viernes, 25 de diciembre de 2009

Esta tarde.

Insiste la lluvia con su discurso de búcaro menguante. La lluvia, golpeando los cristales, es una declaración del cielo y una imagen que uno leyó en Machado y de la que nunca más volverá a olvidarse. Parecen los cristales los páramos transparentes de la verdad que trae la tarde, una verdad condescendiente y húmeda que arranca de la tierra sus aromas.
Un gris azota la mirada que lanzo detrás de una ventana en lo alto de la casa. Ese gris me sustrae y me cercena el horizonte como si en él estuviera concentrado el misterio de los días. El paisaje ha dejado de ofrecer sus aristas con la embriaguez de la claridad. Su presencia es delicuescente, traída por las nubes que aterrizan sobre el horizonte; el horizonte adocenado de grises, negros y blancos que apenas dicen nada; la nada que contiene la gota que soporto en la cara. Transfigurado el otoño, sólo nos resta estas sentencias y su música de agua.

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En Troppo vero nada es tan irresistible como esas narraciones de las visitas al Rastro y los encuentros de A.T. con la galería de X., Y. y Z. con los que completa su novela en marcha. Sin embargo, algunas páginas brotan verdaderas, como lo son algunas de Galdós y casi todas de Cervantes; las menos de Azorín y las más destacadas de Unamuno, aún cuando el narrador repara en alguna que otra minucia que poco importa y que nada suma a la vida narrada. ¿Cómo serían las pinturas que emanan de estas letras? No sé si parecdias a las de Sola o R.G., desde luego encarnaduras del trasiego de la vida.
Cuando uno atisba que se acerca el final de la lectura, le asoma una angustia parecida a la lectura de la muerte de tal o cual personaje que, de repente, deja de tener vida para nosotros. Una tristeza que siempre completo con una visita a Madrid, porque ver a Trapiello por las calles del Rastro es una continuación verosímil de estas páginas.
Noto, además, que en este volumen está muy presente la reflexión sobre la literatura. No sólo se ofrecen opiniones sobre Tolstoi o algunos escritores camuflados en esas letras enigmáticas, sino que, en más de una ocasión, le viene como de molde alguna consideración sobre la literatura en sí.
Me asomo de nuevo a la ventana, ahora con el libro abierto, y sigo leyendo a pesar de la fuerza y del estruendo de las tormentas. Pienso, en solitario, y a pesar de que M. me pregunta sobre qué estoy haciendo, que esto es ser escritor: sentirse mojado y arrecido por la vida con toda la pasión de la verosimilitud.

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Qué desconocimiento tiene uno de casi todo. Los años van confirmando que la ignorancia es la única faceta que define la vida. La ignorancia entendida como la circunstancia que constata que, por muchos años que estemos vivos, el mundo es demasiado ancho y ajeno.
Hoy me ha ocurrido con J.R.J. He leído un par de pasajes que aborda sus primeros libros, algunos estudios sobre las tendencias en su poesía. Los he leído como si nunca hubiera sabido nada de este poeta, como si estuviera, por primera vez, enterándome de la existencia de un poeta extenso, demasiado ajeno a mi vida. Eso me ha entristecido demasiado y me ha vuelto a la mesa como un gato encerrado. Incluso he escrito una lista, una hoja de ruta para enderezar las carencias de mis lecturas. He anotado el nombre de varios poetas, de algunos ensayistas, de ciertos filósofos, de novelistas ilustres de todas las lenguas. ¿Por dónde empezar con este laberinto?
Acaso lo leído es un solo una sombra tempranera, intuición de la memoria, soslayada tentación del olvido.

2 comentarios:

  1. Por dónde empezar con este laberinto es una pregunta que también machaca mi tarde, compañero Tomás.

    Sospecho que es un laberinto sin salida, que no tiene fin, y no sé a qué velocidad debiera recorrer sus pasillos...

    Un abrazo.

    Rubén

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  2. A veces, en esos pasillos te encuentras con otros transeúntes que soliviantan y guían el pasaje. Abrazos miles, Rubén.

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