domingo, 6 de diciembre de 2009

Pelo de zanahoria, cáscara de azul.

Hay palabras que son como el pico de un pájaro advertido entre la hierba, por desplumadas e inoportunas; hay palabras que surgen de la miserable manía de decir a cada momento, aun sin pensar ni razonar el discurso; hay palabras que nos poseen hasta desvestirnos de nuestras certezas, por insólitas y perecederas. Sin embargo, en este amasijo verbal con el que vamos diluyendo nuestra presencia arrebatada, este gajo que cada día uno desprende ante un cuaderno impaciente y desmemoriado, no son más que restas y marros, agraciadas marcas indelebles del moribundo paseo en que nos estacionamos.

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Hoy, después de muchos meses, he vuelto a leer a Jules Renard, a mi querido escritor de diarios. Como si fuera la primera vez que leo sorprendido sus páginas, he vuelto a anotar muchas de las ideas que se encuentran en sus cuadernos. Por ejemplo, he vuelto a anotar esa entrada en que dice: “Cuando me releo vuelvo a suicidarme”.
Siempre sucede lo mismo con las palabras de Renard, parecen simples ocurrencias del momento, talentosas y creativas sentencias que ocupan la extensión de un diario. Nada más lejos de ser cierto, en todas, cuando son pensadas con avidez, se esconden una cifra, una interpretación que recorre las palabras, desde la ironía hasta su ser más primitivo. Suicidarse de nuevo es una manera honrosa de decir que dejó su vida por la escritura, pero que, cada cierto tiempo, le apetece volver sobre ese cuerpo que cuelga de la soga, ese cuerpo que fue nuestro y que nos perteneció, para comprobar que ninguna de las palabras que escribimos nos dicen del todo, nos recuerdan del todo y, por supuesto, nos salvan de la vida.
Después de leerlo, he querido suicidarme. Lo hice sin prisas, acaso atendiendo a criterios inciertos. Volví mis pasos hacia lo escrito hace meses. Comprobé que mi cuerpo seguía intacto: nada nunca fue mío. Las palabras escritas por alguien que parece convocarse en este cuaderno y que, en mi nombre, relata, anota y piensa. Como un arca de joyas perdidas, se amontonan estas páginas sin rasero ni criterio al que acogerse; quizás respondan sólo a lo que Rilke identificó como el inevitable estarse literario. Una palabra, a lo sumo, unas páginas, en cualquier caso, son productos inefables para los muertos, para nosotros.

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Como el místico, me conformo con que mi decir sea irracional, pero que sea. Después del encuentro en el auroral territorio de la poesía, las palabras pueden quedar invalidadas para nombrar. Eso, sin embargo, no es prueba ni indicio de que el hecho en sí se haya producido. Es decir, cuando san Juan comenta la imposibilidad de narrar su encuentro divino a través de la vida ascética y contemplativa, está, sin duda, argumentando que la palabra tiene todavía muchas cosas que decir, que el mundo es un respondo al que la palabra brinda celebración. Todavía la fiesta continúa.
En efecto, cada día atisbo más esa imposibilidad de la poesía por ajustarse a lo sucedido. En puridad, la palabra es un ajuste de cuentas con los hechos, con la acción y con la comprensión de los mismos. Pensar es hacer un pensamiento. Sólo en la literatura, cuando se produce la verosimilitud, la realidad es abandonada.

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