jueves, 17 de diciembre de 2009

Una y no más.

Hace un momento me he mirado mis manos en un espejo y parecían dos ciudades muertas. Venían de estar toda la tarde en el cambalache de la nada, de manosear las palabras hueras de la rutina, de lo que no toca y embellece, de los pétalos secos que dibujan, con su altura de búhos, la condescendencia social de ser humano.
Serán ruinas para siempre, como lo son los recuerdos y la memoria, manos que acabaran de llegar de la vendimia de las uvas rosadas, esas uvas que son ósculos que las parras regalan a las lomas.
No es ahora el tiempo de narrar las desgracias de estas manos, las tierras que han desempolvado aun sin moverse todo el tiempo del mismo lugar. Sólo de dejarlo por escrito, como una confesión balsámica, purificadora, en la que queden arrojados todos los restos, el polvo, de estas manos que mañana sostendrán el rictus de aquel que soy una mañana más.

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Al inicio de la novela de Auster, Invisible, el joven estudiante realiza una relación literaria entre el nombre de su futuro padrino y el del personaje que aparece en la Divina Comedia, de Dante, ese personaje condenado a deambular agarrando su propia cabeza con las manos. He recordado, cuando he leído este principio, dos elementos. El primero, la importancia para un escritor de la lectura. El segundo, cómo en realidad lo que he soñado siempre es rebanarme la cabeza y entender el mundo desde ella, es decir, cortar mi cabeza, agarrarla de mis ex cabellos y dejar que sus ojos interpreten el mundo, pero sin entrar en mí. A lo mejor, el aspecto de mis manos es una manera de manifestarse la decapitación y es imposible decapitarse sin tener, al menos, las manos repletas de vacuidad.
Decía hace poco que un escritor necesita de la literatura para escribir. Ahí está el ejemplo, de nuevo Dante, siglos después, sigue siendo un personaje al que se recurre cuando, por ejemplo, necesita uno dejar en claro que hubo alguien a quien se le cortó la cabeza y se le obligó a pasear con ella por los infiernos. Voy comprendiendo que, si algo es parecido al lugar del que no te recuperas, es una reunión en que los contertulios no deceleran su ignominiosa manía de hablar por hablar. Una y no más.

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La poesía es una estación del deseo.Peregrinaje, ribera, piedra de cielo.

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La palabra edificante, la palabra que reverbera.

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Las fotografías nos sorprenden porque ordenan lo que para nosotros se asienta en el cedazo de la memoria. Para uno, como decía Borges, la realidad es la última imagen que tenemos de ella. Por este motivo, cuando vemos un puñado de fotografías que pertenecen a otro tiempo, siempre nos embarga la sensación de responsabilidad. Porque la fotos llegan ordenadas de donde nunca hubo un orden, racionalizan el pasado y ese ejercicio intelectual, en manos de la ficción, es un callo demasaido gignate y sofocado como para obviarlo. Más vale dejar las imágenes quietas, como parecen estar cuando alguien las mira.

2 comentarios:

  1. Santo Tomás, y Dante. Con un poquito de Trapiello.

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  2. Las imágenes siempre han estado quietas, somos nosotros quienes optamos, bien por moverlas, o bien movernos por ellas. ¿Nos dará miedo lo estático porque nos recuerda al vacío?

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