martes, 16 de febrero de 2010

Gato, lluvia, París.

Esta mañana, parecía el campo el lago Ligustino, todo apresado por el agua, todo él acumulado. El verde que acompaña mi camino todas las mañanas resultó ahogado; el trigo, las siluetas de las insinuantes viñas que atraviesan el paisaje, habitadas por el agua. Mas los pájaros no dejan de volar nunca, nunca dejan los pájaros de volar.
Las nubes arropaban el nacimiento de la luz en la mañana, lo abrigaban con la caricia paterna de una ira nublada, nublada por la gracia del invierno. Aunque poco a poco se fue despojando del grisáceo cariz que la tomaba hasta dejar en claro su ausencia. Y no dejaron de brillar las palabras que la tomaron, y no dejaron de brillar mis ojos taquidérmicos.

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Me encuentro en mi moleskine con tres palabras: gato, lluvia, París. Inevitablemente, me acuerdo de “Gato bajo la lluvia”, de Hemingway, pero también de las palabras de Vila-Matas sobre ese cuento ambientado en París, un día de lluvia, cuyo centro narrativo es un gato.
Me doy cuenta de que esas tres palabras no tienen nada que ver con el cuento de Hemingway y que las palabras suelen ser pérfidas insinuadoras de realidades ajenas. Pérfidas insinuadoras. Insinuadoras.
Las mismas realidades que pasan a la memoria como verídicas y verosímiles. Observo la fecha en la que escribí las palabras. Desde luego no coinciden con la relectura de Hemingway, sus Cuentos completos (Lumen). Son de la época en que estuve en Italia. Eso me previene, aún más, de la realidad que persigo, de esa ajena mención de las palabras a otras cuestiones que ni siquiera podemos averiguar con certeza.
Esta reflexión me conduce, inevitablemente, a otras, a las que relacionan la realidad y la lengua. Creo que es en ese conflicto en el que me encuentro más cómodo, en el que se deposita la mejor posición para atender al pensamiento. En aquellas obras que suponen un cruzamiento entre verdad y ficción, un maridaje entre las palabras que aspiran a una verdad a través de la belleza.
Acabo de terminar unas páginas en las que Thomas Bernhard, en El sótano, nos azotando por la falta de conciencia que el hombre tiene de su libertad: “El hombre no ama la libertad, todo lo demás es mentira, no sabe qué hacer con la libertad”. Al fulgor de estas líneas, creo que caso contrario es el del escritor, ama tanto la escritura porque en ella siente la voluntad de libertad que no conoce en el mundo.

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No me olvido de las insinuaciones. El abuelo de Thomas, de Bernhard, en sus últimos días de vida, cuando preveía que la muerte estaba cercana, cuando presintió que su cuerpo iba a dejar de acompañar el tiempo de su mollera, dos años después de terminada la guerra, de la evaporación de toda esperanza, dormía y convivía con una pistola. Bernhard cuenta lo que presenció de joven: un pulso constante con la muerte. El abuelo, dice, se encerraba durante horas en una habitación en la que tenía sus libros, sus cuadernos. Lo hacía con la pistola. La abuela, por su parte, se mantenía, durante las mismas horas en las que estaba encerrado su marido, dice, esperando el sonido del disparo. El abuelo había amenazado, dice, con suicidarse, lo había hecho a toda la familia, había ido uno por uno anunciando sus intenciones. Las mismas intenciones que tienen estas palabras que nombran lo ajeno, pero que convierten el mundo nombrado en una amenaza.

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