falta el espacio (universo) y el tiempo (edades), todo, el uno, para alcanzar la luz pura que anunciaba en versos anteriores.

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Ayer, día de poemas. Toda la tarde intentando unir algunos versos que brotaban con demasiado trabajo. Versos fallidos. Trabajo necesario, sin embargo.
La poesía asciende de no sé qué instantaneidad para encumbrarse en lo cotidiano. Entonces hay que agarrarla y someterla al brinco de las palabras. No debemos dejar ningún rastro sobre el tiempo. Ni siquiera la ambición y la vanidad.

domingo, 18 de abril de 2010

Materia de la infancia.

Paseando por la playa de la Jara, con M.C., se me ocurrió preguntarme si estaban todavía allí los niños con los que jugaba, cada sábado, enfrente del Coto de Doñana. Lo hice sonriendo, como se hacen las promesas abiertas y se dan los pasos al mediodía, como las pisadas ocultas de las gaviotas sobre la piel de las sirenas.
Aquella geografía sigue siendo un mapa inexplorado en mi memoria. La arena blanca arraiga en mi piel, el salitre habita en mi lengua. En mis retinas siguen clavados las verdosas posturas del sol sobre el Coto. Éste era un territorio mítico con el que mi padre y mi abuelo solían bromear cuando quedaban las familias conjuntadas en las casetas de playa. Decían que iban a coger sandías y que llegarían nadando en un momento. La piel morena de mi abuelo y sus cicatrices eran las señales de que aquello podía suceder.
Poco a poco, fui rescatando del olvido algunos pasajes de los años en que el verano era el tiempo de las noches blancas. Por ejemplo, cuando los sábados nos dejaban ir a jugar a la playa, cuando llegaba la primavera. Qué frescor de la arena en los pies, que pálpito de tierra y de agua, qué rumor ocupando los oídos inocentes y blandos de los niños. Eran días de plenitud, de la plenitud de la infancia.
Asimismo estudié muy cerca de ese lugar, de la desembocadura. Y formó parte de la educación que mis maestros me ofrecieron. No he llegado a resolver todavía ese rubor de talismanes marinos, esa exaltación del fluir del tiempo, esa conciencia marítima que transforma y cincela en lo inexpugnable. En ella habito todavía, en ella soy, de ella devengo. Paseando por la playa se me ocurrió preguntarme si estábamos allí todavía…y si seguían los pájaros cantando.


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Tengo una teoría de la lectura que consiste en los estados del alma. Hay autores que no deben ser leídos hasta que no tengamos conciencia de que estamos predispuestos a leer sus versos o su prosa. Me sucedió con Proust, con Rilke, con J.R.J y con Cervantes, entre otros. Algo parecido me sucede estos días con Baudelaire.
De las páginas de Baudelaire, destaco las dedicadas a los vínculos que se establecen, desde su convicción literaria, entre el poeta, la poesía y la realidad. Igualmente, me han sorprendido algunas referencias a la modernidad, por las aspiraciones y por la actualidad que pueden adquirir toda vez que sean despojadas de su tiempo: “La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable”. Con estas palabras, Baudelaire se refiere a la doble dimensión de la belleza, es decir, a un tema que me preocupa desde que comencé a escribir.
Desde este punto de vista, exige Baudelaire de la literatura un movimiento circular, que aúne la indagación de lo eterno desde lo fugitivo, la exploración del presente hasta que le arranquemos las esencias que se perpetúan en el ciclo. Un anillo, como Bécquer. Un trazo en círculo que restituya la realidad percibida como materia de lo perpetuo. Entendiendo que la materia es experimentable y que lo perpetuo deviene de esa constancia, ah, quizás eso sea la poesía, materia de lo perpetuo.

sábado, 17 de abril de 2010

La rareza de algunos días me conduce a un cambio de rumbo estético. Podría clasificarlo como un trouble para Baudelaire, como una turbación o desvelo que enrarece y sobre el que no tengo más que manifestarme estéticamente. La quietud entonces es una lastrada añoranza. Impecable incendio de los deseos.


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La realidad se desnuda. Y sus formas se traslucen. Sólo es efecto y proclama. Solo esfinge incomprendida. La levedad y el asombro. El poeta en la belleza.

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Leo asombrado que Vila-Matas dedica hoy un artículo a Huysmans, el autor que leo de un tiempo a esta parte. Será que, al caer del otor lado, hemos coincidió en que las extravagancias del duque de Essientes, entendidas en este desenfrenado siglo XXI, no dejan de ser migajas de dandi.

jueves, 15 de abril de 2010


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Después de dialogar durante un buen rato con el cura, los que merodeaban por el lugar intentando hacerse con la conversación, comenzaron a mirarme de forma esquiva. Con esa forma propia de la intolerancia que tanto repudio, con esa indecencia ante lo que no forma parte de sus supuestos principios éticos. A partir de ese momento, proyecté una reconstrucción de lo que podían pensar esos malévolos auscultadores de lo ajeno:
1. Piensan que soy un creyente camuflado, que no manifiesta su fe en vivo, pero que lo hace a escondidas con el cura.
2. Piensan que soy un hombre cambiante, que dependiendo de la compañía digo una u otra cosa.
3. Piensan que soy una mente débil, maleable, que se deja atraer por la palabrería beata y religiosa.
4. No piensan más que con una pregunta, ¿a qué viene éste individuo a hablar con el cura?

La conversación ha sido de las más fructíferas que he mantenido con un compañero. Incluso llegué a temer que el cura había leído el texto de este diario y que sabía mis ilusas metamorfosis en duques y dandis decadentistas. Porque hablamos del ser, del hombre, de las palabras y la realidad, de Unamuno, de Aristóteles, de mayo del 68, de Albert Camus y de otras tantas ideas necesarias en este mundo de encierro y provincianismo, de asqueo ante lo contrario, al otro y al diferente.



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Cuando Des Esseintes decide reordenar su biblioteca, lo hace utilizando un color para la literatura latina y otro para la literatura en lengua francesa. El detalle del color para las baldas es significativo y esnob, pero lo que más me sugiere esta lectura es una indagación en el aspecto central: sólo posee libros de literatura y francesa.
Cuando termina de ordenar sus libros, cuestión capital junto a la decoración para el duque, ofrece todo un repertorio de los colores vinculados con la sensibilidad: “Prescindiendo de la mayoría de los hombres cuyas vulgares retinas no llegan a percibir ni la cadencia particular de cada color, ni el encanto misterioso de sus gradaciones y de sus matices, me quedo con las personas de pupila refinada, acostumbradas a la belleza de la literatura y el arte”.

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Siempre se hace tarde para los que aman la vida.

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Si esta vida llega a sustituir en el futuro los días y las noches del hombre que la vivió comencemos entonces a vivirla en literatura.

miércoles, 14 de abril de 2010

¿…Y si Dios es la nada? Hoy he estado todo el día pensando en este aserto. Por la mañana, en Lebrija, llegué a una conclusión. Más tarde, después del almuerzo, en Sanlúcar, a otra. Ahora, en la noche, en jerez, no sé dónde comenzó todo. Quizás en la nada.

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Cuando Marcel Duchamp colocó el urinario en medio de un museo, estaba revolucionando el concepto de arte. En ese urinario iba implícita la tremenda pregunta ¿qué es el arte? El urinario, en ese lugar, no servía para conducir los fluidos a las alcantarillas. Entonces, ¿para qué? A expensas de su utilidad cotidiana, ¿qué hace allí, es decir, qué es?
La descontextualización es el primer argumento que los teóricos utilizan para salir adelante en su defensa, pero creo que es insuficiente y que no termina de aportar ninguna conclusión definitiva. Cuando trato de llevar esta problemática del arte moderno a la literatura, se hace difícil encontrar respuestas clarividentes. De momento, la literatura no puede negarse como objeto verbal. Tampoco podemos desentendernos de su dimensión social, cultural y antropológica, así como de la estética.
Si bien es cierto que el arte moderno comenzó en el límite del arte, lo que ha venido después ha sido una extremaunción de los abrazos de los artistas a la incapacidad por transgredir esos límites ya desvirgados. Es decir, una innovación en la espacialidad, en la perspectiva, pongamos por caso, en el Renacimiento y que ahora nos puede parecer nimia, era una verdadera innovación. Ahora la innovación ha cambiado de circunstancia. Habría que buscar incesantemente en lo escrito aquello que se dejó sin decir o que se dijo sin las palabras adecuadas.

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Me he identificado tanto con el personaje de Huysmans que esta mañana quise repetir una acción que se desarrolla en uno de los salones en que discurre lacción. Des esseintes solía esquivar a los contertulios que no tenían nada que aportar con una pregunta demoledora: “Espérese, ¿lo que me va a decir me ayudará a creer en Dios, me valdrá para entender al hombre? Si no es el caso, le rugeo no me dirija la palabra”. Estuve a punto de enunciar estas mismas palabras, con el garbo merecido. ¿Lo hice?
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Si antes de abrir la boca, de pronunciar una palabra, de habiatr el silencio con un cliché pensásemos en la importancia de las palabras, en su fuerza proteica, el mundo avanzaría más lentamente, es cierto, pero avanzaría. No seguiría embarrado en las mismas ideas y circunstancias, como comprubeo cada mañana en el lugar del crimen.

martes, 13 de abril de 2010


Quizás la metamorfosis más horrenda sea la de convertirse en ser humano.

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No sé si la misantropía posee síntomas evidentes, pero yo me siento instalado, cada vez más, en el surco de los hombres que reniegan de ser hombres. He pensado duro sobre el asunto y hay en él varias paradojas que no dejan que la misantropía se desarrolle galopante sobre mi vida.
La primera paradoja es la enunciada: el misántropo reniega del hombre. Eso supone que reniega de sí mismo, ya que, según el diccionario, su gravedad es tan tétrica y profunda que no puede soportar la relación social y vacua. Ese hundimiento absoluto en uno mismo hace que no desee relaciones con otra persona. Pero en él florece la individualidad extrema, el terreno justo para que el pensamiento se desarolle con todo su potencial. Como recuerda Montaigne (él mismo, instalado en una torre, aislado) las grandes ideas pertenecen a hombres en solitario.
Sin embargo, creo en todo lo contrario. El misántropo puede que por momentos observe con nitidez la desgracia humana y huya, se separe de ella. Porque no consiente que esa figura biológica sea él mismo.
Caigo en la cuenta de que he perdido el hilván de este texto y que he ahondado en cuestiones que competen a la segunda o a la tercera paradoja. En cualquier caso solo quería manifestar, y que así lo recogiera el diario, que la mayoría de los hombres no someten su vida a otros juicios no porque no quieran o no les apetezca, sino porque son incapaces. Hoy he visto la rutinaria manía de analizarse una y otra vez sin ningún fin, sólo el de la circular vanagloria.

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Más que nunca anhelo la transparencia. Me conformo con creerme el duque de des Esseintes, quien no rendías cuentas a nadie, sólo a su propio juicio. No es esto una apología del egocentrismo, porque el egocentrismo es una atrofia del ser, una atrofia cultural, diría yo. Quiero hablar de la fuerza del espíritu y de las ideas que no es más que la fortaleza de las palabras aunadas en torno a un individuo.

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Sigo leyendo A contrapelo, de Huysmans. En unos días escribiré algunas notas, ya que necesito tranquilidad y tiempo. Esta tarde sobrevino el absurdo y como ese personaje de Kafka, K., no sé cómo ocurrió la llamada a la puerta. ¿Ha sido esta tarde una pantomima o soy yo quien la ha visto así?
*Huysmans, por Chahine.

lunes, 12 de abril de 2010

Soy el duque Jean Floressas des Esseintes.

Reposa Mallarmé con la mano izquierda embolsada. La derecha, sostiene un cigarro que humea parte de la escena. Está abrigado y su espalda se muestra reclinada sobre un cojín. La mano que sostiene el tabaco, aguanta las páginas ,que quieren cerrarse, de un volumen que se muestra abierto. Sin embargo, toda esta acción queda sublevada a la fuerza ciclópea de su mirada alejada del plano. Su mirada revolviendo en el absoluto a través de la sugerencia, su mirada que esparce el símbolo, la búsqueda por toda la realidad contemplada, y la que queda más allá, más allá limpiando el vaho que impide observar la claridad.
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Leyendo algunas páginas de À Rebours (A contrapelo), de Joris Karl Huysmans, me quedo sorprendido por lo que tienen de proféticas. En muchos pasajes, termino por identificarme con el protagonista, Des Esseintes, por convertirme en uno de esos decadentes de 1880, de la rive gauche, que profesara el malditismo y la aversión al materialismo y el positivismo. Decía que en muchas páginas encuentro la lucidez que la Europa de estas décadas ha ido perdiendo a favor de lo que llamamos la tecnocracia, entendida esta como la fórmula que hace de los usuarios de la tecnología los mayores estafadores del momento. Así lo creo después de comprobar cómo los que someten el conocimiento y la literatura a las estructuras informáticas y tecnológicas alcanzan el prestigio que los hace ejemplares. Ahí los escritores que se envuelven en majaderías de la estructura narrativa remedando el lenguaje informático; ahí los profesores que explican un escritor y su obra sin haber leído, jamás, una sola línea del mismo; ahí los poetas de la realidad y sus consecuencias, que denuncian los desagravios sociales de los que no participan, que escriben para que todos los entiendan. Ahí, en fin, los pintores, los escultores y los músicos que se olvidaron de los libros.
De un tiempo a esta parte, creo en la decadencia de Europa y por eso realizo lecturas cada vez más olvidadas, a autores cada vez más soslayados. Es esta una enseñanza de Stefan Zweig. Es inconcebible que el conocimiento haya sido infravalorado en beneficio de la ignorancia y la mediocridad. Sin duda, los preceptos políticos han ido tejiendo esta suerte de ignorancia supina que provoca que el que lee, escribe o visita un museo parece un ser sacado de una novela de Huysmans. Por este motivo, cuando mañana alguien me diga por qué leo o escribo o hablo de pintores, les diré que soy Des Essientes, el duque Jean Floressas des Esseintes.

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Cuando Mallarmé habla de la música de la idea, procuro pensarlo todo con templanza, con la cordura necesaria para no caerme en redondo. La idea y la música, ¿qué diferencia las separa? ¿no es la música la idea pura? O, mejor, ¿no es la idea la música?

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Juan Ramón Jiménez demostró, entre otras tantas lecciones, que es posible una ética estética. Tomadas estas palabras, me temo que la literatura actual ha olvidado uno de los conceptos: la ética. La ética ha sido olvidada porque ella presupone la reflexión, la pausa, el viaje vertical hacia uno mismo. Eso es precismanete lo que echo en falta en las letras actuales, sobre todo en la poesía. Por eso, cuando concluyo con un libro como el de Barnes o el de Bernahrd o el de cualquier otro escritor no veo paralelo en la literatura española.
No me refiero con ello a poetas que estimulen su egotismo postrero y pseudodecadente, sino un ego que interprete, desde la individualidad, desde la voluntad, el mundo que vive.
En este sentido, en la intimidad de este diario, me declaro a contrapelo de todo el estamento literario del momento. Porque en esta escalada personal, en este descendimiento y búsqueda de la identidad personal a través de la escritura, en esta edificación de la unidad interior que ayude a vislumbrar el común de los hombre, al Hombre que llevo dentro, llega un momento de desfonde.
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El arte es revelación y me veo en la necesidad de defenderlo aunque sea incapaz de advertir qué revelación es la que se produce. Aún soy melodía sin pentagrama.

*Ilustración, Mallarmé, por Manet.

domingo, 11 de abril de 2010

Antónimo de convención: individuo.

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-¿Por qué no reservas estos materiales para una novela?Quiero decir, ¿por qué no guardas algunas páginas para escribir una novela con ellas?

-Entonces, ¿qué escribo, qué diferencia hay?

- Muchas. Una novela forma una historia unificada, con tono, voluntad de estilo. Una estructura narrativa sólida ofrece muchas ventajas: allí está todo ordenado a tu antojo, cada palabra, cada oración, cada párrafo, el libro todo. Los temas que se crucen…

-¿Un diario no es una historia literaria de un individuo? ¿Hay voluntad mayor de estilo?

-Sí, sí, creo en la superioridad de la novela.

- Yo sólo creo en los libros.

-Eso es porque eres incapaz de escribirla.

-Posiblemente sea incapaz de pintar como Tiziano, pero elogio su pintura.

-Ya, pero esta acumulación aturde. Es un puñado de páginas independientes.
Ganaría en una novela.

-¿Qué ganaría?

-Rotundidad.

-Hay algo más rotundo que escribir una vida, que leer escribiendo?

-Visto así…

sábado, 10 de abril de 2010

Hoy sentí un escalofrío inaudito cuando eché cuentas y comprobé que Miguel Hernández murió con veinte y nueve años, casi la misma edad que tengo por el momento. Un escalofrío mineral, húmedo, candente, como su poesía. Porque se me hizo un abismo la plenitud de su verso frente a la miseria de estas palabras.

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Después de escuchar durante varios días a Bramhs, Bruckner, Franck y Mahler, he comprobado que, en todos ellos, hubo un afán místico y de absoluto.La instrumentación va dejando paso, a medida que los músicos se hacen misántropos y habitantes de la soledad, a una claridad melódica y sonora. Los timbres de los instrumentos de viento se ufanan por convertirse en perlas desasosegadas. Los metales invaden el ímpetu apagado y aminorado de una música que parece reverberar en el silencio.

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Sigo leyendo a Barnes plácidamente. Lo hago sin escribir la lectura, porque este libro necesita que el espíritu se haga liviano para comprenderlo. Ahora bien, no conozco a un escritor español capaz de escribir un libro como este, un libro que indaga en las piedras angulares de la vida del hombre, desde la ironía y la inteligencia. Un libro descargado de problemas genéricos y de estilo. Todo él es prodigioso, incluido los remedos autobiográficos y las vetas ficcionales.
Barnes siempre se ha declarado un admirador de Flaubert, incluso dedicó un libro notable al escritor de marras, El loro de Flaubert, con el que disfruté la lectura. Pero me ha sorprendido el culto que le rinde a la figura de mi admirado Jules Renard y a su familia. Sobre todo, al padre. Siguen apareciendo Flaubert, Stendhal y otros autores franceses, pero la figura de Renard es capital en este volumen.
El autor recurre a una vieja sentencia de los jesuitas para definir al hombre: “un être sans raisonnable raison d´être”. Un ser sin una razonable razón de ser.

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Para hacer de Dublín una topografía de la ficción me releo las páginas que le dedica Wiesenthal en El esnobismo de las golondrinas. Y el capítulo seis de Ulises y algunos pasajes de Dublineses, de Joyce.

jueves, 8 de abril de 2010

Vidas encerradas.

¿Qué hay de esas vidas encerradas en un cuaderno? Me refiero a los escritores o científicos que dejaron su vida postrada en la celulosa de un cuaderno, de un puñado de páginas. Podemos pensar que la disposición del cuderno mantiene la disposición de la vida: continua, vertical, horizontal, negro sobre blanco, puntos y aparte, digresiones, comienzos absolutos, líneas de vacío. Pienso todo esto, cuando entre mis manos sostengo un cuaderno que llevará mi nombre, ya que
uno de los regalos que M.C. me trajo de Roma fue un cuaderno de notas de tipo renacentista. Llevaba tiempo observando que mi moleskine está maltrecha y prácticamente escrita al completo y quería traerme un regalo que, según ella, sólo fuera el disparadero para futuros poemas, notas, experimentos literarios. Junto al cuaderno, me trajo de Italia un bolígrafo, forado en color marrón y de tinta negra. Hoy he procurado que la tinta del bolígrafo y la celulosa del cuaderno comenzaran una relación.
Podría decirse que ese cuaderno es un edificio aledaño de este diario, un lugar alterno, que me acompaña de continuo y que recoge con más precisión y con más cercanía, lo que decida escribir sobre la realidad. Pensando en todo esto, no sé si la escritura diaria admite estos terrenos de lo cotidiano, quiero decir, estas cazas menores de ritos insulsos.
Durante un par de horas, esta mañana estuve pensando cómo sería la mejor forma de comenzar a escribir en él. Decidí que debía escribir la fecha de inicio y el lugar en que escribía. Luego dibujé, con el mal tino de costumbre, unas letras en mayúsculas que dicen “Cuaderno de notas”. Lo demás lo diría la propia vida, porque nadie decide ni la hora ni el día ni el lugar de nacimiento. Así este cuaderno.

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Lo primero que hice al llegar a casa fue leer algunas páginas de La ciencia de Leonardo, de Capra. Lo hice porque siempre me resultaron muy enigmáticas las miles de páginas que Leonardo había dejado en sus cuadernos de notas. El mío, que acababa de nacer, se supone que es un remedo de los cuadernos del momento, obviamente modernizado.
Los cuadernos de Leonardo condensan la obra de un artista y de un científico, así lo demuestra Capra en sus apasionantes páginas de su ensayo. Más de seis mil páginas de notas y de cien mil dibujos dejó Leonardo para los hombres venideros. Prácticamente, la síntesis más completa y absoluta que un hombre haya dejado de la ciencia y el arte.
Siempre me sorprendió la sombrosa capacidad de Leonardo para vincular estas disciplinas, para fundamentar una en la otra. Capra lo explica a la perfección y lo demuestra a través de las notas de su cuaderno. Es decir, sus cuadernos guardan la cosmovisión de un hombre renacentista irrepetible, la cosmovisión y las inquietudes, las ideas y los bocetos de otras teorías que jamás llegó a desarrollar y que sólo alcanzaban a sugerir. Ahí quedaron sus estudios entre los ojos y el cerebro. Otra vida encerrada en un cuaderno, como la Kafka, como la de Tolstoi, como la de Valéry, por ejemplo.

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Debe uno tener cuidado, por lo tanto, con lo que deja escrito en un cuaderno de notas. Un cuaderno es un tapiz, un enjambre de decisiones y palabras que configurarán la idea del hombre que estuvo detrás de ellas, mejor dicho, que va configurando y desgajando, de continuo, el hombre que las alienta. Esos cambiantes pareceres son la demostración de las inquietudes a las que estamos sometidos. Hoy, por tanto, es un día de inauguración secreta, porque jamás dejaré que nadie lea ese pequeño cuaderno que ya no me pertenece.

martes, 6 de abril de 2010

Nada que temer, ni a la escritura.

Escribir para pasarlo bien no me parece un argumento que solucione ni diagnostique esta manía con ninguna certeza ni exactitud. Porque las palabras nos sustancian con demasiada determinación y nos tercia y nos alumbra la realidad. Por eso no estoy con esos escritores que dicen escribir para pasarlo bien, como el que juega un partido de fútbol o prefiere un paseo en bicicleta. En absoluto.
Por otro lado, soy incapaz de dar en claro un argumento para rebatirlo. Por eso creo que esto de la escritura es cuestión de fe, de fidelidad. ¿A qué? Precisamente al qué, precisamente a la misma curiosidad que poseen los científicos que hurgan una y otra vez en la materia para intentar comprenderla y comprender qué es el mundo. Como ellos somos todavía incapaces de llegar a un juicio completo y total, como ellos nos movemos por la curiosidad, por la empatía con el mundo. Como ellos nos deslumbramos por la luz, el agua, la tierra...la materia. Y en ella estamos y somos. ¿Deja de ser bella la música si encontramos su principio?

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Me refiero a esta intransigencia con los días. No puedo remediar que, llegada la tarde, tenga que escribir en este diario. Las palabras son la sangre que brota, aunque sea sangre putrefacta e inservible. No puedo remediar trasladar la experiencia lectora a estas páginas escondidas. Las prefiero porque son únicas en la mayoría de los casos, a diferencia de lo cotidiano. ¿Cuántas veces leeremos En busca del tiempo perdido, de Proust, en nuestra vida? ¿No merece ser contada esa experiencia única de un individuo frente a un texto?
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Es evidente que ellas forman parte de mi vida y que deben formar parte de mi memoria y de las palabras que hollaran mi sepulcro. Por ejemplo, llevo dos días leyendo un maravilloso libro de Julian Barnes titulado Nada que temer. En él se aborda, entre otros asuntos, la muerte, Dios, la tentativa del escritor. Sin embargo, entre tanto talento, este libro ofrece un homenaje a un escritor querido, Jules Renard, de quien también escribí su lectura. Somos ahora, Barnes, Renard y el susodicho una pequeña comunidad unida por este diario. Y a ella invito a Vila-Matas quien ha dejado entre líneas la misma inquietud que Barnes. Estos libros últimos, Dublinesca y Nada que temer tienen demasiados parecidos. Será mejor que comience a tomarme en serio el reino del azar en que vivimos. Quizás allí resida el principio que ansiamos.

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No leo a los poetas de ahora, como no leo a los poetas de hace años o siglos que no me interesan o que provocaron mi rechazo en cuanto comencé a leerlos. En poesía, las lecturas quedan cada vez más reducidas. Hay en ellas una liturgia circular que va sacudiendo la impostura y la ingravidez. Esa impostura, que no deja de ser afección personal, me hace terriblemente misántropo con los poetas. No me gustan los comprometidos socialmente, los husmeadores de imágenes vacuas, los sencillos sin esencia, los políticos, los religiosos acérrimos o los narradores versificadores, entre otros. Creo que el cauce de la poesía se ha ensuciado demasiado y que la ceguera de los que escriben poesía cuando quieren escribir otra cosa, los delata demasiado rápido y con demasiada transparencia. El compromiso anda en otro lado en la poesía.

domingo, 4 de abril de 2010

Un paseo por el campo.

Para M.A., C. y P.J.
Rodeados de quejigos, encinas y alcornoques y al compás del canto del cuco, nos adentramos, de mañana, en la sierra de Cádiz. Habíamos decidido visitar a unos amigos que residen allí, en El Bosque, y aprovechar sus conocimientos sobre el lugar en que viven. Poco a poco y dadas su sensibilidad y destreza, han ido acumulando un conocimiento de la naturaleza que los rodea, al punto que se sienten parte de ese ciclo circular y poderoso del que tanto nos alejamos.
Llegamos el jueves por la noche y allí nos esperaba la amabilidad y la cortesía. Qué grata resulta la gente que ofrece su tiempo por la amistad, por la compañía y la conversación. Los que viven en el campo desarrollan una solidaridad nada esquiva, un sentido de la complicidad que en la ciudad se ha ido diluyendo. La gente del campo brota de nuevo con la primavera y renuevan sus ilusiones, sus renuncias, así como vierten sus cantos de individuos en cada paso que surca el tupido suelo de los bosques.
Decía que nos adentramos por la sierra después de que Pepe Juárez nos desgranara sus conocimientos sobre el lugar que estábamos explorando. Corría un frío atemperado. El cielo se mostraba grisáceo. Los pájaros graznaban con intensidad.
Toda vez que realizamos la primera parada y nos hicimos en la boca con unos trozos de bizcochos, quisimos seguir incentivando el verbo fácil de P.J. y las palabras ilustradoras de M.A. sobre las aves y sus posaderas más frecuentes. Mientras tanto, C. nos indicaba algunas cuestiones que pasan desapercibidas para los que no estamos, por desgracia, muy relacionados con el medio agreste. Aún tengo en la memoria la robustez del arce de montpensier y la gracia natural de las cabras pastando por las inmediaciones.
Cruzamos, después de varias horas, por una zona en la que restaban algunos quejigos que habían sido sometidos a la extracción de carbón vegetal. Estaban huecos por dentro y casi derrumbados. Podía decirse que les habían robado las vértebras y que estaban vencidas, que sus costados habían cedido a la fuerza del agua y del viento. Esas posturas cuasi deformes formaban un paisaje que testimonia la relación entre el hombre y la naturaleza.
Pasado un buen rato, M.A. nos condujo hasta un lugar en que las encinas acompañan con su sombra y conviven con árboles frutales torturados y patéticos, con quejigos que muestran su vigorosa y gótica presencia y con alcornoques que ofrecen sus pelados troncos al visitante. El río que los atraviesa estaba colmado de ranas que croaban su incomodidad ante nuestra presencia. Lo demás fue charla sobre el hombre, buena compañía, abejarucos y risas, porque en la armonía de un bosque el hombre participa de lo que se transforma como su misma memoria. Por supuesto, durante todo el trayecto no dejé de recordar algunos versos de fray Luis, de Claudio Rodríguez, de Antonio Machado o Unamuno, de Miguel Hernández y la prosa de José Antonio Muñoz Rojas, esa prosa bendita de Las cosas del campo: “Cuando florecen las encinas, decía, hay que temblar.”

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Leo a José Moreno Villa y sólo me quedo con algunos poemas, pocos, muy pocos. No sé hasta qué punto se le ha dado a este poeta más impronta de la que merece o hasta dónde mi desacierto como lector es una vergüenza. A decir verdad, entre los poemas que más me han gustado están los que pertenecen a Romances de la guerra civil (1936-1937), sobre todos, "Madrid, frente de lucha":
“Tarde negra, lluvia y fango,
tranvías y milicianos…”.

sábado, 3 de abril de 2010

¿Fin de Dublinesca?, -VIII-.

Habíamos decidido que cada uno terminaría la lectura por separado, pero Salvador me dejó una nota entremetida en el libro de Joyce. Era un mensaje cifrado. Eso me asustó, porque me vi inserto en un juego cuyas reglas desconocía. Decía la nota: “Leer desde la nada”.
¿Qué es leer desde la nada? Nada que temer se titula el libro de Julian Barnes que leo, precisamente, después de terminar con Dublinesca. Leer desde la nada…mientras leía la nota escrita a mano, en una hoja suelta, llamaron a la puerta. Golpearon varias veces con mucha energía. Alguien gritó su nombre antes de que me pudiera levantar. Alguien gritó su nombre y a mí se me congleó la capacidad de reacción, porque era imposible entablar una relación entre lo que sucedía y y lo que podría pasar, es decir, era un acto improbable: Samuel Riba, gritó la voz. Al escuchar el grito me quedé paralizado. Quieto. Mudo trágico. Sin embargo, lo único que fui capaz de mantener con fuerza fue el papel entre mis dedos, el papel que me había dejado Salvador. Contesté aún más fuerte: “Leer desde la nada”.
Cuando me levanté y abrí la puerta, sólo la lluvia se mantenía impenitente azotando los cristales, la transparencia y los sueños. Tenía la impresión de que faltaba la última pieza de aquella acción cargada de absurdo, fruto de la ligazón entre vida y ficción. Leí: “Tratar de ir en busca del arte de mi propio ser”. Creo que fui yo mismo quien golpeó la puerta.

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Hora: Al mediodía, después de almorzar con una botella de tinto de la tierra de Cádiz, pescado frito, salpicón de marisco, queso viejo.
Lugar: En el salón de mi casa, en Jerez de la Frontera. Aunque ese salón sea lo más parecido a ninguna parte, al fin de los límites; aunque ese lugar sea para mí el territorio donde todo es posible.
Personajes: Salvador, Rafael, M.C y el que narra estas letras. Salvador terminó de leer el libro en dos días. Al término del mismo, hizo una serie de anotaciones musicales que nos la fue interpretando con la tranquilidad que le caracteriza. El teclado parecía rememorar el llanto de la lluvia dublinesa. Al interpretarla, todos sentimos parte de ese réquiem como un himno griego que exalta la existencia de una realidad.
Rafael, por otro lado, realizó unas ilustraciones después de su lectura. Retrató a Riba, a Nietzky, a Ricardo y a Celia. Incluso dejó un boceto de Walter. Otro de Joyce y de Beckett. Y sobre todo, dejó la humedad de la lluvia en sus láminas.
M.C. reía y advertía de los actos desaforados que estábamos realizando. Propuso, incluso, que tendríamos que haber ido a Dublín a celebrar la celebración del funeral de la era de la imprenta. Y leer allí el capítulo seis de Joyce, pero también las páginas de Dublinesca.
Acción: Lectura colectiva y un debate al final de la misma. Lectura en voz alta. Lectura dramatizada. Lectura silenciosa, individual. Lectura del silencio.
A mí se me ocurrió memorizar unas líneas del libro: “Si todo el mundo supiera ver el mundo así, piensa, si todo el mundo comprendiera que de repente todo puede ser nuevo a nuestro alrededor, no necesitaríamos ni siquiera perder el tiempo pensando en la muerte”. Después de pronunciar estas palabras, me dediqué a convencerlos de que cuando algunos ilustrados salen al paso de la evolución de la literatura y teorizan sin demasiados fundamentos, no hay más que volver a leer las obras que han jalonado la literatura y pensar: “Porque la realidad sabe escabullirse perfectamente detrás de una sucesión infinita de pasos, de niveles de percepción, de falsos sondeos. Se puede saber más y más sobre ella, pero nunca todo”.

Temas: La literatura de estos tiempos, es decir, la literatura. Los lectores nuevos de esta literatura. La de siempre, claro, la literatura.

jueves, 1 de abril de 2010

La obsesión desaforada en Dublinesca, -VII-.

Lo he decidido, terminaré Dublinesca cuando vuelva la lluvia. ¿Qué haré mientras tanto? Probalemnete, imagianr el entierro de la literatura que me gusta leer. Porque no creo que se acabe, más bien ha cesado la aspiración espiritual de los escritores.
Para ello me colocaré un impermeable verde y saldré al patio de casa. Allí mismo realizaré el rito funerario de la era Gutenberg e inauguraré, con toda la solemnidad del individualismo, la era google, una era que detesto de antemano, que me sugiere el latrocinio del individualismo, el que ha dado los mejores frutos de las mentes más ilustres. Todo ello lo realizaré mientras miro a mi biblioteca con la profundidad del mar irlandés. Intentaré llevar un volumen de Ulysses, de Joyce, abierto por el capítulo seis. Mientras tanto, la lluvia golpeará los cristales y marcarán los pasos del réquiem. Es lo menos que puedo hacer por este personaje, Riba, que sueña con la nueva etapa de la literatura.
Y, por cierto, ¿cómo conseguiré una rata para que pasee por el fondo del ataúd imaginario?

Este libro me ha llevado a leer a Joyce. Algunos capítulos de Ulysses. Algunos sólo. Quietud. Sin embargo, la enseñanza mayor de la literatura de Vila-Matas se concentra en una frase que resume su obra y que lo conecta con, por ejemplo, Shopenhauer, a pesar de que el autor jamás haya pensado en Shopenahuer para escribirla, concebirla, soñarla: “Pero le parece que en el arte muchas veces lo que importa es precisamente eso, la obsesión desaforada, la presencia del maniático detrás de la obra”.

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Hoy he leído un artículo en el diario El País escrito por Vicente Verdú titualdo Refritos de la narración. Es un artículo que aborda la narrativa española reciente frente a la hispanoamericana. Viene a decirnos Verdú que los hispanoamericanos, debido a su subdesarrollo material, aún tienen cosas que contar, frente a los occidentales, que ya no necesitan contar nada.
No creo en absoluto en este argumento. Ni los hispanoamericanos tienen todo que contar, ni los occidentales tienen nada que narrar. La diferencia radica, en todo caso, en que a lo mejor ellos saben cómo narrar y los españoles no conocen cómo narrar. En literatura el resultado en la esencia, la forma es la propuesta, la sustancia, por mucho que queramos imbuirnos en conceptos posmodernos. La obra literaria debe mantenerse ella misma, igual que la pintura o la música, ella misma debe sentenciar con su cuerpo. Sin más delirios.
Lo que sucede es que falta la obsesión desaforada, la presencia del maniático detrás de la obra, del escritor que entrega su voluntad a su obra, para que esta se vaya configurando con lecturas, países, experiencias, conocimiento.
Sí estoy de acuerdo en que ahora los libros se promocionan en book clip y en otras zarandajas tan ajenas a lo literario.
Esa falta de obsesión desaforada está presente tanto en España como en Hispanoamérica, porque si los hispanoamericanos han ganado, como dice Verdú, los últimos premios de narrativa importante de este país, eso no los hace literariamente superiores. Creo, más bien, que los escritores con vocación europea, como Javier Marías, Vila-Matas o Wiesenthal, por ejemplo, son los que han sabido zacudirse ese atontamiento general de los literatos, tan acostumbrados a la hipnosis de la tecnología, a la entrega de premios o los cantos de sirena de las editoriales.

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Literatura contemporánea y Dublinesca. Dos dimensiones que coinciden en mi lectura. Porque Dublinesca es una obra que reflexiona de continuo sobre el quehacer del novelista en su tiempo. Extraigo la siguiente sentencia: “Después de todo, la vida es un ameno y grave recorrido por los más diversos funerales”. He querido leer esta afirmación como una opinión cifrada de lo que ocurre con la literatura misma de un tiempo a esta parte. La literatura es un continuo funeral de estilos, modas, autores y corrientes. Un ameno y grave recorrido debe ser el análisis de la literatura actual. Sobre todo de los autores que publicaron un libro y alcanzaron la gloria, la vanagloria, para ser más exactos. Bien, ¿qué sucederá con ellos; no saben los literatos que un libro es un león muerto? y qué más, debemos decir después de leer un maravilloso libro? Si los autores se plantearan su tarea como una desaforada manía verían que, en el fondo, ante la escritura, el autor tiene dos opciones: o calla o muere escribiendo. Y por último, no pueden jamás olvidarse de que el señor con el impermable en Ulysses es el autor del Ulysses, ese mismo que sale al patio de su casa y proclama su muerte para revivirse.