lunes, 22 de febrero de 2010

Primo Levi. Hölderlin.

A veces la literatura se agazapa en una anécdota familiar o en una historia que siempre ha formado parte de tu memoria. Incluso hay libros que despiertan en el lector los vagos recuerdos que habitan en uno, aun sin saberlo; o levantan simples mecanismos del azar que se activan a pesar de nosotros, de las piezas inservibles del tiempo.
Hoy, por ejemplo, un alumno me ha preguntado, con la intención de confirmarlo, dónde vivía en Sanlúcar. ¿Vivías en la calle Condesa de Lebrija? Ante esa exactitud, ante esa ecuación perfecta de mi pasado, me quedé sorprendido. Al momento, el alumno, a sabiendas de su triunfo, me citó tres o cuatro detalles acerca de un joven de Lebrija que veraneaba durante dos o tres semanas en Sanlúcar. Efectivamente, Javier era un chico rubio, con una anatomía privilegiada, siempre con la camiseta quitada y con un bañador rojo. Nos llamaba la atención el comportamiento natural que mostraba cuando llegaba, a mediados de julio, ante aquel grupo de amigos consolidados. Él nunca se amedrentaba, jamás dirigió una mala palabra ni un gesto que fuera desaprobado por la pequeña comunidad de jovenzuelos. Jugaba al fútbol con gallardía, sí, claro, Javi, cómo no. Aunque de eso hace, al menos, quince años, dije.
Cuando terminé de exponer los retales de mis recuerdos al joven, éste, sonriente y plácido, me dijo, el mundo es un pañuelo. Javier es mi hermano. Ayer vio mi cuaderno y, al ver el nombre de mi profesor, se quedó sorprendido.
Cuando Alejandro se marchó, comenzaron a brotar esos reductos de la memoria que son tan difíciles de rescatar y de poner en pie, de hacer que nos devuelvan, por unos minutos, aquel rojo tostado, aquellos años de la infancia golpeando la pelota con los pies descalzos, con el iluso acontecer de la vida.

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Hoy he comprado dos nuevos libros. No sé cómo terminará esta enfermedad. Esta bibliofilia que no cesa, que se para a pesar de saberse incapaz de abarcarlo todo, de atender a las indicaciones de Bouvard y Pécuchet ante el conocimiento. Antes al contrario, aumenta a medida que la biblioteca va tomando el cuerpo de un bisonte acartonado, de un cocodrilo cuarteado por los estantes y los lomos y las páginas amarillas. He comprado dos nuevos libros, pero cuando los he puesto junto a los que ni siquiera había abierto de la semana pasada, me he visto enfermo trágico, celulosa disecada, animal moribundo.
Uno de ellos es Las elegías, de Hölderlin, en la traducción de Juan Andrés García Román (DVD). El otro, El sistema periódico, de Primo Levi.
Esta novela de Levi la he comprado por el planteamiento, por la estructura, ya que se articula en torno a veintiún capítulos que, a su vez, toman el nombre de los elementos de la tabla periódica: Argón, Hidrógeno, Zinc, Hierro,… Espigando por aquí y por allí en el libro, he visto la imbricación entre vida y ficción que desarrollan las páginas del autor de Trilogía de Auschwitz. Aquí me quedo, leyendo la reflexión que escribe Primo levi cuando se encuentra, después de unas déacadas, con uno de los carceleros que lo maltrató en el campo de concentración.

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La claridad, la transparencia, las palabras… ¿cómo hacerlo todo natural y sin delirio?

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