lunes, 22 de marzo de 2010

Dublinesca -II-

Seguímos leyendo en voz alta el libro de Vila-Matas. Lo hacíamos por turnos, para que cada cual tuviera la oportunidad de ofrecer su tono, su modulación, el aspecto oblícuo de su voz. Salvador, sin duda, era el que mejor leía aquella prosa que había ganado en estilo inglés, con logros en el contraste, en la intensidad.
Salvador subrayó el pasaje en que el narrador se refiere a la opinión de Claudio Magris, en El Infinito viajar y que vertió en una entrevista que le realizaron en la prensa. Al calor de las declaraciones, Riba piensa: “ese viaje circular de un pletórico Ulises que regresa a casa –el viaje tradicional, clásico, edípico y conservador de Joyce- ha sido sustituido a mediados del XX por el viaje rectilíneo: una especie de peregrinaje, de viaje que procede siempre adelante, hacia un punto imposible del infinito, como una recta que avanza titubeando en la nada”.

Salvador quiso apostillar el pasaje y dijo que un viaje es rectilíneo cuando es realizado por una sola persona. ¿Qué ocurre, por ejemplo, ahora que estamos tres individuos leyendo a compás un libro e interpretándolo según nuestros criterios? ¿Qué hay del viaje compartido? ¿No es cierto que uno es la suma de todos los individuos que son cambiantes dentro de uno? Ese viaje nunca puede ser rectilíneo, solo el viaje vertical, hacia uno mismo, hacia sus adentros, lo puede lograr,- sentenció mientras se levantaba hacia los estantes en que tengo ordenada la literatura en lengua extranjera.
Rafael, con el ceño fruncido, parecía que estaba meditando una respuesta para desmontar las argumentaciones de Salvador, que todavía resonaban en el salón sin ser matizadas. rafael tenía entonces la figura de un buda pensante, con los brazos cruzados como aspas y agarrados a las altura del antebrazo, el uno en el otro. Es posible, comenzó Rafael, que el viaje compartido, como éste, sea rectilíneo y circular a la vez; puede que las líneas verticales terminen desembocando en el mismo ángulo y que ese cruce las devuelva a su origen. Por lo tanto, al inicio del círculo,- terminó Rafael con la voz agarrotada.

Estaba observando a los dos y el silencio que se produjo invitaba a que fuera yo quien interviniese de continuo. Realmente, no sabía qué decir ante aquellos lectores tan agudos y finos. ¿El tiempo, el círculo y la línea? ¿Debía nombrar a Leonardo da Vinci, para que todo terminara en un lector que extendiera los brazos al modo del hombre de Vitruvio? Quizás era esa la solución, pero no estaba en absoluto seguro de ello. No sabía si continuar por ese camino o si hacer como hace Riba, el protagonista de Dublinesca, es decir, guardarme la información más importante y dejar al viento sólo lo anecdótico. Abrí el libro y leí de nuevo la afirmación de San Agustín: “Si no me lo preguntan, lo sé, pero si me lo preguntan, no sé explicarlo”. Lo repetí de nuevo, con cierta solemnidad. Y concluí con las siguientes palabras: “lo mejor será que caigamos del otro lado. Además, como dice Riba, nada nos dice dónde nos encontramos y cada momento es un lugar donde nunca hemos estado,- concluí. Así que, sólo os diré que los tres somos viajeros sentimentales, viajeros de sillón que comprendemos la rectilínea sentencia del tiempo que dibuja el círculo de la ficción.
De repente, ante estas palabras, Salvador saltó recitando en voz alta un pasaje del Ulysses, de Joyce, que había agarrado desde hace un rato como un chamán que sostiene un talismán o una piedra mágica.

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