martes, 29 de diciembre de 2009

Indecibilidad.

Envuelto en la invisibilidad de la prosa de Auster (a punto de culminar esta delicia narrativa con tramas superpuestas, con personajes bien trabados, con pasajes que por momento nos embauca con sones líricos, con el azar zarandeando la verosimilitud, con una dosificación de los hilos que sostienen el desarrollo de la novela, con el homenaje a Cervantes, a Vila-Matas, etc.) dormitan mis versos.
En el azufre de la tarde he volcado esta condición infausta de rapsoda de los días. Me he ahogado. He querido contemplarme como una figura de El Greco: con las uñas puntiagudas por la desesperación y la sed de espacio. Desde el vientre de la ballena la oscuridad tiene la dimensión de mis manos.

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Alguien sostiene entre sus manos agrícolas una herramienta del campo. Estamos en la taberna, en el Barrio Alto. Estas manos, que valen un poema de Miguel Hernández, son testimonio y apareo. La herramienta parece hecha con los mimbres de la humedad. El hombre parece un personaje mitológico, sacado de algún episodio de Minerva o de la alguna guerra impía. Lástima que sea yo el que ve estas disposiciones de la realidad, lástima, yo, incapaz y ciego, yo envuelto en la invisibilidad.

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Leyendo la vida de Casanova se da cuenta uno de que su vida vale bien poco a pesar de la advertencia de Galdós: en toda vida hay una novela. Si es así, la mía aún no la he encontrado o no he sabido narrarla para que su resultado se avenga como la herramienta a las manos del hombre del campo.
Acaso nada. Sólo lo que uno quisiera contar de ella y de manera totalmente ficticia. Durante mucho tiempo he rehusado de esos estudios decimonónicos en que vida y obra se entrelazaban como el haz y el envés de una misma realidad, pero me doy cuenta de que si bien la genialidad no está determinada por los estragos de una época, también es cierto que una Guerra Civil, por ejemplo, interviene en la concepción del mundo, con una actuación de los hombres que jamás hayamos presentido.

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Esta tarde he dedicado una décima al campo, a sus propiedades. Luego he escrito una octava real, puro ejercicio de tontuna. Luego las he tirado. He vuelto a escribir otra décima, peor aún que la anterior. No pude contenerme y probé, para comprobar, que la octava real que estaba en ciernes jamás debió nacer, como no debiera nacer el odio, las ingratitudes o cualesquiera de las propiedades que nos hacen humanos, demasiado humanos.

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